in

Lore – Relato corto: El valle indómito

Un nuevo relato corto de la serie Historias de facciones en Destino: Pandaria escrito por Robert Books ya está disponible con una historia que nos acerca a la facción de los Labradores aunque sus protagonistas son el Vindicaador Maraad y la Comandante centinela Lyalia.

Descargar:  PDF  –  ePUB –  Mobi

Fuente

Página 1
Página 2
Página 3
Página 4
Página 5
Página 6
Página 7

I

—Ninguno de vosotros pasará de esta noche —dijo el orco.

El vindicador Maraad y la comandante centinela Lyalia no le prestaron atención. Profería amenazas similares cada noche desde su captura. Lyalia atizó la fogata con la hoja de su guja lunar para recolocar un leño. Las llamas se avivaron brevemente; su luz se reflejó en el martillo de Maraad y proyectó tenues rayos titilantes de color violeta sobre la armadura de la centinela.

—La elfa de la noche será la primera en caer —continuó el orco al cabo de unos instantes—. Te obligaré a ver cómo muere, draenei. Te lo prometo —añadió, cambiando de postura con un leve tintineo de los grilletes que le aprisionaban las muñecas.

Maraad ni siquiera se molestó en contestarle.

—Deberías dormir esta noche, Lyalia —dijo el draenei.

—Y tú también —respondió la elfa—. Pero como no vas a poder, yo tampoco lo haré —mientras removía las cenizas de la hoguera, sus ojos escrutaban el vasto y despejado terreno circundante—. Además, esta noche tiene la lengua suelta. Puede que nos diga por fin cómo se llama —dijo, lanzando una mirada furtiva al orco—. ¿No? ¿Qué mal puede hacerte darnos un nombre, si de todos modos no vamos a pasar de esta noche?

El prisionero de piel verde la miró fijamente sin decir nada.

—Tú mismo —dijo ella.

El sol besó el horizonte.

***

—¿Qué quieres decir con eso de «cuando Trueno aflojar, aflojar muy mucho»? —preguntó Haohan Zarpa Fangosa.

El jornalero hozen trotaba por el camino que atravesaba el corazón del valle, manteniendo el ritmo del carro de Haohan.

—Desde que tú ir, Trueno no aliviar.

—¿No «aliviar»?

Mung-Mung agitó las manos frente a la nariz, como apartando un mal olor.

—Yo no querer estar aquí cuando echar tres días de kaka por el bujero de kraku.

—Fabuloso —dijo Haohan; lo último que necesitaba era tener que lidiar con un mushan estreñido—. Échale un poco de aceite de oliva en el forraje. Eso debería desatrancarlo.

—Ya hacerlo —respondió Mung-Mung con un estremecimiento—. Empezar dos días hace. Y nada.

Haohan lo miró con incredulidad.

—¿Llevas dos días purgándolo con aceite? ¿Y nada de nada?

Él también se estremeció. Cuando Trueno afloje…

Recorrieron en silencio la siguiente media milla.

—¿Tú saber que granjero Fung llegar pronto? Ya estar en tu casa —comentó Mung-Mung.

—Bien. Un momento —dijo Haohan lanzándole una mirada de recelo—. ¿En qué estás pensando?

—Mung-Mung creer que ese cascarrabias estar obsesionado con fertilizante.

Haohan esbozó una amplia sonrisa.

—Y a lo mejor le interesa conseguir ingredientes frescos. Es la mejor idea que he oído en semanas —con suerte, aquello remediaba uno de sus problemas—. ¿Quién más está en casa?

—Carcamal —se refería al viejo Zarpa Collado. No pertenecía al consejo, solo era un vecino—. Y Gina —añadió el hozen. Gina era la hija de Haohan.

—¿Alguien más?

—Solo ellos —respondió Mung-Mung.

—¿Dónde están Nana, Mina, Tina y Den?

—Seguir en Bosque de Jade.

—¿Todavía? —inquirió Haohan frunciendo el ceño—. Creí que estarían de vuelta para hoy. Quería que esto fuese una reunión del consejo en pleno. ¿Y qué hay de Yoon?

—Estar con ellos.

—Ah —Haohan recordó que Yoon planeaba firmar un contrato de reparto de alimentos con unos canteros enanos en representación del sindicato de labradores.

Haohan tiró suavemente de las riendas para girar a la derecha, y los dos caballos entraron en el sendero que llevaba a la finca de los Zarpa Fangosa. Mung-Mung caminaba apoyándose sobre los nudillos junto al carromato, pero no hizo ningún amago de subirse a él. No se fiaba de los caballos. Haohan también prefería montar en mushan, pero el intendente de la Alianza en Desembarco del León le había ofrecido dos caballos sanos a cambio de un carro de zanahorias, y ningún Zarpa Fangosa habría dejado pasar un trato tan provechoso. Tenía que admitir que los caballos eran mucho más fáciles de manejar. Incluso un mushan bien adiestrado presentaba cierta tendencia a remolonear.

De repente, Mung-Mung se adelantó dando una carrera y trepó a un poste de señales para otear el horizonte.

—Oh, oh —dijo el hozen.

—¿Qué pasa?

—Tú escuchar, jefe.

—Tu oído es mejor que el mío —replicó Haohan.

—Yo oír mures —dijo Mung-Mung.

—Oh —suspiró Haohan—. Vamos a espantarlos antes de que maten a alguien de puro fastidio.

II

Uno de los mures, un macho enorme con rayas blancas en el pelaje y una peculiar paleta curva, brincó hacia delante y arrojó las virutas de madera que tenía en la zarpa al vindicador Maraad.

—Toma dinero. ¡Dame zanahorias!

El draenei ni siquiera se inmutó cuando las virutas rebotaron en su cara y su armadura.

—No tengo zanahorias —respondió en tono conciliador.

Las docenas de roedores de ojos rojos que rodeaban al trío prorrumpieron en un estallido de chirridos y gañidos furiosos. Algunos dieron pisotones en gesto amenazador. Lyalia, que estaba junto a Maraad, puso la mano sobre la empuñadura de su guja lunar, pero no la liberó de la sujeción del cinto.

—¿Crees que nos darán problemas? —preguntó sin demasiada preocupación.

—Lo dudo —respondió Maraad riendo entre dientes, y luego alzó la voz para preguntar—. ¿Queréis comprar zanahorias? —los gruñidos de los mures se volvieron más insistentes—. Pues lamento decepcionaros, pero no tengo zanahorias que venderos.

El mur que había arrojado las virutas de madera brincó sobre sus patas traseras, visiblemente agitado.

—¡Nosotros vemos El Alcor! Vemos mercado. Grandotes dan cosas redondas y cogen zanahorias —explicó mientras les arrojaba otro puñado de virutas de madera—. ¡Danos zanahorias!

Los trocitos de madera cayeron sobre el prisionero. El orco gruñó y pataleó, pero sus golpes no alcanzaron al mur. Sus grilletes tintinearon.

El vindicador Maraad agarró fuertemente al orco por el brazo.

—Como ya os he dicho, no tengo para vender ni para dar. Y la mayoría de los mercaderes comercian con oro, no con esas… monedas que tenéis.

—¡Eh! —se oyó un grito por encima del bullicio. Lyalia vio a un pandaren y a un hozen que corrían hacia ellos casi sin aliento. Los mures chillaron alarmados—. ¡Largaos de mis tierras! —bramó el pandaren.

Los mures huyeron en desbandada. Uno de ellos pasó como una flecha junto a las pezuñas del draenei, recogiendo la mayoría de las «monedas». El hozen le arrojó una piedra, errando el tiro por muy poco. En un abrir y cerrar de ojos, todos los roedores se habían retirado a su gazapera.

—Estúpidos mikos —masculló el hozen.

—Lamento todo esto —se disculpó el pandaren—. No están tan desatados como hace un par de meses, pero aún hay que darles una colleja de vez en cuando.

—No creo que tuvieran malas intenciones —sonrió Lyalia.

El hozen examinó las virutas de madera. Olisqueó una de ellas y esbozó una amplia sonrisa.

—Mirar, jefe —dijo—. Eje —añadió con una carcajada.

El pandaren maldijo entre dientes.

—Dichosos mures… ¿para esto mordisquearon los ejes de tres de mis carromatos? Claro, cómo no. Seguro que me vieron comprarlos con monedas y supusieron que los carros estaban hechos de dinero —se pasó la zarpa por su peluda cabeza y suspiró—. En fin, gajes del oficio, supongo. Si uno pretende vivir en este valle, no queda más remedio que aprender a aguantarlos. Por cierto, me llamo Haohan Zarpa Fangosa. Esta es mi granja.

—Gracias por su ayuda, señor. Yo soy Lyalia, comandante de los centinelas de Pandaria. Éste es mi amigo el vindicador Maraad, del Exodar. Y él… no sabemos cómo se llama, así que no puedo presentarlo como es debido.

El pandaren clavó la mirada en el orco, y luego en sus grilletes.

—No es habitual ver un grupo como el vuestro por estos lares.

—No pretendíamos irrumpir en sus tierras. Si desea que nos marchemos, lo haremos —dijo Maraad.

Haohan negó con la cabeza.

—No tengo nada sembrado donde habéis acampado, así que no importa —dijo, mirando de nuevo al orco encadenado—. Creía que ya habíais solucionado todas vuestras diferencias —comentó el pandaren con cautela.

—La tregua sigue vigente —aclaró Lyalia—. Este orco arrasó toda una caravana de la Horda hace dos semanas y trató de tender una emboscada a mis centinelas no hará ni diez días. Después del cese de hostilidades. —la expresión de la elfa se tornó fría—. Cometió asesinatos en ambos bandos. Yo diría que no está muy contento con la derrota de Grito Infernal.

—Así que es un delincuente, y no un soldado —dijo Haohan pensativamente. El orco gruñó, pero no dijo nada inteligible. Haohan enarcó una ceja—. ¿Y la Horda consiente que lo… custodiéis vosotros?

—Hemos decidido evitar a la Horda —intervino el vindicador Maraad—. El más simple de los malentendidos puede acabar descontrolándose. Aún hay mucha tensión entre ambos bandos. No queremos que la tregua se vea amenazada.

—Y ojos que no ven, corazón que no siente —concluyó Haohan rascándose el mentón—. Tiene sentido. Bueno, vámonos. Mi carro está justo al otro lado de esa colina.

Lyalia y Maraad intercambiaron una mirada.

—¿Y adónde vamos? —preguntó Lyalia.

—A mi casa. Pasaréis la noche allí, los tres.

—Le agradecemos la oferta —dijo Maraad—, pero vamos a tener que rechazarla.

—No es ninguna molestia.

—No, gracias.

—Esos mures van a volver.

—Nos ocuparemos de ellos —dijo Lyalia.

—Creo que no lo entendéis —insistió Haohan—. Si en algo conozco a esos mures, seguro que ahora mismo están en su madriguera discutiendo por qué ha fallado su plan. Cuando se les ocurra otra estrategia, lo primero que harán será acudir a otras madrigueras para reunir más efectivos. Dentro de un par de horas, cuando vayáis a acostaros, puede que os las veáis con varios miles de mures babeantes exigiendo sus zanahorias, y si no las tenéis… —el pandaren se encogió de hombros—. A lo mejor podéis cuidaros solitos, pero no creo que os haga mucha gracia enfrentaros a todos ellos.

Aquello pareció inquietar al vindicador Maraad.

—De acuerdo. Escogeremos otro lugar para nuestro campamento.

—Está claro que no lo habéis entendido —dijo Haohan—. A menos que logréis alejaros una docena de millas en la próxima media hora, os encontrarán. No os imagináis lo insistentes que pueden llegar a ser hasta que te cargas a unos cuantos para dejarles claro que vas en serio. Pero han aprendido que deben mantenerse alejados de las casas de los labradores. Tenemos azadones y rastrillos, y sabemos utilizarlos. En mi casa estaréis perfectamente.

—Aun así —dijo Lyalia, mirando preocupada a Maraad—, no podemos aceptar.

—No ofrezcas tu ayuda a la Alianza, granjero —dijo el orco de repente—, a menos que quieras compartir su destino.

—Ah, ya veo —dijo Haohan pestañeando, y luego sonrió al draenei y a la elfa de la noche—. Creéis que vuestro prisionero es peligroso. Que no podría defenderme de él.

Lyalia apartó al pandaren unos pasos, hasta donde el orco no pudiera oírlos hablar.

—No podemos permitir que se arriesgue —dijo la elfa—. No sabemos nada de él, ni de sus posibles secuaces. Hemos dado un rodeo muy, muy amplio para evitar a las tropas de la Horda en Krasarang con tal de llevarlo a Desembarco del León sin llamar la atención. Si no estaba solo, pueden atacarnos en cualquier momento.

Haohan miró al orco entrecerrando los ojos.

—¿Es leal a Grito Infernal? ¿Y a lo mejor vienen otros amigos suyos a rescatarlo? Pues ahora sí que no hay más que hablar: os quedáis todos en mi casa.

—No podemos.

—Bueno, aquí fuera no os podéis quedar. Eso de los mures iba en serio—dijo Haohan—. Quiero ayudar. Los de su calaña ya han causado demasiados daños en nuestras tierras. Mañana por la mañana os llevaré a los tres en mi carro hasta Desembarco del León.

Lyalia titubeó. Podían ahorrarse días de viaje.

—No aceptaré un no por respuesta —dijo Haohan.

***

Fung el granjero frunció el ceño al ver la comitiva que llegaba a la finca de Zarpa Fangosa.

—¿Más huéspedes, Haohan? ¿Y forasteros? —inquirió—. ¿Así es como pretendes manipularme?

—Los mures los estaban incordiando —replicó Haohan—. Solo les he ofrecido cobijo para la noche.

—No me cuentes milongas —espetó Fung, dándole golpecitos a Haohan en el pecho con el dedo—. ¿Es casualidad que te traigas a unos forasteros la misma noche que nos reunimos para hablar de los forasteros? Menos mal que Yoon el granjero no está aquí. Él ha tenido suerte. Se ha asociado con alguien que merece la pena. Que me guste un forastero no significa que quiera ver nuestro valle infestado.

—Tomo nota, Fung, —dijo Haohan con voz cansada—. Oye, Mung-Mung, ¿tú no querías hablar con Fung de una cosa? ¿Del mushan, a lo mejor? ¿Algo de ingredientes para abono?

—¿De verdad? —exclamó alegremente Fung.

Mung-Mung puso cara de fastidio a Haohan mientras el granjero lo arrastraba al interior de su hogar.

—Haohan —dijo una voz desconocida. Haohan se dio la vuelta: el viejo Zarpa Collado estaba de pie junto al redil de mushan—. Tienes un mushan enfermo.

—Me lo ha dicho Mung-Mung, Zarpa Collado —respondió Haohan, reuniéndose con él junto a la valla. Ambos observaron el redil, donde Trueno masticaba heno ruidosamente—. No sé. A mí me parece que está bien.

El mushan eructó con fuerza y el aire se impregnó de un hedor espantoso. Haohan arrugó la nariz. Fue un milagro que los cultivos cercanos no se marchitasen. Incluso se oyó el eco procedente de las montañas del norte. El pandaren habría podido jurar que hasta el olor había reverberado.

—Pues sí —suspiró Haohan—, el pobre está pachucho.

—Prueba a darle un poco de aceite —aconsejó Zarpa Collado. Haohan empezó a notar los síntomas de una inminente jaqueca.

***

Lyalia ayudó al orco a salir del carro. Maraad bajó detrás de él.

La elfa de la noche vio al anciano pandaren que estaba junto a Haohan. Zarpa Collado desvió la mirada del mushan y pareció examinar detenidamente al trío de forasteros. Lyalia asintió con la cabeza; él no le devolvió el saludo. El ala ancha de su sombrero de paja ocultaba sus ojos. El pelaje de la barbilla le colgaba formando una luenga barba. Por lo menos el otro, Fung, había dejado clara su hostilidad. Lyalia no sabía a qué atenerse con el viejo.

Volvió a centrar su atención en la tarea que les ocupaba: el prisionero y todo el que pudiese intentar rescatarlo. Oteó el horizonte.

La casa de Zarpa Fangosa se hallaba cerca de la cima de una pequeña colina, próxima a la cordillera montañosa que separaba el Valle de los Cuatro Vientos del Valle de la Flor Eterna, y tenía una vista espectacular de las tierras de labranza circundantes. Aun en aquella mortecina luz, Lyalia podía ver numerosos bancales con gigantescas verduras y demás plantaciones que se perdían de vista en la distancia. Entre la casa y las montañas, el terreno descendía abruptamente hasta una masa de agua.

No había ni una sola amenaza a la vista. Era el momento de atender otros asuntos más peregrinos.

—¿Puedes vigilar al orco tú solo un momento? —preguntó a Maraad. Él asintió con un gruñido.

Lyalia cogió los odres vacíos y avanzó cuidadosamente hacia la orilla de la charca. Un instante después, aquel viejo pandaren, Zarpa Collado, se acercó a ella.

—No te metas ahí dentro —advirtió.

La superficie de la charca parecía en calma.

—¿Por qué?

—Mira —dijo Zarpa Collado. Con un brusco movimiento del brazo, arrojó una piedra que rebotó varias veces sobre el agua, dejando tras de sí un rastro de ondas. Y entonces…

… algo descomunal emergió de las profundidades, rompiendo la superficie. Un ojo gigante contempló a las dos figuras de la orilla. La criatura podía medir fácilmente seis o siete veces más que Lyalia. Quizá incluso más.

El monstruo se sumergió y las aguas recuperaron su aspecto apacible.

—¿Qué es esa cosa?

—Un mero de las Eneas —respondió Zarpa Collado—. Algunos crecen mucho.

—Decir «mucho» es quedarse corto —dijo Lyalia.

—Por eso los pescamos. Bueno, o deberíamos hacerlo; Mung-Mung se ha estado escaqueando últimamente —gruñó el viejo Zarpa Collado—. En la orilla se está a salvo, a menos que decida que no le gustas. En cualquier caso, procura no meterte en el agua.

—Lo tendré presente —dijo Lyalia mientras acababa de rellenar los odres.

El viejo Zarpa Collado no se marchó.

—Reconozco los grilletes del orco. Ya he visto antes el sello del Tigre Blanco —dijo.

—Ah.

—Son grilletes del Shadopan. De los que usan para retener a la gente dotada de… poderes inusuales. Arcanos.

—Tiene razón —dijo Lyalia—. Fueron un obsequio.

—El Shadopan no acostumbra a regalar nada —replicó Zarpa Collado.

—Cierto. Llámelos «pago», si lo prefiere —dijo Lyalia—. A cambio de sacar de sus tierras a todo el que los lleve puestos con la máxima celeridad y discreción posibles.

—Eso ya suena más propio del Shadopan.

—¿Ya se las ha visto con ellos antes?

El viejo Zarpa Collado no respondió, y Lyalia tampoco insistió.

—¿Cuánto tiempo lleváis tu amigo y tú en Pandaria? —preguntó Zarpa Collado.

—El vindicador Maraad llegó no hace mucho, y probablemente se marchará pronto. Pero yo fui de los primeros de mi especie en desembarcar en su costa —dijo Lyalia.

—¿Para qué? ¿Qué te trae por aquí?

La elfa vaciló. Zarpa Collado no mostraba ninguna emoción. No estaba segura de si le preguntaba por curiosidad o por recelo. Optó por sincerarse con él.

—Uno de nuestros líderes tuvo una visión de una tierra bendita. Algunos buscábamos otras cosas —Lyalia agachó la cabeza un instante cuando afloró de repente el recuerdo de su padre—, pero fue aquella visión lo que hizo que nuestros barcos zarpasen. Resultó ser el Valle de la Flor Eterna.

—¿Y qué hiciste allí?

Luchar contra los mogu durante meses, y todo para ver cómo un orco despótico arrasaba el lugar. Lyalia no estaba dispuesta a compartirlo todo.

—Intenté protegerlo —su voz se apagó hasta convertirse en un susurro—. Elune sabe que lo intenté.

Se hizo el silencio en la charca. El agua ondeó. Finalmente, Zarpa Collado gruñó una vez más y la dejó sola en la orilla sin decir nada más.

Lyalia volvió la mirada hacia la charca. Nada hacía sospechar el peligro que acechaba bajo su superficie.

***

Un dedo verde y grueso hurgó en las cenizas de la extinguida fogata.

—Siguen calientes. Estuvieron aquí anoche —dijo el orco volviéndose hacia los otros ocho—. Atacaremos antes del alba. Por parejas. Preparaos.

Uno de los otros se removió inquieto.

—Los espíritus se resistirán, Zertin.

—Los espíritus de este lugar son blandos y están apoltronados, Kishok —la voz de Zertin estaba cargada de ira—. Son como niños que deben ser disciplinados. Si no eres capaz de manejar a un niño, ábrete las venas ahora mismo y ahórrame la molestia de destriparte.

No hubo más objeciones.

—Bien. En marcha.

Todos obedecieron. En silencio. Ocultos en la oscuridad de la noche.

III

—No le eches tanta salsa, Gina —dijo Fung el granjero—. Echarás a perder la textura de la carne.

—Y eso sería una pena —replicó Gina Zarpa Fangosa sin un ápice de sarcasmo. Miró fijamente a su padre, Haohan. Él no le devolvió la mirada; picar la verdura acaparaba toda su atención—. Imagínate, una carne tan tierna y sabrosa, que se deshace en cada bocado. Menuda tragedia —bueno, quizá sí estuviera siendo un poco sarcástica.

Fung frunció el ceño.

—La carne fresca no necesita tanta salsa. Pero ésta es de uno de los pollos del viejo Zarpa Collado, ¿no? Eso lo explica todo. Si yo criase gallinas, no sabrían a caza como las suyas. No me extraña que quieras bañarla en salsa. Pero échale la mitad, no más.

—Tu lengua —dijo el viejo Zarpa Collada— te dará más de un disgusto, Fung.

Gina dedicó una sonrisa burlona a Fung y vertió la salsa en la sartén. Toda. Fung chasqueó la lengua.

—¿Dónde están nuestros invitados? —preguntó Gina.

—En la despensa —respondió Haohan. Dio un respingo al ver la reacción de su hija—. Ha sido decisión suya, no mía, Gina.

—Estarán muy apretados ahí abajo —murmuró Gina—, enterrados bajo la cosecha de zanahorias.

—Hay suficiente espacio para tres, siempre que se lleven bien.

—O si uno de ellos está encadenado y no puede decir nada al respecto —agregó Fung.

—Cierto. También nos han pedido que cerremos bien las puertas esta noche.

Gina sirvió tres cuencos de sopa y le pasó la espumadera a Fung.

—Mira a ver si puedes salvar mi sofrito —le dijo torciendo el gesto—. Yo voy a llevar esto a nuestros huéspedes.

La muchacha se apartó de la sartén haciendo equilibrio con los cuencos en los brazos antes de que Fung pudiese rechistar.

***

Un parloteo ensordecedor llenaba la bulliciosa madriguera.

—¡Dientecurvo dice que traemos zanahorias! —gritó uno de los mures—. Nosotros damos dinero, ellos dan zanahorias. ¡No robamos! ¡Compramos! ¡Eso dice Dientecurvo!

Dientecurvo respondió con un gruñido; tenía los pelos del cogote erizados y todo su pelaje rayado estaba de punta.

—Nosotros masticamos monedas de carros. ¡Eso dices tú! Grandotes no quieren monedas de carro. Quieren monedas que brillan. ¡No culpa mía!

La madre de la gazapera golpeó violentamente el suelo con la pata y lanzó un rugido. Los mures enmudecieron. Decenas de brillantes ojillos rojos se volvieron hacia ella. Se paseó por la gazapera arrastrando las patas y fijando una mirada penetrante en Dientecurvo. Éste se estremeció y tomó aire, pero no dijo ni una palabra.

—Dientecurvo dice lo bien. Grandotes quieren brillosas. No monedas de carro. Mañana robamos brillosas a grandotes. ¡Y usamos brillosas para compramos zanahorias!

—¿Por qué robamos brillosas? —preguntó una de las crías. Otro mur más grande le mordió en la oreja. Con fuerza. La cría se apartó de un salto y se negó a guardar silencio—. ¿Por qué no robamos zanahorias como siempre?

—Porque pegan con rastrillos y palas cuando robamos zanahorias. Nosotros compramos, ellos no pegan —dijo la madre de la gazapera.

—¿Y si pegan cuando robamos brillosas? —insistió la cría.

A los demás no se les había ocurrido. Se pusieron a discutir otra vez.

En ese momento, Dientecurvo levantó la mirada.

—¡Callad! —la madre de la gazapera se quedó inmóvil—. ¡Escuchad! —unas tenues vibraciones sacudieron la tierra. Eran pisadas. Sobre sus cabezas. Demasiado fuertes para ser de otros mures—. ¡Más grandotes! ¡A lo mejor ellos tienen zanahorias!

Los mures salieron en estampida hacia el agujero de la gazapera.

—¡Llevad monedas de carro! —gritó la madre.

Había nueve grandotes atravesando la plantación de nabos. Dientecurvo pensó que era muy raro que no viajasen por la carretera. Los mures rodearon a los nueve en cuestión de segundos.

—¡Zanahorias! ¡Zanahorias! —corearon los mures. Dientecurvo se adelantó de un brinco y arrojó puñados de monedas de carro a la cara del jefe de los forasteros. En ese momento se quedó paralizado. El grandote parecía tener una expresión de furia asesina en el rostro. El mur le lanzó tímidamente un último puñado de virutas y luego retrocedió para mezclarse entre los demás. Había algo en la mirada del forastero que le ponía nervioso.

La madre de la gazapera dio un paso al frente.

—Tenemos monedas. Queremos zanahorias. Vosotros dais…

Una ráfaga de viento la tumbó de lado. Los demás mures se quedaron callados. A veces soplaba el viento, y otras la tierra temblaba, pero siempre había señales. Los mures habían aprendido a interpretar aquellas señales. Sabían que debían quedarse bajo tierra para que la tormenta no se los llevase, y también cuándo abandonar su gazapera por si un temblor la derrumbaba. Puede que los espíritus fuesen traviesos y juguetones, pero casi nunca eran crueles, y jamás tumbaban a un mur sin ningún motivo. Y menos porque se lo pidieran los grandotes.

La madre de la gazapera volvió a ponerse en pie. Su confusión solo duró unos instantes. Avanzó brincando y ladrando con furia.

—¡Danos zanahorias! ¡Tomad monedas!

De nuevo no hubo ningún aviso. El viento la hizo volar por los aires. La madre de la gazapera chilló, y fue como si los espíritus chillasen con ella. Súbitamente, el viento cambió y la precipitó hacia el suelo. La tierra se elevó para encontrarse con ella.

La tierra y el viento aullaron al unísono. Y juntos, la aplastaron.

Los mures retrocedieron. Los restos de la madre de la gazapera rodaron inertes y sin vida.

Los grandotes sonreían.

Dientecurvo dio media vuelta y huyó de regreso a la gazapera con los demás, chillando a pleno pulmón. En los últimos meses todos ellos habían vivido experiencias muy extrañas; la oscura energía del sha que los había azuzado hasta ponerlos frenéticos, las incursiones de los hozen, las masas de forasteros que atravesaban el Valle de los Cuatro Vientos dando fuertes pisotones… y ninguno quería saber nada de los poderes que dominaban los nueve grandotes.

Los mures se acurrucaron en silencio, abrigando la esperanza de que los grandotes se marchasen pronto.

***

Gina bajó por la escalera de la despensa con los humeantes cuencos de sopa. El draenei y la elfa de la noche estaban conversando en voz baja, apoyados contra el montón de zanahorias recolectadas. El orco estaba sentado con la espalda pegada a la pared de tierra del norte. Sonreía.

—¿Por qué está tan contento? —preguntó Gina.

—Se lo preguntaría si creyera que iba a responderme —contestó el vindicador Maraad. El draenei aún llevaba puesta la armadura y tenía el martillo a mano.

Gina le dio un cuenco de sopa a Lyalia y otro a Maraad. El tercero lo depositó a los pies del orco. El prisionero ni siquiera lo miró, ni tampoco a ella.

—¿Viajáis mucho los dos juntos? —preguntó la chica.

—Es la primera vez —respondió Lyalia.

—¿Por gusto, o por necesidad?

—Por ambas —dijo Maraad—. Me ofrecí voluntario para ayudar al Shadopan a encontrar al responsable de los ataques a las caravanas. Algunos de sus centinelas estaban por la zona. Nos agrupamos en parejas para buscar. Y aquí estamos.

—¿Los draenei tienen trato con el Shadopan?

Maraad esbozó una leve sonrisa.

—No como tú te piensas. La campaña en vuestras tierras ya ha finalizado. El profeta Velen desea establecer una estrecha relación con toda Pandaria. Ha venido en persona, aunque pasará casi todo el tiempo en el norte. Es un lugar fascinante con una historia a la par. Hay mucho que aprender aquí —dijo, e hizo una pausa para tomar un sorbo de caldo.

—Trabajamos bastante bien juntos —añadió Lyalia—, teniendo en cuenta que llevamos seis días sin dormir.

—¿Seis? —exclamó Gina con los ojos abiertos como platos.

—Maraad vigila al orco —explicó Lyalia, preguntándose si debía explicar a la muchacha que los paladines conocen métodos para anular conjuros inesperados. Ignoraba si el pandaren medio comprendía ese tipo de cosas, aun después de tantos meses tratando con forasteros. Gina se limitó a asentir con la cabeza; puede que ya lo supiera—. Yo me mantengo alerta por si aparece alguien más —agregó la elfa, haciendo una mueca—. Sé que no podíamos dejar el valle indefenso, pero ojalá hubiera podido prescindir de un par de centinelas para que nos acompañasen en este viaje. O al menos mi sable de la noche.

Favila se había herido una pata hacía varias semanas; no era grave, pero a Lyalia le preocupaba que aún no estuviera restablecido del todo para una caminata tan larga.

—¿El valle? ¿Por qué hace falta defenderlo?

—El grueso del Shadopan se ha marchado al norte, a Kun-Lai. Al Templo del Tigre Blanco —aclaró Maraad—. ¿No os habéis enterado de…?

Zum, zum, zum, zum…

Maraad guardó silencio. Gina ladeó la cabeza.

—¿Qué es ese ruido?

ZUM zum zum zum ZUM zum zum zum…

El orco levantó la mirada. Lucía una sonrisa cruel. El ruido vibraba a través de las paredes terrosas de la despensa. Pequeños terrones de tierra se desprendieron del techo y cayeron al suelo.

—¿Maraad? —llamó Lyalia, empuñando lentamente su guja lunar—. Eso parece provenir de la misma tierra. ¿Son los elementos?

—No soy chamán, pero me parece que sí —respondió Maraad en voz baja. Su martillo empezó a refulgir, henchido de la Luz.

Lyalia se ciñó los guanteletes y bajó sus verdes cejas.

—Ahora ya sabemos qué es nuestro amigo, ¿verdad?

—Sí.

***

Haohan, Zarpa Collado y Fung interrumpieron su conversación tan pronto el suelo empezó a vibrar con un peculiar ritmo. ZUM Zum zum zum…

—Eso no es nada bueno, ¿verdad? —preguntó Fung.

Las puertas de la despensa se abrieron de par en par. Gina salió de un salto. Tras ella aparecieron los dos miembros de la Alianza, empujando al orco por delante de ellos.

—No —dijo la elfa de la noche—, no lo es.

***

—Mirar qué mikos —dijo Mung-Mung, soltando un leve silbido.

Desde su puesto de observación en lo alto del árbol que había junto al hogar de los Zarpa Fangosa pudo divisar a nueve orcos que trazaban un amplio semicírculo. Con las montañas al norte, no había forma de escapar sin pasar entre ellos. Los brazos de dos de los orcos se movían al compás de los temblores de la tierra.

ZUM zum zum zum…

Pretendían intimidar, pero no era más que pose. Mung-Mung entendía de eso. Cuando tenía seis años (y se llamaba Mung a secas), un hozen más grande que él lo había derribado de un empellón. El hozen se golpeó el pecho y le gritó que no se levantara, que se rindiera y que dejara la caza de aves silvestres «a los grokos de verdad».

ZUM zum zum zum…

El hozen grandullón cayó. Aquel día Mung se ganó su nombre completo. Mung-Mung.

—¿Ellos querer meterse con un groko de verdad? —susurró—. Mung-Mung darles groko.

Volvió a contar. Nueve orcos.

***

—Nuestro prisionero, y los orcos que hay fuera, son chamanes oscuros —dijo el vindicador Maraad—. Son malas noticias.

El prisionero se irguió.

—Son miembros de la verdadera Horda —dijo—, y obedecen mis órdenes. Soy Mashok, de los kor’kron. Soy el líder de los chamanes oscuros de este continente. —añadió, y antes de continuar dedicó una sonrisa de satisfacción a Lyalia—. Tenías razón, Alianza. Ya que no vais a pasar de esta noche, contaros esto no puede hacerme ningún mal.

—¿Kor’kron? —dijo Fung el granjero, sin inmutarse demasiado—. ¿Los lacayos de Grito Infernal? Pues no les fue muy bien en Orgrimmar.

—Eso me han dicho —concordó Gina.

—Tenían protodragones, y el poder del sha, y ni con esas pudieron ganar —añadió Haohan.

Una fea expresión asomó al rostro de Mashok. Sus grilletes repicaron al chocar entre sí.

—Mordeos la lengua si queréis conservarlas. Algunos de vosotros quizá aún tengan posibilidades de ver un nuevo amanecer.

ZUM zum zum zum ZUM zum zum zum…

Mashok alzó las manos encadenadas y chasqueó los dedos. El ritmo se detuvo al instante. Lyalia miró a Maraad sobresaltada. El draenei no apartaba la vista del orco, pero hizo un leve gesto con su martillo. Los grilletes del Shadopan. Vio en la mirada de la elfa que le había entendido. Puede que anulen su poder en gran medida, pero al parecer no todo.

Se hizo el silencio en la casa de los Zarpa Fangosa.

Durante un instante.

—O sea, que vuestros chamanes pueden hacer música —se mofó el granjero Fung—. ¿Se supone que debemos tener miedo? Cosas peores he oído.

—Lo que has oído —dijo Mashok saboreando el momento— son los espíritus elementales de estas tierras obedeciendo nuestras órdenes. Ya están bajo nuestro control. Nos hemos adiestrado en Durotar, necio pandaren. Es un lugar inhóspito, no blando, abotargado e infantil como el vuestro. Los espíritus de esta región no tienen la más mínima posibilidad de desafiarnos.

El viejo Zarpa Collado había guardado silencio durante toda la conversación. Pero eso se acabó.

—Ya veo. Chamán oscuro. Señor de los elementos. Miembro de la verdadera Horda —dijo acercándose a Mashok—. Capturado por dos simples agentes de la Alianza. Sin duda tu poder no conoce límites. ¿Por qué asaltabais campamentos de la Horda antes de que estos dos te atraparan? ¿Porque no pertenecían a tu «verdadera Horda»?

Mashok echó la cabeza hacia atrás y rompió en carcajadas.

—Prefirieron traicionar a su caudillo. Merecían algo mucho peor de lo que yo les hice.

El viejo Zarpa Collado aún no había terminado.

—Explícame qué hace en Pandaria un grupo de chamanes oscuros kor’kron. Está claro que no estuvisteis presentes en Orgrimmar. ¿Os dejaron atrás cuando vuestro caudillo profanó nuestras tierras? —los ojos del orco ardían de furia, pero Zarpa Collado se limitó a asentir—. Lo sospechaba. Merecéis tan poco la pena que Grito Infernal ni siquiera pensó en vosotros cuando volvió a Orgrimmar.

—Éste es el único trato que vais a conseguir, granjeros —gruñó Mashok—. Ahora mismo tengo ahí fuera a quince kor’kron. Vais a…

—Nueve. Ser nueve —le interrumpió Mung-Mung, que justo en ese momento entraba columpiándose al interior de la casa y aterrizaba sobre una mesa. El hozen se rascó una axila y sonrió abiertamente al orco—. Mung-Mung contar dos veces.

Mashok farfulló algo. Maraad y Lyalia se miraron circunspectos. ¿Nueve chamanes oscuros? La cosa pintaba mal, aun cuando el viejo Zarpa Collado estuviera en lo cierto y no fuesen la élite de Grito Infernal. Aunque por lo menos no eran quince. Resulta interesante que Mashok crea necesario mentir, pensó Maraad.

—Si los pandaren tenéis algo de seso en la mollera, escuchadme bien —dijo finalmente Mashok con tono amenazador—. Liberadme ahora mismo y no os mataré. Los mataré a ellos —añadió, señalando con un gesto al vindicador Maraad y a Lyalia—, pero a vosotros no. Si ofrecéis la más mínima resistencia, derribaré esta casa y la reduciré a cenizas con vosotros dentro.

La reacción del viejo Zarpa Collado fue una exhibición de rabia fría y descarnada. Se acercó tanto al orco que sus narices casi se tocaron.

—Estas tierras no se plegarán a vuestra voluntad —espetó—. Aquí he criado a mi familia. Aquí he enterrado a mi familia. Será mía y suya para siempre. ¿De verdad crees que vamos a entregárosla a los de vuestra ralea?

Mashok sonrió al anciano pandaren con desprecio.

—Anciano—dijo—, quedas fuera del trato. Los demás tendréis que tomar una decisión cuanto antes.

—No te molestes —respondió Haohan—. No somos estúpidos. No tenéis intención de dejar a nadie con vida.

Los demás labradores asintieron. Maraad dejó escapar un profundo suspiro. Si los labradores se hubiesen rendido…

—Los contendremos tanto como podamos —dijo la elfa de la noche, intercambiando otra mirada adusta con Maraad. Nueve contra dos. En el mejor de los casos sacrificarían sus vidas para ganar unos minutos—. Huid a El Alcor. Dad la voz de alarma. La Alianza os ayudará. La Horda también, seguramente —añadió a regañadientes.

—No te molestes tú tampoco —dijo Gina—. No vamos a huir.

—Ésta no es vuestra lucha —replicó Maraad.

—Pero sí es mi casa —dijo Haohan.

—Lo que le he dicho iba en serio —intervino el viejo Zarpa Collado con expresión fiera—. No pienso rendirme a ellos. Estas tierras no se dejarán dominar tan fácilmente, y nosotros tampoco. Y si creéis que no estamos dispuestos a luchar, es que no nos conocéis.

El granjero Fung resopló con desdén.

—No hace falta ponerse tan dramático, Zarpa Collado —dijo—. Pero no, yo tampoco pienso huir.

—Idiotas —masculló el prisionero orco—. Sois unos idiotas, necios y débiles. Todos y cada uno de vosotros os merecéis lo que os va a pasar.

Todos le ignoraron. Maraad sonrió.

—Entonces os propondré lo que haremos. Encerramos al prisionero en la despensa. Luego salgo ahí fuera, para llamar su atención, y…

Un ruido lo interrumpió. El tintineo del acero. Golpes secos.

Los grilletes de Mashok habían caído al suelo.

Una fina y diminuta enredadera se ocultó rápidamente en la rendija que quedaba entre dos tablones de madera. Había abierto los cierres. El orco estaba libre.

Gruesas raíces marrones y espinosas atravesaron bruscamente el suelo de la casa por tres sitios. El vindicador Maraad no titubeó: proyectó el poder de la Luz. El orco se tambaleó, hincó una rodilla. Las raíces se quedaron inertes.

Pero al cabo de un instante, el orco sonrió. Y volvió a ponerse en pie. Las raíces se convulsionaron.

Maraad siguió proyectando la Luz hacia el orco, paralizándolo, impidiendo que conjurase su poder; pero notaba cómo el chamán oscuro imponía su voluntad, redoblando sus fuerzas gradualmente. Los chamanes oscuros que acechaban fuera estaban obligando a los espíritus a prestarle ayuda.

Gina recogió los grilletes.

—Voy a ponérselos otra vez.

—Quédate donde estás —le exhortó Maraad.

—No le tengo miedo. Puedo…

—No te acerques a él —insistió el draenei, aliviado al ver que Gina se alejaba. Había visto las intenciones del orco. Mashok la habría cogido como rehén o la habría matado en el acto. Maraad se esforzó por mantener a raya el poder del orco mientras una oleada increíble de fuerza lo llenaba desde el exterior. Los grilletes no servirían de nada si Maraad no lograba someter al orco antes.

La Luz era infinitamente poderosa. El vindicador Maraad así lo creía. Pero él no era más que un conducto. Y los conductos tienen límites. Y defectos. Maraad era muy consciente de ello. Los nueve chamanes oscuros (diez, contando a Mashok) acabarían por vencerle. Alguien tenía que neutralizar a los chamanes oscuros del exterior. Y hacía falta alguien más para retener a Mashok.

Lyalia enarboló su guja lunar. Maraad pudo notar su mirada de preocupación.

—¿Estás bien? —preguntó la elfa.

—Mashok y yo tenemos un asunto que discutir —respondió Maraad—. Vamos a tener una charla en la despensa. No queremos distraeros.

Lyalia se quedó muy quieta. Le formuló una pregunta silenciosa con la mirada. ¿Estás seguro? Maraad asintió. Lyalia apretó los dientes.

El orco vio sus gestos y rió, pero Maraad dirigió parte de la Luz hacia el suelo, a su alrededor. El suelo consagrado crepitó de energía. Tan solo quedó intacto un pequeño círculo, directamente bajo los pies del orco. Lentamente, Maraad lo fue empujando hacia las puertas de la despensa. Mashok se dejó llevar, divertido. Maraad estaba convencido de que el chamán podía liberarse de aquel círculo consagrado improvisado si lo deseaba, pero al hacerlo consumiría parte de sus fuerzas. Y le dolería. Muchísimo.

La expresión de Mashok se torció al comprender que el draenei pretendía acorralarlo en la despensa.

—Muy bien, draenei. Vamos a acabar con esto rápido —dijo el orco. Bajó las escaleras de la despensa sin ofrecer resistencia.

—Atrancad las puertas cuando bajemos —dijo Maraad. Luego miró por última vez a Lyalia—. Que la Luz esté contigo. Vende cara tu vida, centinela.

—Reúnete con nosotros en cuanto puedas, vindicador —dijo ella.

Las puertas se cerraron tras él, sumiendo en tinieblas la despensa. Solo la titilante Luz que irradiaba el martillo de Maraad le permitía ver. El orco había vuelto a sentarse contra la pared de tierra del norte; parecía tranquilo.

—¿Empezamos ya, paladín? —preguntó Mashok.

—Sí —respondió Maraad, imbuyéndose de la Luz con intensidad.

***

Haohan deslizó uno de sus descomunales trinchantes de metal por entre las manijas de las puertas de la despensa. Eso las mantendría cerradas por el momento.

El pandaren clavó la mirada en las raíces que yacían en el suelo.

—Culebraíz —dijo el granjero Fung—. ¿Desde cuándo cultivas tú culebraíz, Haohan?

—¿Tú has visto lo que cuestan los minerales en El Alcor? Los forasteros no pueden conseguir suficiente —dijo Haohan sacudiendo la cabeza—. En su momento me pareció una buena idea. Y puede que aún lo sea. Necesito el dinero para reparar el suelo.

El hozen se asomó por la puerta.

—Los orcos están esperando. No se mueven —dijo Mung-Mung.

—¿Podemos ganar? —preguntó Gina; había calma en su voz y en su mirada—. No me refiero a un milagro. ¿De verdad tenemos alguna posibilidad de derrotar a nueve de estos… chamanes oscuros?

Lyalia deseó poder decirle que sí.

—Si fracasamos, no será por falta de esfuerzo —decidió responder—. Nadie es invencible.

—¿Por qué no han atacado antes?

Todos se volvieron para mirar al viejo Zarpa Collado.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Lyalia.

—Si os hubieran atacado en el camino, habrían sido nueve contra dos. Ahora son nueve contra siete. Bueno, seis —dijo el anciano mirando a las puertas de la despensa y tamborileándose en la mejilla con una zarpa—. ¿Por qué no os han atacado antes?

—Nos movíamos muy deprisa —aunque no tanto.

—Puede ser —el viejo pandaren no parecía muy convencido—. O quizás hay más de un motivo. Este… Mashok… parece ser el más poderoso de su grupo. A lo mejor no combaten tan bien sin él. Puede que…

—¿Adónde quieres llegar, Zarpa Collado? —le interrumpió Fung.

—Puede haber muchas razones por las que hayan preferido esperar para atacar. Pero nos superaban en número; ¿qué otra desventaja podría haberlos disuadido? Tiene que ser algo importante —la voz de Zarpa Collado se fue apagando hasta convertirse en un susurro—. Puede que aún tengamos una ventaja. Ellos no conocen la región. Nosotros sí.

—Eso ayudará, sin duda —dijo Lyalia con cautela—. El conocimiento del terreno siempre es crucial.

—No —replicó Zarpa Collado—. Me refiero a que conocemos estas tierras. Los labradores no somos chamanes. No podemos comunicarnos con los espíritus de los elementos. Pero trabajamos con ellos todos los días —el pandaren levantó sus zarpas—. Cuidamos de ellos. Luchamos para protegerlos. Nos hemos dedicado a ellos durante generaciones.

Lyalia no quería darles falsas esperanzas.

—El chamanismo oscuro es muy agresivo. No comprendo bien todos sus aspectos, pero no estoy segura de que vuestros espíritus puedan resistirlo.

—Mashok dijo que los espíritus de estas tierras son blandos. Si él lo cree, si los demás lo creen, van a llevarse un buen chasco —dijo Zarpa Collado.

Haohan comprendió por fin.

—Infantiles. Él los llamó infantiles.

Lyalia vio cómo se iluminaban los rostros de los demás.

—¿Se equivoca?

—Ni siquiera alcanza a imaginar cuánto —respondió Gina con una feroz sonrisa.

—Ese extraño ruido, esa vibración rítmica que emana de la tierra —dijo Fung—, seguramente esté divirtiendo a los espíritus. Pero no lo encontrarán tan divertido cuando les ordenen que maten a la gente que riega sus tierras y ara sus campos.

—Ya viste la charca, elfa de la noche —dijo Zarpa Collado—. Junto a nuestros grandes cultivos conviven grandes depredadores. Estáis en un valle indómito.

—Ya lo veo —dijo Lyalia. Se asomó por la puerta. Seguían sin moverse. Los chamanes mantenían la posición. Esperaban.

—¿Podemos ganar? —repitió Gina.

—¿Tenéis armas? —preguntó Lyalia.

—Tenemos azadones y rastrillos fuera —respondió Haohan.

—No nos mires así, elfa de la noche —dijo Fung—. Podemos defendernos perfectamente.

Lyalia se esforzó por mantener una expresión serena. No eran guerreros. No estaban entrenados. Pero tenían derecho a luchar por sus tierras.

—Desde luego —dijo, y se volvió para mirar a Gina—. ¿Que si podemos ganar? Te diré lo que pienso: estuve meses enteros en el Valle de la Flor Eterna. Hice cuanto pude por protegerlo. No bastó. Y no voy a permitir que hagan con vuestro hogar lo que Grito Infernal le hizo al valle. Antes la muerte.

La elfa de la noche se giró hacia la puerta.

—Yo saldré primero. Creerán que soy la mayor amenaza —declaró. Y si son más poderosos de lo que esperamos, mi rápida muerte os servirá de advertencia para que huyáis. Una lúgubre idea—. Vamos allá —dijo Lyalia.

IV

—¿Piensas utilizar eso? —preguntó el orco. El estrecho recinto de la despensa hizo que su voz retumbase inusualmente.

Maraad bajó la mirada hacia su martillo, que refulgía con la Luz.

—Por ahora no.

Estaban los dos sentados con las piernas cruzadas, mirándose el uno al otro a través del angosto espacio de despensa que no estaba hasta el techo de zanahorias. Para el ojo inexperto parecían estar meditando, preparándose para el combate.

Pocos habrían advertido que el duelo ya había comenzado. Podían verse destellos de energía esporádicos. Unas relucientes motas amarillas giraron en torno a Maraad. Mashok estaba envuelto en chispeantes fogonazos marrones y rojos.

Maraad seguía conteniendo al orco con la Luz. Esperaba el siguiente ataque. Llegó veloz, un golpe corto, un intento por hacerse con el control de la tierra. Maraad lo desvió.

—Golpéame una sola vez con ese chisme, y todo esto habrá acabado —se burló Mashok—. De lo contrario, pienso cumplir mi promesa. Te obligaré a ver cómo mueren todos.

Maraad no mordió el anzuelo. Ni siquiera pestañeó. La concentración necesaria para derribar al orco de un martillazo proporcionaría al chamán oscuro un instante de libertad para apelar a los espíritus. Y en eso radicaba el peligro. No en la fuerza. En la velocidad. Mashok era rápido. Maraad solo podría asestarle un golpe de martillo.

Esperaría. Su ataque debía ser decisivo.

El orco empezó a tantearle. Por aquí. Por allá. Otra vez. Cada vez más rápido. Maraad se mantuvo firme, desviando todos sus embates.

El sudor les caía a chorros por la cara a ambos. La vorágine de colores brilló con mayor intensidad.

***

—Obedeceréis —gruñó el chamán oscuro Kishok. La respuesta de los espíritus de fuego llegó en una serie de ruegos confusos y solapados:

No entendemos no queremos no sabemos no necesitamos odiamos no podemos no lo haremos…

El orco proyectó su voluntad a través de su tótem y forzó su voluntad. Los espíritus aullaron de dolor. El chamán sonrió. No era tan difícil. Los espíritus se rebelaron brevemente cuando Zertin los obligó a matar a aquella madre de la gazapera, pero una vez que los kor’kron se pusieron manos a la obra, los elementos no tardaron en someterse.

—Vais a concederme vuestra fuerza —dijo Kishok—. Vais a ofrecerme un siervo. Enviadme al más fuerte y más poderoso de entre vosotros. Traédmelo —más aullidos de dolor y de miedo. Se resistieron. Lucharon. Finalmente, cedieron. Kishok notó el calor antes incluso de que el siervo apareciese—. Sí. Bien —el orco se enderezó y extendió los brazos a ambos lados para acoger al más poderoso elemental de fuego de aquella región.

Zas.

Kishok miró hacia abajo. El elemental estiró el cuello hacia arriba para devolverle la mirada. Apenas llegaba a las rodillas del chamán. Parecía llevar puesta una máscara de adorno. Juguetón. Infantil.

El orco sacudió furioso a los espíritus.

—¿Os estáis burlando de mí? —rugió—. ¿Os atrevéis a mandarme esto? —el elemental se encogió y retrocedió con una visible expresión de miedo en sus descomunales ojos—. ¡Esto es un bebé! Exijo fuerza. Exijo…

—¡Ahí está! —uno de los orcos señaló hacia la casa de los pandaren. Los kor’kron dieron gritos de alarma.

Una figura solitaria salió por la puerta a toda velocidad. Era una elfa nocturna. De la Alianza. Se movía como un borrón oscuro a la luz de la luna. Empuñaba su guja lunar con las cuatro hojas extendidas. Estaba dispuesta a morir luchando.

Bien, pensó Kishok.

Los nueve chamanes oscuros hicieron acopio de su poder. La tierra gimió. El viento ululó. Kishok miró fijamente al espíritu de fuego.

—Dispersa las sombras —ordenó—. Que no le quede lugar donde esconderse. Si es que eres capaz de hacerlo —agregó con desdén.

El diminuto espíritu levantó una mano.

Una lengua de fuego surcó el cielo. Una gigantesca bola de trémulas llamas azules, de unos cincuenta pasos de ancho, quedó suspendida a decenas de metros sobre la tierra. Incluso desde tan alto despedía una luz cegadora. Kishok se cubrió los ojos. El calor estuvo a punto de chamuscarle la piel. Cuánto poder… Había juzgado mal al pequeñajo. Malcriado e infantil, sí, pero aun así útil.

—¡Excelente! —bramó con una carcajada—. Ahora…

Un grito de dolor rasgó la quietud de la noche, y la brisa cesó de soplar. El viento y sus espíritus habían enmudecido.

¿Cómo? Kishok entrecerró los ojos por la intensa luz y escudriñó el campo. Se oyó un segundo grito de agonía, y Kishok vio a la elfa de la noche alejándose como una centella. Del filo de su arma goteaba un líquido oscuro.

Y el viento permaneció inmóvil. Había dos kor’kron controlándolo. ¿Los había matado a ambos?

La rabia se apoderó de Kishok. La luz del elemental había ayudado a la elfa de la noche, no a los kor’kron.

—¡Para ya! —la bola de fuego se desvaneció. En su ausencia, una oscuridad total engulló la zona.

Kishok oyó gritos de confusión. La visión nocturna de los orcos había quedado neutralizada.

—Haz lo que te digo. Necesitamos luz. Trae… —la bola de fuego regresó sin previo aviso, más intensa que antes. Kishok cerró los ojos con fuerza. Podía ver las venillas de sus párpados.

Presa de una furia ciega e incontenible, Kishok se volvió hacia el último lugar donde había visto a la elfa de la Alianza y desató su cólera. Un trueno hendió el aire.

No alcanzó a ver las otras figuras que salían disparadas por la puerta delantera de la casa.

***

El viejo Zarpa Collado agachó la cabeza y se dirigió hacia el sur. No se produjo ningún ataque inmediato en su dirección. Agarró uno de los rastrillos de Haohan. Las puntas eran de hierro fantasma. Caro. Resistente. Afilado.

Perfecto.

Los gritos de furia eran buena señal; la elfa de la noche debía de haber matado al menos a uno de los orcos. Las titilantes oleadas de luz indicaban que los espíritus no se habían plegado por completo a la voluntad de sus nuevos amos. Aquellos fogonazos irregulares señalaban la posición de los orcos. Se desplazaban hacia el oeste en pares, todos buscando a Lyalia.

Y la encontraron. Estalló el caos en la noche. La tierra tembló. Zarpa Collado recorrió con paso decidido la distancia que lo separaba de los dos chamanes más próximos.

Estaban de espaldas a él. Zarpa Collado se plantó con firmeza, como le había enseñado el maestro Zarpa Herida hacía ya tanto tiempo, y lanzó un golpe directo con el mango del rastrillo hacia la garganta de uno de los orcos. El impacto aplastó el cartílago. El desventurado orco cayó al suelo, dejando escapar un resuello agudo a través de su tráquea destrozada.

El otro chamán oscuro dio un rugido de sorpresa. Los dos debían de estar controlando a los espíritus del agua. Zarpa Collado vio una esfera líquida de oscura, repugnante y aceitosa maldad flotando sobre ellos. Pero al sentirse libres de la voluntad de los orcos, los espíritus ya no parecían dispuestos a obedecer. La esfera reventó como una burbuja, duchándolos a todos. Zarpa Collado notó el siseo de las primeras gotas al caer sobre su pelaje y se apartó con una elegante voltereta. Los estertores del orco moribundo se convirtieron en gorgoteos cuando el ponzoñoso líquido cayó sobre su rostro.

El orco que quedaba estaba completamente empapado. Chilló de dolor, trastabillando en su carrera desesperada hacia el norte, hacia la charca más cercana, con la piel ampollada y pelada.

A los pies de Zarpa Collado aún seguían oyéndose los gorgoteos. El pandaren golpeó una última vez con su rastrillo y el orco calló por fin. Zarpa Collado dio un tirón para sacar las puntas del cadáver inerte. Tardó más de lo que le hubiera gustado.

El otro orco desapareció pendiente abajo en dirección a la orilla. Zarpa Collado se sintió tentado de seguirlo, pero al hacerlo se alejaría de la lucha. En vez de eso se volvió hacia los campos y buscó un nuevo objetivo.

***

Lyalia notó cómo se le ponía la carne de gallina mientras las descargas eléctricas abrían hoyos en la tierra a escasos metros a su espalda. Parecía que la tormenta estaba describiendo un arco; al cabo de un instante se percató de que se alejaba de ella. Al menos hay alguien que ve menos que yo. La bola de fuego gigante volvió a titilar. A lo lejos oyó gritar enfurecido a uno de los orcos.

Siguió corriendo. Dio un giro cerrado hacia el este, atravesó un sendero de tierra y se adentró en el sembrado de culebraíz. Las espinas le arañaron las piernas; una de ellas se le clavó en la pantorrilla. Hizo una mueca, pero no redujo la velocidad. Un relámpago iluminó el sembrado tras ella. Dos siluetas, con un tótem entre ellas, escudriñaban en la dirección equivocada.

Lo tienen claro, pensó.

Lyalia sonrió y dejó que las cuchillas de su guja lunar tomasen la delantera.

***

—La elfa de la noche es rápida —dijo Haohan.

—Sigue su ejemplo, padre —respondió Gina. La elfa estaba despistando a los forasteros, dirigiendo su atención hacia el este. Los Zarpa Fangosa corrieron hacia el oeste, dando un rodeo para pasar por detrás de un solitario orco. Resultaba extraño que estuviera solo; los demás actuaban en pareja.

—¿A la vez? —preguntó la pandaren.

—A la vez —afirmó Haohan.

Haohan bajó el hombro. Gina dio dos pasos más y hundió con fuerza el mango de su azadón en la tierra, impulsándose sobre él como si fuera una pértiga y saltando hacia el orco con un pie estirado hacia su garganta.

—¡Zertin, cuidado! —gritó otro de los chamanes kor’kron desde lejos.

El orco se giró, y dando un grito se apartó en el último segundo, eludiendo el ataque de los dos pandaren. Este es bueno, pensó Haohan.

El orco se encaró con ellos y levantó los brazos.

—¡Padre! —gritó Gina, arrojándose sobre Haohan y cayendo al suelo con él. Unas fauces chasqueantes dieron una dentellada al aire, justo donde estaban antes. Los dos Zarpa Fangosa se pusieron en pie rápidamente y observaron los brillantes ojos de una sombra negra. En otro lugar del sembrado destelló un relámpago que iluminó su figura. Era un lobo. El espíritu de un lobo. El ser lanzó un aullido cargado de rabia y de tormento.

El orco rió salvajemente.

—Tenéis muchos lobos en vuestras tierras. Bueno, ahora unos pocos menos —dijo. Luego dio media vuelta y echó a correr para unirse al combate contra la elfa de la noche.

El espíritu de la bestia saltó sobre los dos pandaren. Gina le golpeó con el azadón. El apero de labranza alcanzó de lleno al lobo fantasma en el costado y lo empujó a un lado. El monstruo le lanzó un gruñido, pero se abalanzó sobre Haohan. El granjero lo esquivó a duras penas.

—¡Dame eso, Gina!

Ella le arrojó el azadón. Haohan lo atrapó al vuelo y giró sobre sus talones. Después de tantos años aporreando mures en la cabeza, aquel movimiento le resultaba de lo más natural. El mango de la herramienta describió un arco en el aire, y el lobo se encogió instintivamente al oír el silbido.

Haohan dudó. Luego volvió a agitar el azadón. El ruido hizo retroceder al lobo.

—Buen lobo —dijo Haohan sin demasiada convicción—. Buen lobo —repitió, sin dejar de blandir el azadón. El lobo seguía todos sus movimientos con su mirada de ojos rojos.

—Padre —dijo Gina entre dientes—. ¿Qué haces?

—Unos pocos menos —dijo Haohan—. Menos lobos. Es lo que ha dicho el orco —de repente, Haohan descargó el azadón sobre el suelo, clavándolo en la tierra. El lobo lo miraba fijamente, sin avanzar—. Creo que este lobo era de este valle —añadió. El espíritu se sentó sobre los cuartos traseros y se puso a gimotear. Era un sonido inquietante.

—¿De dónde? ¿De las granjas del este? —preguntó Gina.

—A veces pasa por aquí alguna que otra manada de lobos, ¿no?

—Sí, es verdad —reconoció Gina—. Este se acuerda de los granjeros.

Haohan apretó los dientes.

—Y los orcos lo han matado. Han subyugado su espíritu.

—Ya entiendo. Buen lobo —dijo Gina, con tan poca convicción como su padre—. Buen lobo. ¿Padre? ¿Crees que los demás espíritus de lobo también reconocerán a los granjeros?

—¿Qué otros espíritus? —preguntó Haohan volviéndose hacia Gina, y entonces se quedó paralizado—. Ah. Esos.

Otros siete pares de refulgentes ojos se acercaban a ellos. Un regalo de despedida del orco llamado Zertin, sin duda.

—Eso espero, Gina.

—Estupendo —respondió ella en voz baja.

V

El aire de la despensa se arremolinaba a velocidades de vértigo. Aparecieron grietas en las paredes de tierra. El suelo tembló.

Ni el vindicador Maraad ni el orco se habían movido. Era el suyo un duelo de voluntades. El orco solo conseguía rozar cada elemento antes de que Maraad lo detuviese, pero con cada roce Mashok incrementaba mínimamente su control. Hacía mucho que la sonrisa arrogante del orco se había desvanecido. Resultaba obvio que Maraad estaba a su altura.

Maraad liberó una pequeña porción de la Luz en el aire. Con ella transmitía un mensaje sencillo, una sensación.

No soy vuestro enemigo. No lucharé contra vosotros.

El mensaje no era para los orcos. Era para sus víctimas. Para los espíritus. Maraad era paladín, no chamán, pero puede que los espíritus lo entendieran.

—¿Cuánto más podrás aguantar, títere de la Alianza? —preguntó Mashok—. Llevas toda la semana sin dormir. Yo estoy descansado, gracias a vosotros. Tarde o temprano cometerás un error.

Cada instante que pasaba Mashok intentaba sepultar a Maraad bajo tierra, reducirlo a cenizas con una llamarada, anegarle los pulmones en agua. Maraad desviaba todos los ataques. Pero el orco tenía razón. La fatiga estaba causando estragos en la mente del paladín. Acabaría cediendo.

Pero el draenei se permitió sonreír por dentro. No había acudido ningún orco en ayuda de Mashok. Estaban todos ocupados en la superficie.

Buen trabajo, Lyalia, pensó mientras bloqueaba otra acometida.

***

—Quedáis aquí —susurró Dientecurvo—. Nadie sube.

Los mures intercambiaron murmullos aterrorizados, estremeciéndose con cada sacudida de la tierra. Solo algunos mantenían abiertos los brillantes ojos rojos. La batalla que se libraba sobre sus cabezas ya había provocado el desplome de otra gazapera. A saber cuándo se vendría abajo la suya.

—Dientecurvo, nosotros ayudamos —dijo una de las crías, la misma que había cuestionado el plan de la madre de la gazapera—. Tierra sufre. Grandotes verdes hacen daño.

—Quedamos aquí —dijo Dientecurvo.

—¿Y si mucho daño a tierra? —insistió la cría—. Grandotes no cultivan zanahorias si muertos o si tierra mucho daño.

Algunos de los mures abrieron los ojos y miraron a Dientecurvo.

—Quedamos aquí —repitió Dientecurvo, esta vez menos seguro.

***

—Alguien se va a hacer daño ahí fuera —reflexionó en voz alta el granjero Fung.

Estaba agazapado tras la esquina de la casa de Zarpa Fangosa, observando el torrente de aire turbio que giraba en torno a los campos. Nada más salir al exterior, había aparecido sobre su cabeza aquel repugnante vórtice. No creyó que fuese a por él, pero tardó al menos un minuto en salir disparado hacia la elfa de la noche.

Oyó unos ruidos preocupantes bajo sus pies. Venían de la despensa. El draenei y el orco deben de estar ocupados, pensó.

También captó un olor desagradable. Fung se dio la vuelta, arrugando la nariz. El mushan, Trueno, coceaba con sus enormes pezuñas, gimoteando asustado por la batalla. Era evidente que se le había pasado el estreñimiento de golpe: tras él había una montaña de heces que crecía por momentos. Sería una base estupenda para la nueva receta de abono de Fung, una vez que hubiera pasado aquel follón.

—¿Fung mirar kaka toda la noche?

Mung-Mung colgaba boca abajo de los aleros de la casa, mirando al granjero con el entrecejo fruncido.

—Yo tampoco te veo ahí abajo peleando —espetó Fung.

—Mikos llamar tornado. Mung-Mung quedar en casa hasta que pasar. —el hozen se descolgó del alero y aterrizó junto a Fung—. ¿Cómo machacar tú a chamanes estúpidos?

—Lo estoy pensando —dijo Fung, mirando a Trueno con desdén. El pandaren se planteó entablar combate montado en el mushan. Fue una idea fugaz. Las bestias de Haohan podían tirar de un carro sin problema, pero no serían de mucha utilidad con un pandaren tan pesado al lomo.

Por otra parte…

Fung se rascó el mentón mientras miraba de arriba abajo a Mung-Mung. Luego volvió a mirar a Trueno. Y sonrió.

—Eh, Mung-Mung —dijo.

Mung-Mung había seguido su mirada y negó vehementemente con la cabeza.

—No. ¡Mung-Mung ni hablar!

—Tengo una idea —dijo Fung más animado.

—¡Que no!

***

Tres menos. Lyalia se dio la vuelta y lanzó una estocada. Cuatro. Echó a correr otra vez, procurando no exponerse demasiado en medio del caos.

Los kor’kron se reagruparon. Cayeron nuevos ataques a su alrededor. Un tornado trazaba una curva a través de los cultivos. Notaba como si le ardieran los pulmones; había inhalado una sola bocanada de los invisibles vapores tóxicos conjurados por la última pareja de orcos, y ahora cada vez que respiraba el aire le raspaba la garganta como si fuera papel de lija. Varios pedazos dentados de tierra pasaron silbando junto a su cabeza. Uno le rozó el cuello, añadiendo otro rasguño más a los muchos que había recibido hasta ahora.

Otros dos chamanes oscuros se plantaron frente a ella. Uno de ellos levantó la mano. Esta vez no tenía ninguna posibilidad de esquivarlo. Una columna de cenizas ardientes cayó sobre ella. La fuerza del impacto la derribó, pero el ataque no cesó. La lluvia de diminutos guijarros de fuego caía sobre ella con tal intensidad que no podía levantarse. Lyalia apretó los dientes y se cubrió la cabeza, negándose a pedir ayuda. Las abrasadoras rocas le desollaban la piel.

He matado a cuatro, se recordó. Cuatro. No está mal.

Padre. Te veré pronto.

Levantó la vista y miró al orco que estaba a punto de matarla.

***

La elfa de la noche miró a Kishok a los ojos. El orco sonrió y la señaló con un gesto de desprecio de su mano vacía. Una súbita llamarada envolvió a la elfa.

Ya está. Ordenó a la lluvia de cenizas que parase. Kishok escudriñó en la oscuridad y vio a Zertin junto a la casa de los pandaren, sin duda esperando el momento adecuado para entrar en la despensa y rematar al último necio de la Alianza que quedaba dentro. Perfecto. Kishok depositó su saquito de tótems en el suelo y se ajustó los correajes, preparándose para el resto del combate. El orco que tenía a su lado, un tipo lacónico llamado Trokk, siguió su ejemplo. No les costaría mucho acabar con los granjeros. Puede que se les escapara alguno, pero sería fácil seguirle el rastro. Si el viento…

Un fuerte siseo interrumpió sus pensamientos.

Kishok se dio la vuelta. Una nube de vapor se elevaba desde donde yacía la elfa de la noche. Las llamas se habían extinguido. El elemental de fuego se estaba riendo.

Una reluciente luz azul asomó desde detrás de un nabo enorme. Otro elemental. De agua. Había apagado el fuego. Arrojó tímidamente al aire una pequeña esfera de agua. El espíritu de fuego le lanzó un diminuto dardo de llamas candentes, y cuando ambos chocaron, la esfera desapareció con un estallido de vapor y chispas.

Los espíritus rieron de nuevo.

¿Están… están jugando?

Kishok lanzó un grito de furia y trató de pisotear al elemental de fuego.

—¡Espera, Kishok! —exclamó Trokk.

El espíritu de fuego se escabulló y el orco estampó el pie contra su saquito de tótems. Notó que parte de su contenido se rompía bajo su talón.

Kishok fulminó a Trokk con la mirada, y el orco tuvo la sensatez de no abrir la boca.

—¡Basta! —rugió Kishok. ¿Los espíritus se negaban a obedecer? ¿Preferían jugar? Bien. Por eso el chamanismo oscuro era indispensable para la verdadera Horda. Los espíritus habían empezado a desobedecer al chamán del caudillo de Orgrimmar. Aquella desobediencia había sido castigada rápidamente.

Kishok aplastaría al espíritu. Daría ejemplo con él. Se concentró y proyectó su voluntad.

Y no captó nada. El espíritu de fuego miró los tótems rotos del suelo. Y volvió a reírse.

—No los necesito —masculló Kishok, dando un paso al frente—. De un modo u otro…

—¡Eh, miko!

El suelo tembló, y el grito de advertencia de Trokk se vio ahogado por un terrible estruendo. Instantes después, una bestia embistió a Kishok por el flanco. Kishok dio de bruces contra el suelo, dio una voltereta y se puso en pie con un gruñido. La figura de un pesado mushan desapareció entre los altos tallos del sembrado de nabos. El orco podía oír a la bestia girándose lentamente para cargar de nuevo contra él. Kishok se puso en cuclillas y miró a su alrededor. Trokk yacía inerte en el suelo, con la cabeza deformada. El mushan la había pisoteado.

Kishok oyó una suave pisada en la tierra, a su izquierda, muy cerca de él, y de repente se le entumeció el costado izquierdo. El orco vio por el rabillo del ojo un borrón blanco y negro, y trató desesperadamente de levantar el brazo derecho para bloquear un golpe dirigido a su cabeza.

Uno de los granjeros pandaren le miraba fijamente a los ojos. En sus zarpas empuñaba un arma extraña y afilada.

—Odio a los forasteros. Bueno, a casi todos —dijo el granjero.

La sensación de entumecimiento se convirtió en un dolor cegador. Otra de aquellas armas tan peculiares se había clavado en el costado de Kishok. Su mente registró la noticia sin temor. El orco estaba bien entrenado. Se sobrepuso implacablemente la agonía y se incorporó con dificultad. Una criatura menor habría sucumbido a aquella herida, pero un kor’kron no.

El pandaren atrasó torpemente su guardia derecha, pero los reflejos de Kishok estaban embotados por el dolor. El orco perdió la sensibilidad en su otro costado. Kishok golpeó, y su puño se estampó contra la cara del granjero, tumbándolo. El orco se extrajo una de las armas con un gruñido. Tenía un mango peculiar, curvado, y estaba hecha de un metal de baja calidad.

—¿Qué es esto?

—Tijeras de esquilar —dijo el pandaren con voz ahogada mientras se tapaba la nariz rota—. Para las ovejas.

Kishok notó que le manaba sangre por los costados. Se sacó la segunda herramienta.

—Has de entender contra quién te enfrentas, granjero. No soy una simple…

—¿Seguir vivo, miko?

El suelo tembló otra vez. El mushan había vuelto y embistió a Kishok, derribándolo como a un muñeco de trapo y golpeando la tierra con sus inmensas pezuñas a escasos centímetros de su cráneo. El orco extendió los brazos, presa de la desesperación. Su tótem de tierra no estaba destruido del todo, y logró apoderarse de un espíritu de la tierra por muy poco. Una gran porción del sembrado se estremeció y el mushan cayó de costado entre los gritos de furia de su jinete hozen. El espíritu se retorció y trató de escapar, pero Kishok no lo soltó.

Se acercaban más pandaren por el este: un varón y una muchacha más joven. Otro varón, este más anciano, se aproximaba por el oeste. El mushan y el pandaren restante estaban al sur. Kishok se dirigió al norte dando traspiés. Ya no había lugar para la sutileza. Estaba sangrando. Herido. Necesitaba distancia y tiempo para enfrentarse a ellos. Vio una pendiente que bajaba hacia una charca. Kishok se situó en el borde de la colina y obligó al espíritu a levantar un muro de tierra de cinco pasos de altura entre él y los pandaren.

El espíritu acató su orden… usando la tierra sobre la que se encontraba el orco.

Kishok perdió pie.

Cayó deslizándose pendiente abajo hasta la parte poco profunda de la charca. Su cuerpo entero palpitaba de dolor, y durante unos instantes se quedó sin respiración, esperando que la agonía terminase.

Me las pagarán. Su rabia se acrecentaba con cada latido de su corazón. Me las van a PAGAR. Se puso en pie; estaba metido en el agua hasta las rodillas. Vio los oscuros remolinos que formaba su sangre sobre la superficie de la charca.

Su pie derecho se topó con algo. El orco se agachó para sacarlo del agua. Un saquito. Un saquito con tótems de chamán. La mitad, al menos. Kishok lo examinó con curiosidad. Parecía como si lo hubieran desgarrado… no, más bien mordido.

El orco sintió un escalofrío. Otro de los kor’kron había bajado a la orilla de la charca. ¿Qué había sido de él?

El agua se agitó frente a Kishok. Una mole gigantesca emergió de las profundidades; tenía las fauces abiertas de par en par y sus dientes relucían a la luz de la luna. Kishok gritó horrorizado y retrocedió chapoteando. El enorme, el descomunal pez se abalanzó sobre él y cerró las mandíbulas con fuerza. Un fuerte crujido resonó en las montañas del norte.

El saquito de tótems volvió a caer en las aguas bajas. El pez volvió a sumergirse, deslizándose lentamente hacia las profundidades de la charca.

***

—Por eso los forasteros tenéis que comer más —dijo Fung el granjero. Se sostenía la nariz rota con expresión dolorida—. Sois muy canijos. Si tuvieras algo más de carne, seguro que te sentías bien.

—Seguro que sí —gimió Lyalia. Estaba tumbada boca arriba. Las llamas solamente habían ardido un par de segundos. Con suerte no le quedarían daños permanentes. Con suerte. Porque aún le dolía. Vio al elemental de agua que le había salvado la vida, estaba dando botes por el campo, retozando con el espíritu de juego.

—¿Puedes levantarte?

—Vamos a probar —dijo ella. Fung tiró de ella para ayudarla a ponerse en pie. Tras una pausa prudencial, Lyalia comprobó que no iba a caerse muerta enseguida, aunque si Maraad no la curaba en menos de una hora, tampoco albergaba muchas esperanzas.

—¿Cuántos quedan?

Se oyó un grito horrible procedente de la charca. Y luego se hizo el silencio. La barrera que bloqueaba la pendiente a la orilla se desplomó, reducida a un montón de tierra.

—Uno menos —dijo Fung. Mung-Mung aulló y le dio unos golpecitos en la cabeza al mushan mientras la bestia pateaba el suelo con sus pezuñas.

—Creo que ya solo queda uno —dijo Haohan. Se sujetaba el brazo izquierdo con una mueca de dolor. Un corte destacaba sobre el blanco de su pelaje—. Y el de la despensa.

—¿A qué estamos esperando? —exclamó Gina. El viejo Zarpa Collado asintió con un gruñido.

—Ese es fuerte, Lyalia —advirtió Haohan—. Muy fuerte.

Lyalia quiso comprobar cuánto podía moverse. Cada movimiento le producía un dolor que la recorría de pies a cabeza, pero al menos todavía podía empuñar su guja lunar. Con eso tendría que bastar.

—Quedaos… —titubeó. Sabía que no se quedarían al margen ni aunque se lo pidiese educadamente, así que cambió de táctica—. Quedaos detrás por ahora. Esperad a que venga a por mí. Luego atacáis. Hasta ahora nos ha ido bien así.

Fung observó con escepticismo las heridas de la elfa, pero asintió con la cabeza. Los otros hicieron lo mismo.

***

Zertin se arrodilló junto al hogar de los pandaren, con los dedos apretados contra la tierra. Sonrió. Los espíritus se agitaban bajo sus pies, gritando, retorciéndose. Pero obedecían. Pronto Mashok sería libre.

Pasos. Detrás de él.

Zertin se giró. La elfa de la noche se le acercaba despacio. Parecía herida. Quemada. Sus aliados pandaren se dispersaron tras ella. Había incluso un hozen cabalgando a lomos de un mushan entre ellos.

—Bueno —dijo, levantando la voz—. Me superáis en número. Creéis que me voy a rendir, ¿verdad?

—No —dijo Lyalia sin dejar de avanzar.

—Al menos no eres una completa idiota —dijo el orco. Vio al padre y a la hija pandaren aproximándose con ella—. ¿Os han gustado mis mascotas?

—Se fueron —dijo la hija—. No tenían intención de matar a los granjeros que solían alimentarlas.

—Ya veo —dijo Zertin—. Entonces tenéis que conocer a las que me he traído de Durotar.

Unos aullidos espectrales rasgaron la noche, y una manada de lobos espirituales se abalanzó sobre el grupo. La elfa se giró para luchar, para defender a los granjeros.

Zertin la ignoró. Entró en la casa a toda velocidad.

Ahí. Las puertas de la despensa.

***

Todo lo que había en la despensa se sacudía. Todo se retorcía. Todo excepto el orco y el draenei. Los chillidos de los espíritus y la vorágine de Luz acometían sin tregua a todos los sentidos. Maraad entrecerró los ojos, luchando por mantenerlos abiertos.

Detrás de él, sobre su cabeza, las puertas de la despensa traquetearon.

—Ya están aquí —dijo Mashok con los dientes apretados—. Has fracasado. Están justo encima de nosotros.

Maraad apeló una vez más a los espíritus. No soy vuestro enemigo. Soy su enemigo.

—Eso es exactamente lo que estaba esperando —dijo.

Mashok parecía confundido. Las puertas de la despensa se abrieron de par en par.

—¡Mashok! —gritó una voz de orco—. He venido a salvar…

Maraad empuñó rápidamente el martillo que reposaba sobre su regazo y lo arrojó. Con un crujido, el martillo alcanzó al recién llegado bajo el mentón y lo derribó. Maraad se puso en pie de un salto y de dos zancadas subió los escalones de la despensa. Oyó un rugido de furia a su espalda y notó una tremenda oleada de poder cuando Mashok por fin pudo controlar a los espíritus. El draenei recogió su martillo y corrió hacia la entrada de la casa un segundo antes de que unas gruesas raíces emergiesen de la despensa serpenteando en busca de una presa.

Después de aquello, todo ocurrió muy deprisa.

VI

—Que ese mushan no se acerque a la casa —exclamó Lyalia.

—¡El miko no me hace caso! —gritó Mung-Mung, agarrado al pescuezo de Trueno como si le fuera la vida en ello. Los lobos espectrales eran una ilusión, nada más, pero la tozuda bestia estaba totalmente aterrorizada. Por lo menos se estaba alejando.

El sonido de la madera combándose y quebrándose llamó la atención de Lyalia. Vio al vindicador Maraad saliendo a toda velocidad de la casa de los Zarpa Fangosa.

—¡Se ha soltado! —gritó Maraad volviéndose para mirar hacia la puerta—. ¿Cuántos quedan?

—Solo esos dos —respondió Lyalia.

—¡Entonces es ahora o nunca! —declaró Maraad lanzando una mirada fugaz a los pandaren—. Ayudadnos si podéis.

Aparecieron dos orcos. Zertin caminaba dando tumbos, con una mano pegada a la mandíbula como si hubiese recibido un fuerte golpe. El otro era Mashok. El antiguo prisionero levantó los brazos. Gruesos tallos de culebraíz se enmarañaron alrededor de los pilares que sustentaban el hogar de los Zarpa Fangosa. Las raíces se ciñeron con fuerza una sola vez, y el edificio entero se derrumbó quedando reducido a escombros.

—Raíces. ¿Seguro que no es un druida? —dijo Lyalia. Maraad suspiró.

Más raíces atravesaron la tierra que pisaba Lyalia. Ella se apartó de un grácil brinco. El suelo se movía. La elfa vio el fulgor del martillo de Maraad mientras el draenei esquivaba otro envite de las raíces.

—¿Alguna idea? —exclamó.

—No luches contra los espíritus. Lucha contra ellos.

Lyalia observó que el paladín no había aplastado ninguna de las raíces.

—Vale. Ya me preocupaba que esto fuese tan fácil —dijo ella. Los orcos acababan de salir al descubierto. Cada segundo que pasara le pondría las cosas más difíciles a la elfa. Echó a correr, agachando la cabeza y zigzagueando mientras resistía el impulso de abrirse paso a tajos entre las raíces. Espero que sepas lo que estás haciendo, Maraad. De repente se abrió una grieta en la tierra, justo bajo sus pies, y tuvo que salvarla de un salto en el último instante. Al fondo vio el furioso resplandor rojo del magma.

Los dos chamanes oscuros retrocedieron poco a poco a medida que la elfa se les acercaba. Brotaron del suelo pedazos de roca entre los orcos y ella. La culebraíz intentó atenazarle el cuello. Le resultaba imposible acortar la distancia.

Una figura se precipitó sobre los orcos por la retaguardia. Era Gina. Lyalia esperaba que lanzase un ataque repentino, golpear y huir, pero la pandaren se subió a la espalda de Mashok arrancándole la cola de caballo y sujetándolo del cuello con un brazo.

El otro orco, Zertin, vaciló. Otra figura se acercó a él por el flanco. El granjero Fung. Lyalia y Maraad se lanzaron a la carga. Mashok arrojó a Gina por encima de la espalda, pero fue derribado a su vez por Haohan. Zertin eludió las tijeras de esquilar de Fung, y al hacerlo se puso al alcance de Lyalia. La elfa de la noche le asestó un tajo con su guja lunar, y luego otro. Zertin esquivó el primero, pero el segundo le abrió una herida en el brazo.

—¡Ya es suficiente! —Mashok estaba tumbado boca arriba, pero dio una palmada y de repente Gina y Haohan fueron izados del cuello por unas raíces. Otros tallos de culebraíz agarraron a Fung, enroscándose alrededor de su tobillo.

—Estoy de acuerdo —dijo el vindicador Maraad. Su martillo voló por los aires con un silbido. Mashok gritó y trató de apartarse rodando, pero el martillo le alcanzó de lleno en el muslo derecho. Lyalia oyó romperse el hueso.

Un instante después, tres afiladas estacas de madera de raíz atravesaron el vientre de Maraad, perforando su armadura. El draenei cayó con un gruñido, derramando su sangre azul oscuro sobre la tierra.

Zertin rugió de cólera, pero la zarpa abierta de un pandaren se la cerró con un chasquido al golpearle en la barbilla. Zarpa Collado. Zertin se hincó de rodillas. Dos raíces se clavaron en los hombros del anciano pandaren y tiraron de él hasta derribarlo.

—¡Zarpa Collado! —gritó Lyalia, hundiendo ferozmente una de las hojas de su guja lunar en el pecho de Zertin. Cinco, pensó. Antes de que pudiera realizar otro movimiento, notó que un zarcillo de raíces le rodeaba el cuello y lo constreñía. Las espinas se le clavaron profundamente en la carne y la raíz le hizo perder el equilibrio.

Cinco yo sola. Nueve de diez entre todos. No está nada mal.

***

Mashok alzó las manos y cerró los puños. Las raíces se apretaron, tumbando a los pandaren boca arriba, enredándolos por completo. El único que quedaba libre era el hozen, y Mashok podía oírlo chillar a lo lejos mientras trataba de recuperar el control del mushan. La elfa de la noche forcejeaba contra la planta que le atenazaba el cuello, y el draenei respiraba muy despacio, aferrado a la raíz que seguía clavada en su estómago.

Todo había terminado. Los espíritus sollozaron y gimotearon en la mente del orco, un canto de victoria más que apropiado. Zertin exhaló un último suspiro a unos pasos de distancia y se quedó inmóvil, reuniéndose con los demás chamanes oscuros en la muerte. No eran una pérdida terrible, pensó Mashok. Sus secuaces siempre le habían estorbado.

—Y ahora —dijo Mashok, saboreando el frío placer del momento—, voy a cumplir mi promesa —el orco chasqueó los dedos y las raíces obligaron al vindicador Maraad a postrarse de rodillas—. La elfa nocturna y tú seréis los últimos en morir. Después de que me haya deshecho de esos granjeros a los que no habéis sido capaces de proteger.

—No importa —las mordaces palabras provenían del viejo Zarpa Collado, a quien le manaba sangre de los hombros y de la boca—. Estás solo. La tierra sabe que eres su enemigo.

—Bien —replicó Mashok con una sonrisa—. ¿Así que habéis cuidado de este terruño durante generaciones? Pues escúchame bien: pienso echar sal en estas tierras. Haré que los espíritus lamenten vuestra estupidez. Dejaré baldío este valle —dijo mirando con desprecio al pandaren—. Sabrán que vosotros decidisteis enfrentaros a mí, y también sabrán que les estaré obligando a destruir todo aquello por lo que siempre habéis trabajado.

—Ya lo saben. Querías acabar con ellos, y nosotros nos opusimos —dijo el draenei con voz débil y entrecortada—. Lo saben.

Mashok lo ignoró.

La tierra calló. Los espíritus guardaron silencio. Ya no suplicaban piedad. Ya no trataban de escapar. Ya no lloraban. Por fin, sumisión. Solo se oía un leve susurro en los campos, detrás de Mashok. El orco no se volvió. El hozen aún estaba chillando a pleno pulmón, muy lejos de allí. No suponía ninguna amenaza.

—Cubriré vuestras tierras de cenizas. El fuego exterminará incluso a las alimañas que se arrastran por el suelo. Nada volverá a crecer aquí. Entonces, y solo entonces…

—¿Ni zanahorias? —preguntó el granjero Fung. Apenas si pudo articular las palabras debido a la presa de las raíces en su garganta. Mashok miró fijamente al pandaren inmovilizado—. ¿Ni siquiera podrán crecer zanahorias en esta tierra?

Transcurrió un prolongado momento de silencio.

—¿Incluso ahora, te burlas de mí? —siseó el orco—. ¿Incluso ahora…?

—Es una pregunta muy sencilla —le interrumpió Fung—. ¿Volverán a crecer zanahorias aquí, o no?

—¡No! —escupió Mashok, y sus palabras resonaron por toda la región—. ¡Nadie volverá a cultivar zanahorias aquí jamás! —sentenció. ¿Pero por qué sonreía el granjero? Mashok hizo que las raíces se tensaran alrededor del cuello del labrador hasta que las espinas se le hundieron en la carne—. Creo que te mataré a ti el primero —dijo el orco.

Mashok se detuvo de repente. Los espíritus estaban tranquilos. Demasiado tranquilos. Demasiado obedientes. El susurro de los campos ya no se oía.

Se dio la vuelta.

Un mar de refulgentes ojos rojos le dio la bienvenida. Mures. Cientos de ellos. Miles. Estaban ahí quietos, observándole.

El susurro de los campos… Los espíritus no habían avisado a Mashok. Un roedor dio un paso al frente del resto del grupo. Era el del pelaje a rayas blancas y la paleta tan rara. El mur olisqueó el aire. Mashok agitó la mano con gesto desdeñoso.

—Marchaos. Ahora mismo —dijo el orco.

El mur del diente curvo inclinó la cabeza, pero no retrocedió.

—¿Tú… matas zanahorias?

Mashok le enseñó los dientes.

—Marchaos.

La tierra se estremeció al pronunciarse aquella palabra. Al menos los espíritus de la tierra sabían que debían obedecerle sin rechistar.

Los mures se encogieron al notar que la tierra temblaba, pero sus inquietantes ojillos rojos permanecieron firmes.

—Tú dices que tú matas zanahorias —dijo el mur del diente torcido—. ¿Por qué matas zanahorias?

Aquello era absurdo. Necesitan una lección. Mashok ordenó con frialdad a la tierra que se tragase al jefe de los mures, que se abriera bajo sus patas.

No, dijo la tierra.

Mashok presionó a uno de los espíritus. Chilló de agonía, pero mantuvo su negativa. Cada momento de tu existencia será un dolor inenarrable si no me obedeces, dijo Mashok al espíritu. Transmitió el mismo mensaje mental a los demás. No os atreváis a desafiarme otra vez. Obedeced.

—Otros grandotes cultivan zanahorias —dijo el mur de la paleta curva—. Zanahorias grandes. Tú no matas zanahorias. Tú no matas grandotes.

Carbonízalos, ordenó Mashok a un espíritu de fuego.

No, replicó el espíritu, y gritó.

Un espíritu del viento no esperó a recibir la orden. No pienso obedecer, afirmó.

Ni yo tampoco, agregó un espíritu de agua

Mashok impuso su voluntad a la de ellos, fustigándolos con la mente, infligiéndoles un tormento indescriptible. Pero seguían sin obedecer.

Ellos no lucharon contra nosotros, dijo el espíritu de fuego. No te ayudaremos.

Las raíces que retenían a los pandaren y a los miembros de la Alianza se aflojaron. El draenei gruñó cuando la estaca se retiró de sus entrañas.

—No —susurró Mashok.

—Tú no matas zanahorias —repitió el mur del diente curvo. Los demás corearon sus palabras.

—No matas zanahorias… no matas zanahorias…

—¡Doblegaos ante mí! —rugió Mashok. Sabía que los espíritus le oirían—. ¡Doblegaos u os quebraré! ¡Nada puede resistir eternamente!

No nos hace falta, respondieron los espíritus al unísono. Solo tenemos que resistir unos instantes.

Mashok apenas llegó a vislumbrar un destello de luz antes de que algo le golpease en la sien. Dio con la mejilla en la tierra, y en el suelo junto a él vio caer el radiante martillo del vindicador Maraad.

Los mures se abalanzaron sobre el orco.

—¡No matas zanahorias!

Mashok profirió un alarido y trató en vano de zafarse de la oleada de dientes y ojos brillantes que cayó sobre él.

***

Se oyeron gritos de agonía procedentes del infernal hervidero de cuerpecillos. El orco luchaba, pero cada mur que lanzaba por los aires volvía a unirse a la refriega en un abrir y cerrar de ojos. Haohan observaba de rodillas, jadeando intensamente.

—Siempre supe que esos roedores valían para algo. ¿Estás bien, Gina?

Su hija le restó importancia con un gesto, pero el pandaren podía ver que la sangre le estaba apelmazando el pelaje.

La mirada de Haohan se cruzó con la del draenei.

—¿Puede detenerlos? —preguntó Maraad. Estaba en pie, apretándose la herida del estómago con ambas manos; su dolor era evidente. Se aproximó cojeando al viejo Zarpa Collado y se arrodilló frente a él. Le envolvió un halo de Luz, y el pandaren dio un respingo. Las heridas de su hombro habían desaparecido.

—¿Detener a los mures? —preguntó Haohan echando otro vistazo al caos que bullía en su sembrado. El chamán oscuro parecía estar vivo aún; a pesar de sus forcejeos, los mures lo estaban arrastrando hacia una gazapera cercana—. ¿Y por qué iba yo a querer hacer eso? Ha destruido mi hogar.

Lyalia se acercó lentamente a Haohan.

—Créame, comprendo cómo se siente —aseguró la elfa de la noche—. Pero no importa lo que merezca, es mejor que lo capturemos con vida.

—¿Para hacer justicia?

—Es un chamán oscuro —dijo Lyalia—. Muy pocos han sido capturados vivos, y menos aún son tan poderosos como este. Cualquier cosa que podamos aprender de él nos vendría muy bien —explicó, y al cabo de unos instantes añadió con una sonrisa—. Y también para hacer justicia.

Haohan se frotó un hombro dolorido y meneó la cabeza arrepentido.

—Tienes razón. Sería un final demasiado rápido para él —dijo. Se puso en pie con un gruñido y caminó tambaleándose hacia la masa de escombros que había sido su hogar—. ¿Dónde estaba…? Ah, aquí —dijo, apartando parte de la techumbre caída para revelar la entrada de la despensa. Pese a la penumbra previa al alba, aún podían verse hileras de zanahorias gigantescas—. Gina, ¿te importa extender la invitación?

Gina hizo una mueca de dolor y se aclaró la garganta.

—¡Zanahorias! —gritó.

Los mures se quedaron quietos al instante y volvieron sus brillantes ojos rojos hacia ella.

—¡Aquí están vuestras zanahorias! ¡Y nuestro agradecimiento! —exclamó, y luego añadió hablando entre dientes—. Hala, nos quedamos sin cosecha.

Haohan señaló la despensa y asintió exageradamente con la cabeza.

—¡Coged todas nuestras zanahorias! Que os aproveche.

Las criaturas dudaron, mirándose unas a otras, luego al orco, y después a los pandaren otra vez. El mur del diente curvo fue el primero en apartarse del chamán oscuro. Centenares le siguieron.

El vindicador Maraad vadeó el torrente de mures. Aún quedaban algunos golpeando y mordisqueando al orco cuando el draenei los apartó con cuidado. Refunfuñaron un poco, pero no tardaron en desviar su atención a los manjares de la despensa.

Mashok tenía una mirada furibunda; el resto de su cuerpo parecía carne picada. Maraad se arrodilló junto a él, preparándose para curar sus heridas.

—Sospecho —dijo Maraad— que esto no ha terminado como tú te esperabas.

Rayó el alba.

VII

El carromato crujía sonoramente. Pronto el hogar de los Zarpa Fangosa desapareció tras el horizonte. El vindicador Maraad no apartaba la vista del orco. Tenía el peto a un lado; estaba agrietado y dañado por la batalla. El draenei comentó que tendría que arreglarlo o buscarse uno nuevo.

Lyalia oteó los campos, pero siempre acababa volviendo la mirada al camino que dejaban atrás. Alrededor de tres docenas de mures seguían de cerca el carro de Haohan, con la mirada fija en Mashok. A plena luz del día sus ojos rojos no intimidaban tanto, pero cada vez que uno de ellos ladraba, Mashok se encogía. El orco volvía a estar encadenado y no había abierto la boca desde el amanecer.

Maraad se había pasado toda la mañana curando a los demás. Y a sí mismo en último lugar. Lyalia hizo compañía al orco. Haohan mandó traer obreros de El Alcor para reconstruir su casa; se aceptaban forasteros. Fung había protestado por esto último.

—He estado pensando —dijo Haohan. Asía las riendas suavemente con sus zarpas—. ¿Qué habría pasado si nosotros hubiéramos preferido rendirnos?

—No lo hicieron —señaló Lyalia.

—Aun así. La oferta de nuestro amigo, vuestras vidas a cambio de las nuestras. Si les hubiéramos creído y os hubiéramos entregado, ¿qué habríais hecho? —ambos callaron durante un rato; únicamente se oían los chirridos del carromato—. Diría que las cosas se habrían puesto muy feas para vosotros dos. ¿Lucháis contra nosotros para salvar la vida? ¿O bien os rendís y os dejáis matar por una promesa que sabéis de sobra que vale menos que el excremento de mushan? —Haohan ahogó una carcajada—. Algunos os habrían tachado de estúpidos si hubierais elegido lo segundo

—Alguno habrá.

—Y otros podrían tachar a toda la Alianza de imbéciles descerebrados por capturar a un enemigo derrotado en vez de destriparlo por si acaso —añadió Haohan.

—Alguno habrá —respondió Maraad.

—Hum —Haohan tiró de las riendas y el carro viró hacia el sur en una bifurcación de la carretera. Hacia Krasarang. Hacia Desembarco del León—. Mírame. No he parado de parlotear en todo el viaje. Diciendo tonterías. Dándoos la tabarra después de la noche que hemos pasado.

Lyalia y Maraad intercambiaron una breve mirada. El draenei meneó la cabeza con expresión risueña y volvió a centrar su atención en el orco. Mashok se encogió otra vez cuando un mur se subió a la parte de atrás del carro, soltó un fuerte ladrido y luego saltó a la carretera.

—De todos modos, le he estado dando vueltas —prosiguió Haohan—. Igual no os importa que este pobre granjero siga filosofando un poco más. Me pregunto si esos que os tacharían de estúpidos no estarán equivocados. Si uno afirma tener principios, debe honrarlos siempre. Gane o pierda. De lo contrario, esos principios no significan nada. Vosotros los de la Alianza afirmáis tener toda clase de principios civilizados. Seguro que algunos lo consideran una desventaja cuando las cosas se tuercen.

—Alguno habrá —dijo Lyalia.

—Hum. Aun así, he estado…

—¿… pensando? —preguntó Maraad.

—¿Cómo lo sabes? En fin, esto es lo que se me ha ocurrido: todo eso de ser tan civilizado seguramente os sitúa en desventaja. Si la gente confía en que no la vais a apuñalar por la espalda, igual se les pasa por la cabeza que ellos sí pueden apuñalaros a vosotros sin tapujos —dijo Haohan hizo restallar las riendas—. Pero eso sería un error, ¿verdad? No hay nada que dé más miedo que una persona civilizada que ha perdido los estribos. A algunos no les gustaría comprobar lo que pasa cuando obligan a la gente honrada a defenderse.

—Alguno habrá —asintió Maraad.

—¿Esos mures nos van a seguir todo el camino hasta la costa? —intervino Lyalia.

—Seguramente —respondió Haohan. El orco se echó a temblar.

El carromato siguió su viaje.

 

 

Written by Epsilon

Deja una respuesta

[Carbot Animations] Wowcraft Ep.1 the Creation

Se cierran los foros de Daño, Sanación y Tanqueo