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Relato corto: Las reglas del juego

Nuevo relato corto de Lore de Ryan Quinn, donde nos narra un poco más sobre los ogros de Ogrópolis y su pacto con la Horda de Hierro

Hace tiempo que no recibíamos un nuevo relato corto, ya que las últimas aportaciones de Lore han sido a través de Videos y Cómics, pero finalmente llega uno más que promete estar muy interesante.

Os dejamos tanto el post oficial en el blog de Blizzard como el propio relato para que podáis leerlo tanto en la fuente original como en nuestra web. ¡Esperamos que lo disfrutés al igual que nosotros!

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En los días anteriores a que la Horda de Hierro invadiera Azeroth y reforzado su control en todo Draenor, el Jefe de Guerra Grommash buscaba todas las ventajas en su misión de conquistar el mundo de los orcos completamente.

Los ogros de Ogrópolis una vez gobernaron Nagrand—y ellos aún ejercen control sobre las tierras y mares de su capital. Ellos son un enorme obstáculo para la dominancia orca; obstáculos en los que el mismo Grito de Guerra tiene una participación muy personal en la eliminación.

Ante la perspectiva de la extinción ante una creciente Horda de Hierro, el Rey Hechicero de los ogros, Imperador Mar’gok, conspiró para asegurar la supervivencia de Ogrópolis a cualquier precio. Pero ¿qué podía ofrecer Mar’gok a estos que buscaban ansiosamente la desaparición de su pueblo?

Descarga y lee «Las reglas del juego«, escrito por Ryan Quinn, para aprender más sobre los ogros de Ogrópolis y sus débiles pactos con la Horda de Hierro.

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La mensajera orca con el rostro lleno de cicatrices se dirigió a las puertas de Ogrópolis escalando a duras penas peldaños que le llegaban por la cintura.

Los ogros de Ogrópolis se detenían a observarla. Los brutos le lanzaban miradas lascivas desde las sombras que se cernían sobre el sendero que conducía a la cima. Los gorianos más acaudalados se asomaban desde sus hogares en forma de túmulos decorados con trofeos de sus enemigos vencidos.

Lleno de indignación, otro observador vigilaba desde una torre el avance de la mensajera. La orca estaba pisando la montaña a la que estirpes de ogros habían dado forma, apisonando y horadando la mismísima roca hasta transformarla en ciudad, palacio, fortaleza y hogar.

Aun así, los guardias habían bajado sus lanzas y la habían permitido acceder al elevador que llevaba al segundo alto de Ogrópolis. Era costumbre mostrar curiosidad por los visitantes solitarios. Siempre era posible matarlos más adelante.

Cuando el elevador se detuvo, la mensajera vio a una docena de demacrados esclavos orcos que se ocupaban de las poleas. Se escabulleron uno a uno mientras le lanzaban miradas por encima del hombro.

La mensajera escudriñó la cima de la montaña. Pudo distinguir con dificultad el contorno de una enorme balconada que sobresalía del pico de Ogrópolis. Era el Trono del Imperador, la morada del Rey Hechicero de los ogros. Pero desde donde estaba aún le quedaba un duro ascenso a través del polvoriento espacio abierto rodeado de malolientes casuchas de esclavos. Su nariz se arrugó en un gesto de disgusto.

Un grupo de enormes ogros ataviados con elegantes vestiduras avanzaban hacia ella con sorprendente rapidez. El más alto y grande de ellos (que claramente corría para llegar antes que los demás) se plantó delante de ella en pocos segundos, parándose en seco como un carro cuesta abajo que recuperara de forma súbita el control. Apestaba a suciedad y grasa animal mezcladas con perfume, aunque sus vestiduras sin mangas de color paja estaban inmaculadas (era evidente que las lavaba con más frecuencia que su cuerpo). La enorme barriga del ogro sobresalía de su atuendo. La levantó con una mano para rascarla por debajo sin dejar de mirar a los ojos la mensajera.

Su voz sonaba aterciopelada. —Soy el sumo consejero Vareg. Hablo en nombre del Rey. Permitiré que transmitas tu mensaje mientras dure mi almuerzo; después, podrás abandonar Ogrópolis con todos tus tiernos huesitos intactos.

Mientras hablaba, cogió un pedazo de maloliente paletilla de elekk y le dio un sonoro mordisco, esparciendo por el aire chorros de grasa blancuzca. Apenas había engullido la carne y el hueso cuando se preparó para dar otro mordisco, una clara señal de que no estaba dispuesto a perder mucho tiempo.

La mensajera miró a cada uno de los ogros. —Traigo un mensaje de Grommash Grito Infernal, Jefe de Guerra de la Horda de Hierro, para  todos los ogros de Nagrand. —Hizo una pausa—. Si deseáis ver un nuevo amanecer en Draenor, tendréis que ganaros ese derecho.

Los ogros rieron al unísono. Cuando terminaron, solo se escuchaba el ruido de un hilillo de arena que caía del elevador.

—¿Eh? —Vareg objetó mientras se sacaba un trozo de cartílago de entre los amarillentos dientes con una uña sin mirar a la mensajera—. Continúa. ¿Cómo dices?

La mensajera arrastró sus palabras visiblemente enojada. —Postraos humildemente ante la Horda de Hierro, vaciad vuestros cofres en nuestras manos, arrastraos y suplicad… Me da igual. Demostrad vuestra valía, opereced.

La última palabra sonó como un gruñido.

Vareg se inclinó hacia delante, cerniéndose amenazador como si estuviera a punto de desmoronarse sobre ella.

—Pequeña, tenemos un centenar de familias de orcos en grilletes —hizo un gesto con el pedazo de carne a un esclavo que empujaba pesadamente un carro de alimentos—. Puede que Grito Infernal no valore tu vida, pero no creo que se tome tan a la ligera la de los demás.

La mensajera miró directamente al ogro. —Ya están muertos.

Se dio la vuelta para marcharse.

Sus palabras eran extrañas. ( «Demostrad vuestra valía», no «entregaos» o «rendíos»). Los orcos de la Horda de Hierro tenían una seguridad en sí mismos que rayaba en la imprudencia, pero no habían exigido un tributo o la devolución de territorios. El ultimátum tenía un carácter abierto. Todo quedaba en manos del destinatario. 

El Rey Hechicero había hecho demandas parecidas.

El imperador Mar’gok, el Rey Hechicero de dos cabezas de Ogrópolis, aquel cuyos antepasados habían dominado las avalanchas y el viento para erigir las primeras fortalezas, columnatas y presas en el salvaje Nagrand, permanecía en su balconada.

El Imperador había presenciado los acontecimientos del día desde la distancia, pues podía espiar las calles de Ogrópolis gracias a su lente de cuarzo tallado. Sus cuatro ojos solían proporcionarle una gran cantidad de información, pero las largas horas delante de la lente habían hecho que una de sus cabezas le diera vueltas. (¿Había algo más que ver? ¿Debería parar?). Sus dos cerebros solían funcionar a la perfección juntos como si fueran un par de extremidades, pero esta vez algo turbaba sus mentes.

Mar’gok entrecerró los ojos tratando de imaginar cómo contemplaría cualquiera de sus súbditos —un ogro con dos ojos, una cabeza y un cerebro— la esplendorosa ciudad. ¿Concentraría su mirada y todos sus pensamientos en un solo punto? Sería imposible gobernar de esa forma. Todo parecería borroso.

Mar’gok vio cómo las siluetas imprecisas y abultadas de sus consejeros regresaban de la reunión deteniéndose en los jardines (seguramente para discutir). Después vio alejarse el punto de color rojizo que era la mensajera.

***
El ataque era inminente. (Semejante mensaje solía enviarse a posteriori, no como preludio).

Los ecos llegaban hasta Mar’gok desde todas las partes de la ciudad, como si todo Draenor estuviera rodeado por una manada de lobos. Más allá de los parapetos del oeste, esferas de humo y llamas surcaban el cielo en dirección a la gloriosa Ogrópolis. Si impactaban en las murallas exteriores, las torres del tambor se derrumbarían y bloquearían los caminos que bajaban de la montaña. Las fuerzas de la parte alta de Ogrópolis no podrían apoyar a las de la parte baja; los elevadores eran demasiado lentos. Las fuerzas de auxilio que corrieran a cerrar la brecha tropezarían con los escombros y serían masacradas en masa; sus cuerpos pasarían de ser máquinas de guerra a obstáculos para sus camaradas.

O la Horda de Hierro ascendería por el paseo de las esculturas del este a lomos de sus diestros lobos, cuyas fauces se teñirían de rojo mientras abrían en canal a los ogros. La línea oriental de defensa de Ogrópolis estaba formada en su mayoría por brutos, quienes tenían la costumbre de responder a las cargas dejando sus lanzas a un lado con la esperanza de aplastar entre sus manos la mandíbula de alguna criatura raquítica antes de morir. (¿Habían sido azotados últimamente?).

¿Y si los orcos atravesaban sus líneas a la carrera y alcanzaban los recintos de los esclavos? ¿Podrían armarlos e iniciar una revuelta?

Había demasiados riesgos. El imperador Mar’gok meditó sobre ellos hasta que el golpeteo de las flechas se hizo audible en la balconada. Tomó la decisión de ponerse al mando.

Había ordenado que se encerrara a todos los esclavos en sus recintos y que todo aquel que se resistiera fuera asesinado en el acto. Sus cadáveres cubiertos de moscas serían encerrados junto con los vivos.

La zona inferior de Ogrópolis, habitada por los gorianos más pequeños, pobres e indignos, recibiría el primer asalto. Mar’gok envió allí una multitud de centinelas, guerreros veteranos, para frenar el avance enemigo. Los centinelas portaban el estandarte morado y dorado del Imperador, y sus bramidos hacían temblar las rocas de las colinas.

En la vanguardia, rompedores de magia gorianos de piel roja cargaban como si nada en medio de los cegadores hechizos del enemigo, aplastando cuerpos de orcos con sus poderosas mazas y pisoteando sus cuellos. Pero la Horda de Hierro seguía enviando más efectivos.

Un variopinto grupo de asaltantes Grito de Guerra luchaba junto a otros orcos: aulladores pintarrajeados que decoraban sus rostros con volutas de sangre, escuadrones de infantería con casco que ocultaban cada centímetro de su piel con placas de acero tiznado, fanáticos mutilados que habían jurado lealtad al gladiador Kargath y que tenían espadas en lugar de manos. La única característica que todos parecían compartir era una insignia, un garabato puntiagudo de color rojo que adornaba estandartes, escudos…

armas. Cada pizca de ingenio de la Horda de Hierro se había destinado al arte de matar. (¿Cómo habían podido inventar tanto en tan poco tiempo? Era como si el progreso de varias generaciones les hubiera caído del cielo).

Brigadas de orcos se afanaban detrás de las catapultas y lanzaban bolas de fuego que silbaban por los aires, quemando la carne de los ogros y reduciendo las murallas a mortero.

En las manos de los orcos, las espadas de doble punta giraban como remolinos. Los carros de acero avanzaban tambaleándose sobre patas arácnidas y permitían a los soldados sortear los fosos que antaño hicieron de la ciudad de Mar’gok un lugar inexpugnable. La Horda de Hierro rodeaba a los defensores de Ogrópolis incluso en los estrechos pasadizos atestados de ogros.

Cinco orcos empujaban un ariete de metal rematado por un puño que escupía fuego y cargaban a través de una cañada que subía a la ciudad. Los ogros caían delante del ariete como efigies ardientes hasta que la pesada máquina se detuvo emitiendo un ruido como de succión al chocar con un bruto que portaba un martillo. El bruto cayó a un lado del camino con la mitad del pecho perforado y cenizas brotándole del orificio.

Los orcos no hacían prisioneros. Incluso en la cima del Alto del Imperador, en la cúspide de Ogrópolis, el humo y el olor a quemado de los ogros moribundos alcanzaba los cuatro orificios nasales de Mar’gok. Sus tripas sonaron con impaciencia.

***

Mientras la Horda de Hierro roía los pies de la ciudad, el Rey Hechicero de Ogrópolis permanecía muy por encima de la matanza, rodeado por las columnas cinceladas de esquisto pertenecientes a su primer gran proyecto, las salas del Gorthenon.

El Consejo de Mar’gok ocupaba la amplia estancia. Estaba formado por grandes ogros que se reclinaban como tigres adormilados o posaban como divinidades en lo alto de enormes peñascos que habían acarreado montaña arriba. A una distancia respetable del Consejo, hileras de asesores militares y campeones aguardaban inmóviles, portando porras y armaduras gastadas. Algunos exhibían los extraños y arcaicos tatuajes rojos, azules o grises que los identificaban como rompedores de magia: guerreros sometidos a rituales y entrenamientos que los volvían inmunes a las escuelas de magia, un decreto que el Rey Hechicero había impuesto sobre uno de cada veinte gorianos durante su reinado. La postura de los rompedores evidenciaba su tímido éxito a la hora de repeler a la Horda de Hierro; parecían dispuestos a abandonar el debate y enfrentarse a los enemigos de Ogrópolis en cualquier momento.

No había espacio para sentarse. Varios consejeros caminaban por el Gorthenon describiendo órbitas alrededor del Imperador, el ogro de mayor tamaño de todos, una criatura gigantesca compuesta a partes iguales de grasa y músculo. Un largo cuerno sobresalía de su cabeza derecha y un fajín morado se arremolinaba en torno a sus pies. Bajo sus dos capuchas, Mar’gok apretaba las mandíbulas con aire ensimismado. Mantenía sus palmas callosas extendidas hacia la asamblea.

De todos los presentes en la sala, solo el sumo consejero Vareg parecía más impaciente.

—Nuestros primalistas destruirán la ladera norte —escupió—. El pico norte se derrumbará sobre ellos y aplastará sus pequeñas cabezas de una vez. La grasa de su rostro centelleó un instante.

Mientras escuchaban a Vareg, algunos de los miembros del Consejo parecían estar a punto de lanzarse a su cuello, pero la mayoría, en especial los rompedores de magia, patalearon en señal de aprobación. Esta era una asamblea en la que la política se mezclaba con la violencia; los que eran incapaces de ponerse de acuerdo solían terminar a porrazos. Era fundamental encontrar puntos en común.

Mar’gok gruñó y sus voces resonaron en la sala. —No.

El impaciente e intrigante Vareg, un personaje de baja alcurnia cuya ambición no conocía límites, puso la misma cara que si lo hubieran condenado a morir en el Coliseo.

Mirando a Vareg con una cabeza mientras estudiaba al resto del Consejo con la otra, Mar’gok esperó a que el murmullo se apagara. —Los orcos nos superan en número y armamento. No los destruiremos con un solo ataque; además, pondríamos en peligro los cimientos de la ciudad. No. Nuestras legiones en el frente se retirarán a la Senda de los Vencedores y los obligarán a ascender. Si necesitan cuerdas para trepar por nuestros peldaños, podremos frenarlos.

Ogrópolis siempre había resistido cualquier intento de asedio a sus majestuosas murallas. El enemigo estaría agotado de caminar y montar a caballo. Un verdadero asedio de la ciudad podría llevar días. (La Horda de Hierro necesitaría una buena cantidad de trenes de suministro).

Vareg era un poderoso señor de los magos con muchas victorias en su haber y una inusual habilidad para desobedecer y sobrevivir. —Si dejamos que entren en la ciudad, dejaremos que lleven la iniciativa. Incluso si cortamos sus líneas de abastecimiento o sus cuerdas, nuestros guerreros tendrán pocas oportunidades de escapar.

—¿Escapar? —interpeló Mar’gok—. ¿Crees de verdad que Ogrópolis caerá?

Silencio.

Mar’gok hizo rodar una piedra sobre la palma de su mano. Sus callos la habían alisado. —¿Piensas —chasqueó con una de las lenguas— que impedir las muertes en nuestro ejército es más importante que impedir la caída de Ogrópolis?

Nadie había afirmado tal cosa, pero nadie se atrevió a alzar la voz.

Vareg elevó el tono de voz. —Imperador, estás lejos del campo de batalla. No puedes ver a nuestros soldados ni a nuestros enemigos. Si no permites que derribemos la montaña, entonces deja que nos enfrentemos a ellos con todas nuestras fuerzas. Si nos retiramos, sufriremos enormes bajas. Lamentarás cada una de ellas aunque ganemos.

Las palabras de Vareg resonaron, y la mayoría de los consejeros se apartaron de él para situarse junto al Imperador y mostrarle su apoyo mediante este gesto silencioso. Al ver esto, Vareg pareció enfurecerse aún más. —¡Los orcos son tan pequeños que ni siquiera podrán apartar a nuestros muertos! —gruñó.

Los rostros de Mar’gok permanecieron imperturbables. —Quizá sea más sencillo de lo que creía. Únete a mí y utiliza tus amplios conocimientos de la Horda de Hierro para lograr la victoria.

—¿Unirme a… ti, Imperador? ¿Tú lucharás?

—No. Mientras nuestras fuerzas repelen y obstaculizan a los orcos, iremos hasta el Jefe de Guerra de la Horda de Hierro y forzaremos un acuerdo de paz. Al enviarnos una mensajera, Grommash Grito Infernal no ha hecho sino garantizarnos un salvoconducto.

Unos cuantos centuriones y un rompedor de magia adicional servirían de guardia personal del Imperador; no podía permitirse retirar más unidades del frente. Girando sus cabezas en dirección a los rompedores de magia, Mar’gok bramó: —¡Me acompañarán los más fuertes de vosotros!

Mar’gok quedó consternado al ver que los rompedores empujaban hacia delante a uno de los suyos tiznado de azul y cubierto de confusas runas que parecían haber sido talladas en su cuerpo con una roca. Al parecer, el rompedor compartía la consternación del Imperador.

—Imperador —dijo con voz grave—, esta noche he aplastado cuatro cráneos de chamán. No soy la persona indicada para intercambiar cortesías. ¡Deja que me quede luchando por la gloria de Ogrópolis!

—¿Cuál es tu nombre, rompedor? ­—preguntó Mar’gok, lentamente, como si le hablara a su almuerzo.

—Ko’ragh, Imperador.

—Ko’ragh —continuó Mar’gok—. No puedes quedarte. Eres más útil para Ogrópolis vivo que muerto. Además —prosiguió, evitando de ese modo cualquier posible réplica y haciendo que el rompedor cerrara las fauces de golpe—, es tu Imperador quien decide la hora y la forma de tu muerte. ¿Lo entiendes?

Tras oír esto, Ko’ragh se golpeó el pecho con el carnoso puño a modo de saludo.

Vareg —quien no soportaba dejar de ser el centro de atención más que unos instantes— se apresuró a alzar la voz. —¿Y cómo te serviré yo, Imperador?

Mar’gok esbozó una leve sonrisa. —Tirarás de mi carro.

El sumo consejero se quedó boquiabierto. Varios miembros de la asamblea rieron nerviosamente emitiendo un sonido parecido al del roce de dos rocas.

Hacía tiempo que el Imperador animaba a sus consejeros a que mostraran su desacuerdo de forma pacífica: para ello, no tenían más que escupir a sus pies. Ninguno de sus consejeros con vida había expresado jamás su desacuerdo de esta desconsiderada forma, pero la oferta estaba sobre la mesa. El Imperador era magnánimo.

Mar’gok miró de forma deliberada a sus pies descalzos y después a la asamblea. Una ráfaga de fuego pasó junto a una ventana dejando tras de sí una estela de ardientes guijarros. Frunció el ceño de su rostro izquierdo, y después el del derecho.

El Imperador bajó de nuevo la mirada. Ni un escupitajo.

Mar’gok observó a su séquito mientras movía ambas cabezas de forma inexpresiva, como si estuviera evaluando el menú de un banquete o un puñado de piedras de apuestas.

El sumo consejero Vareg, quien tiraba de un carro de ocho ruedas cubierto de tela que era el doble de su tamaño, ya le había sacado un gran partido a su castigo. Aunque parecía abatido y sus vestiduras amarillas estaban salpicadas de barro, no volvió a quejarse. Por el momento, contaba con la ayuda de Ko’ragh.

Al contrario que Vareg, el rompedor iba ataviado para la guerra, con fragmentos de armadura de metal y un siniestro garrote rematado por un cráneo. Su cabeza y sus musculosos brazos tatuados permanecían al descubierto imitando el estilo de Mar’gok; ni la amenaza de la extinción haría que en Ogrópolis se olvidaran de la importancia de la estética.

Incapaz de resignarse a una misión diplomática mientras Ogrópolis estaba bajo asedio, Ko’ragh mantuvo el ceño fruncido hasta que Vareg le ordenó motu proprio que alegrara la cara. El castigo de Vareg también beneficiaba a los demás.

Puede que Vareg fuera ambicioso y Ko’ragh torpe y testarudo, pero ambos eran ogros fuertes y bien situados que destacaban en la instrucción militar, se levantaban temprano y habían sobrevivido a graves heridas (Ko’ragh, al destripamiento; Vareg, a un corte en el muslo que dejó pudrirse para demostrar su resistencia), además de haber causado incontables bajas.

El Imperador había elegido al resto de los integrantes de su séquito entre los centuriones ajenos al Consejo, no sin antes haber escuchado con atención sus méritos (o sus nombres). Uno de ellos se pasó años dormitando en una cúpula de lava hasta que consiguió que el magma obedeciera sus órdenes; otro era un popular luchador del Coliseo que le arrancó las garras a diez grandes depredadores y las cosió a sus guantes de pelea; otro tenía un vínculo tan fuerte con la montaña que no había flecha que pudiera perforar su piel. Todos podían acarrear una piedra de dos toneladas hasta el Alto sin descansar.

Los centuriones jamás habían visto al Imperador en carne y hueso, y el hecho de viajar con su Rey hacía que bulleran de excitación. Mar’gok avanzaba pesadamente al frente de la comitiva mientras trataba de ignorar el parloteo. De vez en cuando giraba sus cabezas hacia ellos con expresión molesta, hasta que empezó a sentirse mareado. (¿Acallarlos? Mejor dejarlos graznar).

El suelo se convertía en barro blando allá donde pisaba, lo que permitía a su comitiva salvar los obstáculos de la ladera sin tropiezos. Mientras, a sus espaldas, la rampa improvisada recuperaba su carácter intransitable cada pocos pasos. Después apretaron el paso mientras el carro dejaba surcos en el embarrado suelo. Vareg mencionó que ahora los orcos dispondrían de su primera carretera, e incluso el Imperador dejó escapar una risita por una de sus bocas.

Con pasos agigantados, los ogros llegaron a su destino después del alba. Aunque el Imperador permanecía en silencio, su comitiva no dejó de bromear durante todo el trayecto. Su pueblo nació en los comienzos: cuando los grandes forjadores extrajeron la luz de la enorme bola de fuego que daría origen a Draenor, crearon a los ogros a partir de la misma arcilla humeante y les otorgaron el dominio sobre la piedra y la tierra. Eran los amos del mundo; su capital se erguía sobre los cimientos del pasado.

Ninguno de ellos dudaba de que los defensores de Ogrópolis habían luchado toda la noche, de que el Imperio seguía en pie, hasta que divisaron Grommashar.

***

La última vez que Mar’gok había visto el campamento de Grito de Guerra, tenía un aspecto inestable. Movedizo. Madera y cuero, chozas y casuchas levantadas con cuidado sobre el suelo. Recordó los rostros abatidos de los orcos cuando el viento y la lluvia derribaron sus hogares y su torpe consternación mientras se preguntaban qué había pasado.

Ahora se asemejaba a una ciudadela. Afiladas empalizadas rodeaban todo el perímetro; orcos armados hasta los dientes procedentes de multitud de clanes patrullaban unos muros provistos de aspilleras; y por todas partes se sentía el terrible traqueteo de las máquinas, que escupían más humo y fuego del que habían lanzado sobre las murallas de Ogrópolis.

Los ogros avanzaron pesadamente a través de Grommashar bajo un sucedáneo de bandera de parlamento. Mar’gok rasgó uno de sus propios estandartes morados y dorados hasta la mitad, pero los orcos no habían dado la alarma tras su entrada. Era como si los esperasen. Solo el inmenso carro cubierto de tela atrajo sus miradas.

—¿Qué es eso? —preguntó un corpulento orco con armadura al frente de una veintena de individuos, todos provistos de cañones de mano cuyo metal bruñido resplandecía bajo la luz del sol.

Vareg se sacó un trozo de mucosidad seca de un orificio nasal y se irguió completamente. Las palmas de sus manos estaban de color negro y carmesí después de todo el día tirando del carro. Expectante, Ko’ragh empuñó con la otra mano su garrote con forma de cráneo. Estaban en clara inferioridad numérica. No conocían el terreno y el enemigo parecía impaciente.

(¿Astucia? ¿Franqueza? ¿Engaño?). —Venimos a rendir tributo —murmuró Vareg antes de que Mar’gok dijera nada.

Fue suficiente. Algunos miembros de la Horda de Hierro seguían husmeando en torno al carro, levantando la tela, inspeccionando lo que había debajo. (¿Qué esperaban ver?).

Las enormes armas de los ogros fueron arrojadas al Mar de Zangar, aunque varias puntas de lanza seguían sobresaliendo del agua a pesar de los intentos de los soldados de Grommashar por sumergirlas. El pequeño tamaño de los orcos resultaba irritante. Minúsculas venas sobresalían de sus brazos, y tenían la cara cubierta de diminutas gotas de sudor. Todo lo relacionado con ellos era achatado, compacto, cercano a la superficie, como si no hubiera suficiente espacio en sus cuerpos.

El Imperador ordenó a su comitiva que no actuara mientras sufrían las humillaciones de la diplomacia; solo mediante su mirada pudo imponer la obediencia mientras los conducían ante Grommash Grito Infernal.

Aunque su hogar había cambiado, Grommash seguía siendo el mismo. El azote de Nagrand no había cambiado desde la última vez que Mar’gok lo viera al frente de un destacamento de guerra. Aún conservaba su espesa melena, sus músculos animalescos, sus labios resquebrajados y su feroz dentadura.

Lo que sorprendió a Mar’gok fue el trono sobre el que descansaba Grommash, un viejo árbol retorcido de aspecto incómodo que no perduraría ni hasta la siguiente generación de jefes del clan Grito de Guerra. Reconoció el árbol en particular y pensó en el gran esfuerzo que los orcos debían de haber hecho para recuperarlo.

Grommash había pasado una temporada atado al árbol durante el reinado del último Rey Hechicero. Después de un asalto fallido a Ogrópolis, Grommash había sido capturado, golpeado y privado de comida hasta rozar la muerte. (Y después…).

Un ogro pardusco con el cuello podrido contemplaba la escena con sus cuencas vacías desde las ramas del árbol. A pesar de que su cráneo solo conservaba unos pocos jirones de carne, Mar’gok no tardó en reconocer su identidad. Habría sido imposible coquetear con la idea de la muerte de su predecesor por tanto tiempo sin llegar a imaginar, con razonable exactitud, el aspecto que tendría su cabeza decapitada.

—Imperador —entonó Grommash con su grave voz acuosa—. ¿Qué opinas del último señor de los ogros que se enfrentó a mí?

No cayó en el recurso de la teatralidad, ni siquiera se movió de su sitio (aunque la pose de superioridad era evidente). Su mirada era penetrante.

Sintiendo en sus propias carnes el punzante silencio, los ogros miraron a su Rey.

—Creo que fue un necio —bramó Mar’gok.

Vareg relajó las manos. Las separó y las dejó caer a ambos lados.

—Fue un necio por no matarte.

Un orco situado cerca del trono emitió un bufido, y Vareg y Ko’ragh tensaron los músculos mientras echaban mano en un acto reflejo a sus armas ausentes.

—Si de mí hubiera dependido —continuó Mar’gok—, te habría rajado el cuello delante de mis prisioneros y habría arrojado tu cadáver putrefacto al mar. Después los habría arrojado también a ellos contigo. —Señaló a los orcos detrás de él—. Tu pueblo sería historia. A estas alturas, Ogrópolis ya dominaría todo Nagrand. (Dominaría todo Nagrand de nuevo).

Mar’gok siempre sucumbía a la teatralidad cuando estaba justificada.

Grommash ni siquiera se inmutó ante esta discusión informal sobre su asesinato. Era un lujo que podía permitirse.

Varios orcos más emergieron de detrás del trono (ahora había dos docenas a la vista). Un orco de anchas espaldas con el rostro cubierto de tatuajes apenas distinguibles bajo la capucha marrón se inclinó y susurró algo al oído de Grito Infernal. (¿Desde cuándo escuchaba consejos de los demás?).

—Ya veo —respondió Grommash de forma inexpresiva—. Entonces háblame del valor de Ogrópolis. Háblame de este tributo que me habéis traído y del valor de vuestras vidas.

El Imperador reparó en que la posición del sol lo obligaba a entrecerrar los ojos y a inclinar ligeramente sus cabezas. Contuvo las ganas de arrancar un árbol y protegerse los ojos del sol con él. (Grommash descansa a diario sobre una reliquia de su rencor. Cualquier trato ha de ser simple y ventajoso para él).

Mar’gok gruñó.

—Muy bien. Te traigo el regalo del conocimiento. La Horda de Hierro es débil.

Grommash sonrió.

—Y lo dices mientras destruimos las murallas de tu hogar. —Hizo señas en dirección a un punto situado detrás de los ogros—. Diles lo que has visto.

Una orca se apresuró junto a Grito Infernal, y Mar’gok reconoció a la mensajera cubierta de cicatrices que declaró la guerra a su pueblo. Una lástima; esperaba que la hubieran matado durante el asedio.

Su expresión reflejaba un feroz orgullo.

—Hemos roto la línea de defensa de Ogrópolis a la entrada de la ciudad. La montaña está rodeada. Están retirándose a sus viviendas.

Mar’gok sospechaba que algo así podría ocurrir, pero no con tanta rapidez.

***

Era una artimaña. Tenía que serlo. Durante un instante, mientras sus acompañantes discutían entre ellos y los orcos saboreaban el caos, Mar’gok cerró los ojos tratando de imaginar la escena: los ogros perdiendo terreno, luchando calle por calle, la roca fundida de las viviendas arrasadas fluyendo entre las piernas de los gorianos en formación.

Ni siquiera tuvo que imaginar a los orcos rodeando a sus legiones, ni el zumbido que emitían sus armas dentadas al cercenar las piernas de los ogros y hacer que se derrumbaran sobre sus muñones. Ya lo había visto demasiadas veces.

A continuación, los orcos derribarían sus estatuas. Sus hombres, mujeres y niños rugirían y se congregarían para contraatacar al grito incesante de « el Rey, el Rey». Cuanto más lo decían, más inadecuado sonaba como grito de guerra.

Seguramente preferían ese nombre porque era más fácil de decir que Imperador, no porque fueran incapaces de pronunciar su título o su nombre.

No había duda de que resistirían.

Mar’gok se cansó de imaginar y abrió los ojos. Exhalando, se volvió hacia Ko’ragh y Vareg, quienes murmuraban de forma audible. Su postura era defensiva. Y a juzgar por sus caras, también creían a la mensajera; enmudecieron en cuanto Grommash alzó la voz.

—Ahora explícame, Imperador —dijo con confianza, como si hubiera leído las mentes de Mar’gok—, por qué la Horda de Hierro es débil. (Por fin).

—No me malinterpretes, Jefe de Guerra. Nos superáis en efectivos. Puede que vuestros orcos terminen abriéndose paso hasta la cima de Ogrópolis. —El Imperador comenzó a caminar de un lado a otro mientras gesticulaba animadamente—. Pero pagaréis un alto precio, ya que carecéis de nuestra principal virtud. Os enfrentáis al ejército de un Rey Hechicero. Nuestras tradiciones son tan antiguas como Draenor.

Elevó los brazos hacia el público apretando sus puños de gigante. —Provocaremos desprendimientos de roca desde el interior de nuestros hogares, aterrorizaremos a vuestros lobos con el fuego y oxidaremos vuestro metal con el barro. La magia de vuestros chamanes no puede dañarnos. Nos reiremos de su falso trueno y pulverizaremos sus cráneos.

Mientras escuchaba estas palabras, Grommash parecía casi… intrigado. (Los orcos veneraban a los elementos. Era típico de las criaturas pequeñas buscar algo fuera de ellas a lo que adorar).

—Y —añadió Mar’gok sin poder resistirse—, sois pequeños. Incluso si tomarais Ogrópolis, os llevaría un año retirar a nuestros muertos.

Mar’gok puso fin a su intervención y cerró sus bocas de forma decidida. Los poderosos adoraban su fuerza física y su imponente estatura; los sabios, sus mentes ilimitadas y eternas; los carismáticos, su liderazgo y su capacidad de persuasión. Pero la verdadera fuerza consistía en poseer todas las virtudes (por eso él gobernaba), y saber que no poseía alguna de ellas atormentaría a Grommash. Mar’gok no conocía nada más que pudiera servir para salvar su Imperio y su vida.

La respuesta de Grito Infernal fue rápida. —No queremos vuestra ciudad. Queremos vuestros cadáveres. —Mientras se levantaba, su mano izquierda se tensó en torno al mango de un hacha con picos casi tan alta como él, cuyo extremo estaba manchado de sangre reciente que empezaba a oscurecerse—. Todos los miembros de la Horda de Hierro están dispuestos a morir en combate. Estamos ganando. Tu amenaza no significa nada.

Estas palabras irritaron a Ko’ragh, pero Mar’gok le hizo un ademán con la mano mientras Grommash dejaba de gruñir y se sumía en la reflexión.

—Pero en algo llevas razón. Tu magia espoderosa. Enséñanosla, y algunos de vosotros viviréis.

Un escupitajo de Vareg contenía más fluidos que la barriga rebosante de un orco.

El Imperador había solicitado unos minutos para pedir consejo y se había alejado del trono de Grommash. Ahora observaba con todos sus ojos. El escupitajo crepitó al caer sobre el polvo a pocos centímetros de sus pies. Unas pequeñas burbujas luchaban por salir a la superficie. Parecía como si el escupitajo tuviera vida propia.

Semejante falta de respeto solo se había hecho patente recientemente, después de que Mar’gok mencionara de pasada que rechazar la «oferta» de Grito Infernal era el camino a seguir más razonable. Ninguno de los centuriones había visto aún el escupitajo. Trató de empujar unas rocas sobre él sin éxito.

Vareg estaba a punto de gritar mientras caminaba nervioso de un lado a otro. Su animalesca forma de andar volvía a los orcos más agitados y dispuestos a usar sus armas.

Ko’ragh hizo un torpe intento de comprender. —Imperador, no puedes hablar en serio. Tratas de ganar tiempo y engañar a Grommash para que…

— ¡No! —gritó Vareg, olvidando su habitual tono sosegado—. Juraste delante del Consejo con ambas voces. Dijiste que querías la paz. Y ahora te avergüenzas del precio a pagar.

Mar’gok levantó la vista del escupitajo. Sus rostros mostraban una mezcla de indignación y diversión.

Vareg no había terminado su sermón. —¿De qué sirven nuestras tradiciones si no queda nadie en Ogrópolis para continuarlas? ¿Es tu brujería más valiosa para ti que nuestras vidas? (Un argumento pobre. Más bien una invitación que una pregunta).

Mar’gok dio un solo paso hacia Vareg y pisó el suelo con tanta fuerza que levantó el polvo. —Hablas de sobrevivir como un esclavo incapaz de ver más allá de sus cadenas. Te conformas con superar las adversidades. Tienes el corazón de un orco.

El rostro de Vareg se puso lívido. Lanzó un gruñido que se pudo oír en todo el campamento. Los otros ogros se apretujaron junto a sus jefes.

Mar’gok continuó. —Matagronns sabía que ser libres y vivir era solo el comienzo. Cuando machacaba los cuerpos de los gronns, partía sus huesos y se comía el tuétano para demostrar que no eran dioses, levantaba sus osamentas bien alto para que los demás pudieran ver su victoria. Aspiraba a más que a la mera supervivencia, así que construyó un salón lo bastante grande como para acoger al más extenso linaje. Otros se le unieron y pronto su hogar fue un Imperio. No se conformó con huir a las montañas y dedicarse a existir.

Vareg parecía conservar un mínimo de sentido común, pues se mantuvo en silencio mientras el Imperador hablaba. (¿A Vareg? ¿A los demás? Allá donde había dos mentes, era necesario tener tres voces).

—El mundo nos pertenece. Su enormidad y grandeza se revelan únicamente gracias a que nosotros lo dominamos como ya hicieran los Forjadores . Si compartes nuestro poder con los esclavos y permites que moldeen la tierra, entonces no eres un ogro.

Como respuesta, el sumo consejero lanzó otro escupitajo que cayó sobre el primero. Cuando era necesario, sabía desplegar todo su talento.

Vareg había puesto fin a su acoso. Resopló. —Ogrópolis ya no es un Imperio. No es más que una gran ciudad. Me pregunto si todos los miembros de nuestro clan piensan que merece la pena morir por ella. (Ni siquiera la mucosidad podía disimular la impaciencia en la voz de Vareg). Buscó con su mirada los ojos de los demás ogros mientras evitaba los de Mar’gok; como si estuviera a punto de denunciar al Imperador y gritar a los cuatro vientos el desafío que probablemente ya había ensayado varias veces antes de tener que hacer de bestia de tiro.

Ko’ragh habló y alejó la atención de Mar’gok y Vareg, que se observaban entre sí.

—Imperador, los orcos afirman que van en ventaja. Si no atacas a Grommash cuanto antes, tendremos que rendirnos a él.

Sus ojos se incendiaron.

Mar’gok se cruzó de brazos en una imitación inconsciente de sus estatuas predilectas.

—Entonces el legado del dominio ogro, de mi familia de sangre, parece un trueque favorable. ¿Quésacrificaréis? ¿Vuestra fortuna? ¿Vuestros honores en el Coliseo? ¿Vuestra vida?

Vareg no vaciló, aunque miró a los centuriones, no al Imperador, al responder. — Yo daría cualquier cosa para salvar a nuestro pueblo. Mientras nosotros titubeamos, el clan se muere.

Por supuesto. Vareg se apresuró a expresar su solidaridad y a alinearse con nuestro pueblo antes de que Mar’gok pudiera hacerlo, buscando el apoyo del resto del séquito. ¿Podría persuadirlos para asesinar? En toda la historia de Ogrópolis, se habían convertido en revueltas espontáneas más debates de los que el Imperador podía recordar.

Mar’gok echó un vistazo rápido a su alrededor, procurando no mostrar ninguna emoción. Los ojos de Vareg parecían voraces, erráticos; en cualquier momento podría estallar en una sonrisa o un aullido. Los otros presionaban sus puños desnudos contra el pecho en forma de saludo… ¿pero a quién? Ellos eran cinco, y él, uno.

Los obsequió a todos con un doble asentimiento de cabeza. —Muy bien. Venderé nuestra magia. Los esclavos no pueden tomar esclavos. ¿Qué pueden hacer los orcos con el poder de la Forja que nosotros no hayamos hecho?

Lúgubres pero confiados, los ogros regresaron junto a Grommash.

Mar’gok se quedó atrás, luchando por contener sus sonrisas. Vareg se había puesto en evidencia. Mar’gok estaba «convencido». Fue lo más parecido a una humilde cesión de lo que jamás había ofrecido a ninguno de sus consejeros. Defiende la postura de un tonto y la masa no podrá resistirse a unirse y luchar contra ella.

Les agradó, igual que agradó a todos los codiciosos, a todos los campesinos, creer que aquel que se cernía sobre sus vidas era vano y engreído y elegiría la muerte antes que el sacrificio; que conduciría a su pueblo hacia los ecos de la historia en silencio antes que por un sendero discreto en voz alta.

Y por eso, también, era por lo que Mar’gok era el rey.

***

El sol se había ocultado hacía tiempo, y el denso humo de antorchas amarillas iluminaba Grommashar mezclado con la niebla que colgaba de sus murallas. Mar’gok respiró profundamente. El hedor lo relajó.

Mantuvo la voz baja, con una de sus cabezas inclinada más lejos que la otra. —Te enseñaremos los caminos de la ruptura de la magia, Grommash Grito Infernal.

Una sonrisa, entusiasta y genuina, se dibujó en el rostro de Grommash. A pocos metros de él, podía sentir la especial dulzura del enemigo derrotado, percibía el reconocimiento en su mirada.

—Retira a tu ejército y envía a diez de tus mentes más agudas con nosotros de vuelta a Ogrópolis. Yo los instruiré personalmente. En un año, quizás antes, lo conseguirán.

Al oír eso, Grommash elevó una de sus cejas. Frunció el ceño, con sus cuatro dedos carnosos tamborileando en el mango del hacha, pero su voz mantuvo la calma. —No me provoques, Imperador. Instruirás a todos los orcos con capacidad de aprender, y lo harás aquí.

Mar’gok extendió sus brazos y sonrió, con ambas bocas abiertas. Eran unas sonrisas de grandes promesas, normalmente reservadas para aquellos a los que planeaba sacrificar. —Cuando comparta nuestra magia con todo tu ejército, ya no necesitarás a mi pueblo. ¿Qué harás con los ogros que no te sean útiles?

Si la calavera de ogro que colgaba del trono de Grommash hubiera conservado sus párpados, habría pestañeado.

Grommash se volvió hacia él con una burla. —Los útiles vivirán. Confía en el valor de vuestra magia, ogro. No tienes otra opción.

De la retaguardia provino el sonido de una marcha a pie; segundos más tarde, unos cuantos orcos más se aproximaron de improviso, con las armas envainadas golpeando contra sus piernas. La mensajera era la primera de ellos, y todas las miradas, tanto de ogros como de orcos, se giraron hacia ella. Grommash alzó una mano para pedir silencio.

—¿Sí?

—Intentaron enviar refuerzos por mar, Jefe de Guerra Grito Infernal. Cuatro barcos navegaron hacia Ogrópolis, pero apuntamos nuestros cañones hacia ellos. Ninguno alcanzó la costa. —Sus movimientos eran efusivos—. El resto de su ejército se oculta en el interior de sus torres. Asaltaremos su bastión en breve —observó, casi como si fuera a empezar a cantar.

Mar’gok bajo la mirada hacia su mano derecha. Tenía los nudillos anchos, grandes como para derribar a un elekk y estrujar las costillas de un orco a través de su pecho. Temblaba.

La ordenó parar, primero con desidia y después con intensidad, pero no lo hizo.

El suelo tembló. Gritos de pánico se sumaron al choque de espadas. Por el rabillo de sus ojos, Mar’gok vio a Ko’ragh cargar hacia al trono de Grommash, derribando y pisoteando a dos orcos a su paso con sus poderosos brazos estirados de forma feroz. Una fina lanza cortó el viento y se clavó tambaleándose en su hombro. La sangre del Rompedor bombeó hacia fuera, pero como una roca que rueda por el fango, el ogro siguió arrasando hacia delante.

Y Mar’gok lo rodeó con su brazo, asiendo la garganta de Ko’ragh y derribándolo de espaldas contra el suelo con tanta fuerza que los árboles cercanos perdieron las hojas y los orcos cayeron de espaldas.

Mientras el viento silbaba al salir expulsado de los pulmones del Rompedor, Mar’gok colocó un pie en sus tripas y observó cómo su rostro se contorsionaba de dolor.

—¡Idiota! —gritó.

Grommash le disparó al pie. Docenas de orcos apuntaron sus espadas y lanzas a Mar’gok. Mar’gok retiró su pie del abdomen del Rompedor, se alzó y clavó la mirada en el Jefe de Guerra, cauto, conteniendo el aliento y tensando su cuerpo de forma expectante. Él era más grande. Grito Infernal era más rápido. (Si Mar’gok pudiera despertar a la piedra durmiente antes de que el orco se pusiera al alcance del hacha, y después balancearse con el hombro…).

—¿ Osarías intentar matarme en mi propia casa? — rugió Grito Infernal, un rugido temible; ningún sonido cercano podría atenuarlo. Sus dedos se doblaron: tensar, aflojar. Ambas manos aferraron el hacha. Miró a los orcos, respiró profundamente con ira y ellos parecieron bullir como respuesta, como un solo cuerpo.

La premisa de la diplomacia se tambaleó. Tenía que correr hacia el carro. (¿Lo habían movido?).

Cuatro orcos avanzaron hacia Mar’gok con pasos salvajes dividiéndose en dos grupos; elevaron sus armas y lo flanquearon. Él aferró la suave piedra que había llegado a la palma de su mano. Ambas dentaduras se clavaron en sus lenguas con tanta fuerza que sintió el sabor de la sangre.

—Espera. —La voz de Grommash era más baja, más uniforme.

Mar’gok observó esa furia retorcida, la mueca de los labios y los nudillos tensados, y cómo los demás orcos menguaron cuando Grito Infernal habló. —Esto no fue obra del Imperador. El Jefe de Guerra miró al lugar donde yacía Ko’ragh. Unas pocas armas bajaron, pero solo unas pocas.

Y los ojos fríos de Grommash permanecieron entreabiertos. Jadeó, no por aburrimiento, sino por ira ante la simple perspectiva de violencia. —Eso no cambia mi exigencia. Accederéis a instruirnos ahora, o moriréis todos.

Cuatro orcos con hombros hercúleos mantuvieron a Ko’ragh inmóvil, con las lanzas a centímetros de su pecho. En el suelo, el Rompedor gemía moviendo la cabeza hacia delante y atrás con botas de orco sobre sus brazos.

—Entonces, hablemos de los términos. —Mar’gok guardó la piedra en su toga y elevó las palmas. Aquellos que confiaban en las armas para matar con frecuencia se sentían reconfortados por la visión de las manos vacías.

Grommash Grito Infernal no dijo nada.

—Levantadlo. —Mar’gok hizo un cuidadoso gesto y los centuriones arrastraron a Ko’ragh hasta ponerlo en cuclillas y arrancaron la lanza de su hombro, lo que le produjo un escalofrío e hizo borbotar la sangre.

Los orcos intercambiaron asentimientos con su líder. El baile de espadas centelleantes y lanzas apuntando a los ojos comenzó a cesar de mala gana, pero el elevado número de orcos armados que miraban a Mar’gok era agobiante. El sudor comenzó a aparecer en su cuerno; el Imperador lo secó, aprovechando ese instante para reflexionar.

Grommash se había calmado pronto, mucho antes de lo que su legendaria furia llegaba a sugerir, y sin haber saciado su sed de sangre. ¿Tenía intención de atacar durante la negociación? ¿O serían… esas nuevas máquinas de matar que habían aparecido de la nada?; ¿el brillo en los ojos de Grommash cuando se mencionó la magia?; ¿o el Rompedor que seguía con vida a pesar de haber atacado al Jefe de Guerra? (Demostrad que sois dignos, había dicho la mensajera).

—Nuestros magos no son una mera parte del trato —Mar’gok frunció el labio con gesto conspiratorio—. Losnecesitas. ¿Por qué?

Grommash permaneció en silencio.

—¿Qué poder temes?

El Jefe de Guerra no reaccionó con la rabia canina que Mar’gok había previsto. En su lugar, volvió a sentarse en su trono.

—Es cierto —musitó Grommash con calma—, no podemos prever todo lo que se interpondrá en nuestro camino.

Continuó, mirando a los pocos orcos que observaban atentamente desde cerca del trono. —Pero he visto suficiente y… es aconsejable prepararse. Creo que pronto nos enfrentaremos a una magia jamás vista en Draenor. No sucumbiremos ante ellos. Si vuestro clan nos ayuda con vuestra magia, si os sometéis a la Horda de Hierro, conservaréis la vida.

Mar’gok asintió con ambas cabezas. —Hecho.

—Pero —y aquí esa esencia animal apareció reflejada en los ojos de Grommash —si flaqueáis, si no os dedicáis en cuerpo y alma, os entregaré a Kargath Garrafilada.

Garrafilada. El jefe del clan Mano Destrozada se había pavoneado por el Coliseo como si fuera de su propiedad. Entonces, Ogrópolis había encadenado a Kargath bajo sus murallas. Los esclavos famosos podían ser peligrosos.

Kargath se había arrancado una mano (¿la izquierda?, ¿la derecha?) para poder escapar, pero aun así infligió heridas brutales a sus captores durante la huida. Incluso con una sola mano, liberó a otros gladiadores y los coaccionó para unirse a él en sus dementes represalias. Por lo que parece, los orcos de Mano Destrozada mutilaron su propia carne para recordar la gesta de coronación de su fundador.

Mar’gok se preguntó cuánto tiempo intentarían mantenerlo con vida con una cabeza.

Grommash ya terminaba. —  nos sirves.

La bilis comenzó a subir por las gargantas de Mar’gok. No miró a su séquito. —Entiendo —dijo rotundamente—. Pero debes saber desde el principio de esta… colaboración… que existen formas de magia que no se pueden enseñar, y no por falta de voluntad. La mensajera entornó los ojos. (Quizás podría resbalarse por un precipicio de vuelta a Ogrópolis).

—La magia de la que hablo moldea cuerpo y mente como un cincel moldea la piedra. A medida que recibimos su poder, perdemos fragmentos de nuestro ser. Esto puede matar incluso a aquellos que han pasado su vida adiestrándose para ello. —Dedicó una mirada intencionada a Ko’ragh (aún vivo).

Grommash apoyó la mandíbula en una mano; no parecía afectado. El Imperador se apresuró a rellenar el silencio. —Dudas de mi sinceridad, pero te he traído pruebas. Vareg, el carro.

Vareg lanzó una mirada de furia sin disimulo, pero arrastró el carro. No había duda de que había que usarlo durante un ataque sorpresa al campamento de Grito de Guerra, no en un intercambio. Si había habido alguna esperanza de coger desprevenido a Grommash, ahora ya no quedaba ninguna.

Mar’gok retiró la tela y una tenue bocanada de tierra revuelta captó su olfato.

Un romo pedazo de piedra se alzaba monolítico en el carro. No se tambaleó ni un centímetro cuando la llevaron rodando ante la presencia de Mar’gok. La mayoría de los orcos ni se inmutó: era una roca grande, mellada y sin forma. Varias de las intrincadas espirales y formas que decoraban su superficie eran réplicas de las que Ko’ragh tenía grabadas a toscos rasgos en su piel, pero por lo demás (para un artefacto extraído de las entrañas del mundo por las familias más nobles de Ogrópolis después de una contienda que había durado una década) no parecía tener nada destacable.

Las suaves piedras ocultas en los bolsillos de Mar’gok se calentaron ligeramente; sintió cómo el calor irradiaba con pequeños pinchazos. Se retorcieron, como intentando liberarse. No cabía duda de que, si había algún chamán entre los orcos, se daría cuenta.

—Cuando se despierte —dijo el Imperador, acompañando la frase con un gesto ostentoso—, esta gran piedra durmiente podrá suprimir cualquier magia que detecte, incluso aquella de vuestro chamán. Pero lo que es más importante, es la forma en que moldeamos a nuestros rompedores más consumados.

El orgullo se dejó ver en el rostro de Ko’ragh. Mar’gok continuó. —Son elegidos por su temple. El calor los abrasa, las rocas los aplastan, son privados de agua, comida y aire. Incluso los más fuertes pueden morir en el proceso.

Grommash asintió.

—Antes de nada, aprenden los signos y patrones de una escuela de magia. Después, son golpeados con inyecciones controladas de esa magia, como costuras o grabados, en presencia de esta piedra. Con el tiempo, se exfolia parte de su esencia vital, y la magia sustituye una pequeña parte de ella, que se graba en su ser. Se hacen inmunes.

—¿Solo a un tipo de magia? —Grommash gruñó. Mar’gok había experimentado la misma decepción tiempo atrás.

—Solo a una escuela —replicó el Imperador—. Hemos intentado facultar a nuestros rompedores más dotados con inmunidad a más escuelas. Todos murieron en el proceso. Por desgracia. Uno de ellos ardió de las entrañas hacia fuera.

Mar’gok continuó. —Los reyes hechiceros han reunido artefactos como este durante cientos de años. Muchos afectan al comportamiento de la magia en seres vivos, pero otros son sencillamente indescriptibles. Existen más aquí, en Nagrand, enterrados en las profundidades. Yo compartiría su poder contigo.

El Jefe de Guerra caminaba alrededor del artefacto, escudriñándolo con creciente interés. —¿Y esto hará que los orcos sean inmunes a cualquier magia? ¿No solo afecta a los ogros?

Mar’gok contuvo un pequeño gesto de satisfacción que amenazaba con asomar en sus dos rostros. —Con el tiempo, sí. Tus guerreros no son tan robustos como los mejores de Ogrópolis. Llevará tiempo, generaciones, hasta que aprendáis a adaptaros, incluso bajo nuestra tutela. Pero puede hacerse.

Un gruñido pesado fue la única respuesta de Grommash. Cualquier respuesta que no fuera un grito o un rugido podía interpretarse como aceptación.

Satisfecho, Mar’gok elevó sus graníticos dedos. —Entonces estamos de acuerdo. El clan de Ogrópolis —escupieron sus gargantas llenas de saliva— servirá a la Horda de Hierro.

No dijo nada sobre ejércitos, territorios, defensa mutua… Que Grommash pida favores por sí mismo.

El Imperador bajó la mirada hacia la cara llena de cicatrices de la mensajera. Era su turno. —Avisa a tu legión de que abandone Ogrópolis y vuelva aquí.

Ni siquiera advirtió que respiraba con más facilidad. Había acabado. Había sido duro, pero estaba hecho. El clan y la ciudad prevalecerían, y con el tiempo…

—No —interrumpió Grommash—. El asedio finalizará cuando demuestres el funcionamiento de este artefacto. No antes.

Las cabezas de Mar’gok se giraron con un chasquido.

—Si debo confiar en tu poder en la batalla, debo presenciarlo en la batalla —prosiguió Grommash—. ¿No tenéis experiencia en la arena? Se trata de una sencilla pelea contra algunos de mis campeones. Si lo que afirmas es cierto, debería durar poco.

(Garrafilada. No había duda).

—Jefe de Guerra Grito Infernal, cada ogro muerto en Ogrópolis es uno menos para instruir a tus guerreros.

La mirada que le devolvió Grommash hizo que la sangre de Mar’gok fluyera caliente por sus oídos. Ambas manos del Jefe de Guerra rodearon su hacha como un cuello, y, al instante, Mar’gok comprendió cuán intenso era el odio del orco.

—¿Te niegas, Imperador?

Las mentes de Mar’gok se nublaron. En su interior, acechó, blasfemó. Le sudaban las manos. Esto era la paz con la Horda de Hierro; no un acuerdo, sino una jaula. (¿O quizá Grommash había amenizado la negociación para tener la oportunidad de humillarlo?). Miró a su alrededor en busca de su séquito, intentando mantener sus movimientos lentos y calculados. (¿Pero lo eran?). Había orcos por todas partes; parecían ocupar todo el campo de visión.

—No. Acepto.

Grommash Grito Infernal los condujo al foso de combate.

***

En ningún otro momento estaban los ogros más en paz entre ellos que cuando conspiraban para asesinar. Mientras buscaban en los montones de enormes armas que les habían proporcionado los orcos, seleccionando con cuidado cotas de malla y lanzas, el entusiasmo de la compañía era tan palpable que parecía que estuvieran en un espectáculo del Coliseo. Por fin, no habría más discusiones, sino únicamente la irreflexiva simplicidad del derramamiento de sangre. Matar. Ganar.

Con el estandarte harapiento de Mar’gok, los centuriones habían construido una improvisada bandera colocada en lo alto de una alabarda, y ahora apiñaban sus manos en torno a espadas orcas como si fueran un puñado de cuchillos. Incluso Ko’ragh, con una herida en el hombro que todavía supuraba, estaba en pie y blandía un par de pequeños garrotes.

Ni siquiera sabían a qué se enfrentaban. (Idiotas).

Solo Vareg parecía débil. (¿Más cómodo con armas Arcanas que con las de metal? Sin duda). Jugueteó con un escudo, alzándolo y bajándolo una y otra vez como si esperara algún presagio. Mar’gok se dirigió a ellos, con palabras antiguas como la eternidad.

—¿Estáis preparados para entregar vuestra vida por la gloria de Ogrópolis, vuestro consejo y vuestro Imperador?

Los pies golpearon el suelo; los puños se alzaron.

—Triunfad hoy, y conseguiréis mil años más en la montaña. —Miró a Ko’ragh. El Rompedor devolvió la mirada.

De nuevo, Vareg se inclinó, muy ligeramente, contra su destino. —¿No lucharás a nuestro lado, Imperador? —Habría parecido una pregunta honesta si no hubiese intentado captar la mirada de todos los centuriones a la vez.

—Lucharé junto a vosotros, pero mi arma será la piedra durmiente. Grito Infernal tendrá su demostración. (Daré lo que sea, Vareg).

Mar’gok se alzó. —No conocemos la naturaleza de nuestros oponentes. Vosotros dos —dijo señalando a Vareg y Ko’ragh— seréis nuestra defensa contra la magia, mientras los demás atacarán sin piedad. No prolonguéis el combate. A Grito Infernal le interesa la piedra, no vuestra muerte.

Los ogros colgaron el estandarte de Ogrópolis al borde del foso del combate, una sección hueca con bordes que roca rellena de arena y salpicaduras de sangre púrpura. Era obvio que la Horda de Hierro no consideraba que hubiera que limpiarla (o no creía que este combate mereciera la pena tanta ceremonia), a pesar de la presencia de docenas de orcos, encorvados o derechos, ladrándose unos a otros. No había asientos para el público.

Mientras los orcos lo observaban, Mar’gok hizo rodar con lentitud el artefacto hasta el extremo del foso opuesto a donde se encontraba Grommash. Vareg lo seguía, aferrando la parte trasera del carro para ayudar a empujarlo.

—Imperador —susurró Vareg—, necesitas ayuda con el artefacto. Yo te ayudaré.

—No —dijo Mar’gok, alejándolo con un gesto.

—¿Y si resultas herido en la pelea? ¿O mueres? Nadie más ha invocado a la piedra durmiente. —Sus ojos enormes parecían los de un loco. Se inclinó hacia su Rey; podía estar rogándole, o preparándose para ahogarlo.

Mar’gok apartó las manos. —No. Tu lugar es el foso. Baja.

Milagrosamente, lo hizo. Si ambos iban a morir, al menos Vareg moriría primero.

No había puertas de entrada en ningún lado del foso de combate. De uno en uno, los demás ogros saltaron a la arena y comenzaron a colocarse contra los muros, tomando posiciones; dejaron sus armas en el suelo y empezaron a usarlo como un tambor, golpeándolo al unísono, sin ningún cambio de ritmo. El aire se llenó de polvo. Canturreos de batalla guturales surgieron de sus gargantas, logrando en ocasiones cierta armonía.

—Estás listo —dijo Grommash, y la cháchara se silenció de repente, como lluvia encerrada en una nube. No era una pregunta.

Mar’gok se agachó ante el artefacto. Su calor era reconfortante, aunque ya había empezado a sentirse nervioso en su presencia.

—¡Traed a los prisioneros! —Grito Infernal bramó.

Una docena de figuras desaliñadas aparecieron encadenadas por el borde sur del foso. Eran orcos, ninguno más grande que los guerreros del bando de Grommash, pero sus apolilladas togas violetas y desaliñadas barbas y cabellos los hacían parecer incluso mucho más pequeños. Todos ellos estaban desarmados y sin armadura.

Su única característica especial era su piel verde.

Grommash habló con suavidad a uno de los prisioneros, cuya respuesta fue inaudible. —No os concederé la libertad, brujos. —El Jefe de Guerra alzó la voz, para que las tropas de Mar’gok lo oyeran—. Pero cualquiera de vosotros que mate a un ogro, podrá elegir una recompensa: un camastro limpio o una muerte rápida.

¿Qué era un brujo? Mar’gok nunca había oído esa palabra. ¿Cuál era su crimen? El Imperador sintió una punzada de suspense en la columna. Por su penoso aspecto, era probable que los orcos fueran ladrones… ¿pero iba Grommash a permitir a los ladrones conservar las manos? Los ogros del foso se sorprendieron al ver a sus diminutos rivales, y Ko’ragh se rascó la cabeza y se burló mientras los prisioneros orcos se libraban de las cadenas de tobillos y muñecas.

Cuando se acercaron, Mar’gok percibió abultadas cicatrices de látigo en los brazos y hombros de los prisioneros. (Algunos de los cortes aún eran recientes).

Gatearon con debilidad al interior del foso. Cuando sus pies tocaron la arena —una docena contra cinco—, los espectadores comenzaron a estirar el cuello para observar. Mar’gok contuvo el aliento en sus gargantas. Sin duda usarían magia, ¿pero de qué tipo? No tenían arneses ni mostraban signos.

—¡Comenzad! —bramó Grito Infernal.

Antes de que el Jefe de Guerra abriera la boca, Vareg ya había colocado ambos pies en la arena y echado atrás una de sus enormes piernas para dibujar un semicírculo en la arena, con las palmas extendidas. Los prisioneros fueron atacados por sorpresa, mientras el hielo emergía de la arena como una ola que los absorbió a dos de ellos por completo, aplastándolos y arrastrando sus magullados cuerpos.

Las uñas de Mar’gok rascaron la palma de su mano y a continuación la presionó contra el artefacto. Los hechizos en los que se envolvía cada mañana se desvanecían: su escudo Arcano invisible desapareció lentamente; sus vestiduras se hicieron cada vez más ligeras y holgadas al perder su resistencia al fuego. Era vulnerable, pero sentía cómo el poder de la piedra se agitaba. Miró a los ojos de los orcos y vio sus miradas vidriosas y desenfocadas. (Así que su magia no era compartida).

Los demás ogros iniciaron la carga a través del foso en un grupo hermético, aferrando varias armas pequeñas en cada mano y con sus pies de mamut salpicando arena y hielo. Con rapidez redujeron la distancia mientras los orcos, moviéndose al unísono como marionetas atadas con las mismas cuerdas, comenzaron a invocar su magia. Había indicios de su escuela, pero ninguna certeza. (No había tradiciones arcanas o chamánicas. Ya habría reconocido esa magia si fuera así).

Palabras ya extintas se desprendieron de sus labios.

—¡Dispersaos! — atronó Mar’gok. Su séquito obedeció con coordinación y en silencio, dispersándose para reducir la probabilidad de que más de uno sufriera daños por el mismo ataque.

(Si los orcos cambiaban su magia para atacar a cada ogro con varios hechizos, unos cuantos de los compañeros de Mar’gok sobrevivirían, y con eso era suficiente). Comenzó a cepillar las espirales de la mitad inferior del artefacto.

Los orcos movieron los dedos con rapidez y movimientos rebuscados. El Imperador entornó la mirada intentando leer su magia mientras la invocaban, pero le era extraña. Sonrió cuando Ko’ragh estampó con esmero un garrote en la garganta de uno de los orcos y se detuvo cuando la piel del Rompedor se desprendió de su cuerpo como hojas escaldadas en agua.

Diez orcos emitieron la misma invocación. Mar’gok nunca había visto algo así antes. Una funesta llama verde amarillenta prendió fuego al aire que la rodeaba y provocó sofocos abrasadores en los pulmones de todo el que miraba, mientras se arremolinaba en el foso de combate. (No).

Golpeó a los ogros con la fuerza de un huracán, abrasando su piel en un terrible instante. Los campeones de Ogrópolis no eran más que una masa arrugada; sus cuerpos inertes quedaron mustios sobre la arena, y unos cuantos mechones humeantes de pelo eran la única prueba de que habían estado vivos. (No. No).

Mar’gok golpeó ambas manos contra el artefacto. No respondió.

El Rey Hechicero había perdido. Los rostros de Mar’gok adoptaron el desdeñoso gesto de la solemnidad. Miró a Vareg (quizás) fundido y echando humo, y ni siquiera sintió la habitual alegría ante un rival derrotado.

Mugrientas luces de antorchas amarillas y llamas verdes fosforescentes crepitaban en el aire y se reflejaban en los ojos borrosos de los brujos orcos. Se giraron hacia Grito Infernal y, uno a uno, realizaron (¿burlescos?) gestos de saludo.

Y Mar’gok vio movimiento tras ellos. En el montón de hediondo estiércol en el que se había convertido el foso de combate de Grito de Guerra, Ko’ragh luchaba por ponerse en pie, lenta y torpemente, con el cuerpo abrasado y la piel desgarrada en jirones.

Por un instante, el pie del Imperador se agitó en un intento por hacer lo imposible. Extendió un brazo hacia el artefacto. Ya había fracasado. No había riesgo en apostar con los cadáveres de Ogrópolis.

La piedra gris del artefacto ardía cuando la tocó. Solo había conocido esta magia durante segundos, pero quizás sería suficiente para emularla. Apretando los dientes, el Rey Hechicero inspiró con cautela, como raspando un mural sobre madera astillada.

Finas líneas de fuego verde comenzaron a lijar la piel de Ko’ragh, raspando su cuerpo, amenazando con despellejarlo vivo. La inscripción de Mar’gok atravesó un trozo de carne azul con la cicatriz de una runa y el Rompedor gritó de dolor, volviendo a hundirse en la arena.

Con la rapidez de un lobo, los prisioneros orcos se giraron. Uno señaló al Rompedor con los largos dedos de su vil mano. El corazón de Mar’gok se calmó, aún más esta vez merced a la tenue esperanza del indulto, mientras las espumosas llamas volvían alzarse, envolviendo a Ko’ragh como una mortaja.

Mar’gok impulsó el flujo de su inscripción hacia arriba, a ciegas, hacia el punto de partida. No veía a Ko’ragh. Su dedo colgaba extendido.

Entonces las llamas se disiparon, desvaneciéndose en el aire.

Dos escuelas de magia. Ahora el Rompedor era inmune a ambas. Imposible, hasta que había dejado de serlo.

Poco a poco, mientras Mar’gok contenía el aire abrasador en sus pulmones, la sombra de Ko’ragh se prolongó a lo largo del muro del foso, gravitando sobre los orcos. Se alzó recto, con sus marcas ahora azules y verdes bajo oscuras quemaduras. Las apresuradas inscripciones del Rey Hechicero eran visibles en su cuerpo, mezcladas con runas que parecían escritas en la ceniza.

El Rompedor, con los dientes apretados y los ojos inyectados, avanzó sobre los orcos. Ráfaga a ráfaga, la llameante energía verde se evaporaba contra su piel.

Las armas de Ko’ragh habían sido destruidas, así que cayó sobre sus enemigos con las manos desnudas, aplastándolos bajo su brazo, destrozando sus cuerpos finos como el papel, aporreándolos hasta convertirlos en una masa rojiza con manos y codos como estalactitas.

Uno de los prisioneros orcos logró librarse de la avalancha que consumía a sus compañeros. Tras abandonar los hechizos, aferró un arma del suelo y la blandió en un intento de protegerse del gigantesco ogro. Alejándose de la carnicería, Ko’ragh dejó que el mordisco del acero encontrara su hombro, apenas atravesando la piel.

Sujetó el cráneo del orco con un puño, estrujándolo y retorciéndolo. Las manos del prisionero escarbaron y rasparon intentando encontrar un punto sensible, cualquier lugar que hiciera que el ogro lo soltase, pero era demasiado pequeño. Lentamente y de forma agónica, los ojos del orco comenzaron a sobresalir y dilatarse por delante de las cejas. El Rompedor obsequió a su público con el crujido de la madera quebrada y después, con una sacudida final, arrojó su carga al suelo.

Mientras los orcos de la Horda de Hierro rugían con aprobación, el Rompedor extendió un solo puño, ensangrentado por la victoria, hacia su Imperador. Mar’gok cruzó los brazos sobre su pecho.

Grommash Grito Infernal parecía vivo y lleno de júbilo cuando gritó junto a los demás orcos. Gritó a través del foso: —¡Pronto nuestros guerreros no temerán a la magia del brujo! —Y los gritos crecieron—. Enhorabuena, Imperador. Quizá tu clan nos sirva de algo, al fin y al cabo. —Se volvió a la mensajera cubierta de cicatrices, hablando lo bastante alto para que Mar’gok pudiera oír—. Avisa al ejército. Poned fin a la masacre. Ogrópolis sirve a la Horda de Hierro.

Los dispersos gritos de júbilo duraron minutos. Ogrópolis, siervos. Cambiarían, con el dolor de la muerte. Pero Grommash había llamado a Mar’gok por su título. Seguía siendo el Rey.

La voz de Grito Infernal, cercana, interrumpió los pensamientos del Imperador. —Sé que tienes muchos esclavos en la ciudad.

Como era su obligación, Mar’gok se inclinó para responder. —Sí.

—Entregarás esos orcos a Kargath Garrafilada. Ahora son miembros del clan de la Mano Destrozada. Si hablas en mi contra, si te atreves a rebelarte —Grommash se mofó mientras pasaba— enviaré a los esclavos de Ogrópolis a derramar tu sangre.

El Imperador no respondió.

Mientras los orcos abandonaban el foso, Mar’gok vio que Ko’ragh se acercaba con una sonrisa desganada y autocomplaciente en su lampiño rostro, la sonrisa de alguien que sabía no solo lo que había conseguido, sino lo que volvería a conseguir.

—Imperador —saludó.

—Ko’ragh. —Mar’gok no alzó la mano para felicitar. El Rompedor apenas se dio cuenta. Estaba exultante.

—Imperador, creo que puedo volver a hacerlo.

Mar’gok gruñó.

—¿Hacer qué?

—Hacerme inmune a aún más magia.

—Ya veo. ¿Y cuándo me ibas a hablar de este… talento oculto, Ko’ragh?

Ko’ragh parecía confuso.

—Yo no…

Mar’gok lo golpeó. Con fuerza, en el rostro, aplastando el hueso y derribándolo de espaldas. Una repentina furia surgió de lo más hondo de las entrañas del Imperador; la saliva salía disparada de su boca mientras aporreaba la cabeza de Ko’ragh, su pecho y sus hombros, con golpes que llovían como granizo.

Le dolían los puños. El Rompedor, arrodillado, levantó ambas manos para cubrirse el rostro, pero no contraatacó. En sus ojos se dibujó el pánico, luego el desánimo. Después, cuando se hizo evidente que Mar’gok no lo golpearía más, el odio. Escupió un diente ensangrentado al polvo.

Mar’gok lo ignoró. Sin aliento, retiró las capuchas y rascó las pegajosas coronas de sus cabezas.

Al ver a la mensajera con la cara cubierta de cicatrices rellenar con calma su equipaje de provisiones, Mar’gok se giró hacia ella. —Llévalo a tus sanadores. —Señaló a Ko’ragh con rápido gesto de la mano.

La mensajera sonrió. No dijo nada, ningún gesto de aceptación, y siguió atándose las botas despreocupada.

—¡Ahora! —Mar’gok rugió.

Ella miró a Mar’gok, ligeramente molesta, como si el tono de su voz fuera demasiado alto. Un segundo después, se dio la vuelta.

La observó, enfurecido, mientras la orco se marchaba.

***

El balcón de Mar’gok estaba en silencio. Las piedras dormían.

Había añadido dos más a la sala del trono desde su regreso de Grommashar. Al servicio de la Horda de Hierro, tenía la capacidad de vagar por Nagrand con mayor impunidad, al menos frente a los orcos. Sin duda Grommash lo tenía vigilado, ¿pero acaso iba a molestarse por unas cuantas rocas mientras sus ejércitos recibieran instrucción?

Los orcos aprendían los principios de la magia con mucha lentitud. Con toda probabilidad, les llevaría años, y los años podrían ampliarse a generaciones. Mar’gok ordenó a Ko’ragh que instruyera a dos ogros por cada orco.

El lugar de Vareg en el Consejo quedó vacío, para cubrirse cuando Mar’gok tuviese a bien. Elegiría a un sustituto que no representase riesgo alguno. Los dos toscos y embrutecidos ogrones, un eslabón evolutivo entre los ogros y el fango que hacían guardia en el exterior del salón, eran demasiado estúpidos como para desobedecer. Era estimulante.

Mar’gok esperaría. Toleraría a la Horda de Hierro. Grommash Grito Infernal solo sabía combatir, matar. El Jefe de Guerra nunca erradicaría las tradiciones del clan de Ogrópolis mientras le fueran útiles. No era más que el guerrero con las armas más poderosas. ¿Qué sabía del Imperio? Nada.

La Horda de Hierro los llamaba siervos. Y el pueblo de Mar’gok serviría. Apaciguarían a Grito Infernal con una mentira de su tamaño. Por ahora.

Incluso un rey podía jugar a ser campesino, si mantenía su corona oculta.

 

 

Written by Epsilon

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