Nuevo relato corto oficial de Lore por Steve Danuser, donde conoceremos más sobre Sylvanas y Nathanos.
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Nathanos Marris cerró los ojos y aspiró hondo por una nariz que se había roto más veces de las que recordaba. En el aire inmóvil y húmedo flotaba aún un ligero olor a otoño, mezclado con el aroma de las flores silvestres que brotaban entre los adoquines del sendero. Era un buen olor; familiar, terroso… Y estaba decidido a no renunciar a él.
Las botas de la general forestal no hicieron el menor ruido al acercarse. Como siempre, Sylvanas Brisaveloz despedía la fragancia de las rosaledas de su ciudad de elfos nobles. Nathanos habría reconocido el aroma en cualquier parte.
El humano permaneció un rato en silencio, disfrutando de su mera compañía. Los únicos sonidos eran los de los pájaros que celebraban con su canto la puesta de sol y el suave balido de las ovejas que pastaban al otro lado de la cerca que había construido con su padre cuando era solo un niño.
Abrió los ojos. Desde lo alto de la pequeña loma se divisaba la totalidad de la hacienda de Marris. La casa en la que había pasado la mayor parte de su vida. Los cobertizos que había que reforzar antes del invierno. El trigo que pronto estaría listo para la recogida.
Su hogar.
A Nathanos le encantaba aquella vista. Se sentía orgulloso de ella. Puede que por eso dejase que el momento se prolongase un poco más, antes de arruinarlo con sus palabras.
—No deberías estar aquí —rezongó.
—Bonita manera de hablarle a tu comandante —respondió Sylvanas mientras se volvía hacia él. A pesar del desconcierto de sus labios, había en sus ojos un brillo acerado que exudaba autoridad. Al lado de su ropa de cuero teñido de azul y el vistoso arco que llevaba a la espalda, Nathanos, con su tosca indumentaria de trabajo y la barba descuidada, parecía un bufón.
Nathanos sacudió la cabeza.
—Sabes perfectamente lo que quiero decir, Sylvanas. Ha habido quejas entre los Errantes desde que me ascendiste a señor forestal. Tus visitas a este lugar no han pasado inadvertidas y los tan nobles señores forestales cotillean como lavanderas en un arroyo.
Sylvanas se bajó la capucha azul para soltarse la larga melena trigueña.
—No sabía que te importase tanto lo que pensaran los demás de ti.
Las palabras de la elfa noble transpiraban una fingida simpatía que puso a prueba la determinación de Nathanos.
Apretó las mandíbulas con frustración. Le molestaba que Sylvanas se hubiera acostumbrado tanto a su malhumor que no le diese la menor importancia.
—Que digan lo que quieran de mí esos chismosos. Pero tú eres su líder y no puedes permitirte el lujo de perder su respeto.
Sylvanas le apartó de la cara unas hebras de cabello cobrizo.
—Como general forestal, tengo el deber de recibir los informes de mis exploradores sobre el terreno. Y, dado que prefieres recluirte en la espesura de Lordaeron a servir en Quel’Thalas, no me queda más remedio que visitarte de vez en cuando.
Nathanos se encogió de hombros.
—Es mejor que me mantenga alejado. No tengo paciencia para las intrigas de vuestra ciudad. Aquí puedo pensar… Respirar. Placeres sencillos que me resultan imposibles a la sombra de esas torres antiguas.
—Lor’themar dice que te ocultas aquí porque te intimidan los elfos arqueros —dijo ella enarcando una ceja.
—¡Lor’themar Theron es un necio! Tiene más dotes de político que de forestal. Disparo tan bien como él y puedo demostrárselo cualquier día.
Nathanos se mordió la lengua para no decir más. Sabía que su irritación la divertía y no quería darle esa satisfacción.
—Es un alivio saber que la razón de tu aislamiento es esa. Temía que te hubieras cansado de mi compañía.
El sol poniente iluminaba la simetría perfecta de sus rasgos y sus ojos azul claro centelleaban con la dorada luz. El efecto era tan perfecto que Nathanos se dijo que debía ser un hechizo que utilizaba la elfa cuando quería llevar las riendas de una conversación o distraer a un rival.
Y funcionaba, claro. Antes de que se diera cuenta, había empezado a alimentar la vanidad de la forestal.
—No es que no te quiera aquí, Sylvanas. Pero tu gente necesita a su general forestal. Sobre todo, en estos tiempos tenebrosos.
La elfa frunció el ceño.
—Te concederé tu deseo dentro de poco. Voy a ir a ver a mi hermana Alleria. Cree que los orcos han puesto los ojos en Quel’Thalas y planean atacar nuestro hogar. Y, si tiene razón, puede que tengas que acudir en defensa de Lunargenta, te guste o no.
Nathanos la cogió del brazo y la atrajo hacia sí.
—Sylvanas, sabes que cumpliré con mi deber y…
Antes de que pudiera terminar la frase, llegaron unos gritos desde el otro lado del campo:
—¡Nathanos! —exclamó un muchacho que corría hacia ellos agitando los brazos entre las sobresaltadas ovejas.
Al acercarse a los forestales y reparar en la presencia de la elfa noble, se quedó boquiabierto. Estuvo a punto de caerse al trepar sobre la cerca de madera y se detuvo a un paso de Sylvanas.
—General forestal Sylvanas Brisaveloz —dijo Nathanos—. Te presento a mi primo, Stephon Marris. Solo tiene nueve años, pero, como podéis ver, su falta de modales es ya comparable a la mía.
Stephon se puso colorado. Nathanos arrugó el gesto para contener una sonrisa. Le tenía mucho cariño al muchacho, entre otras cosas por lo mucho que se le parecía. Stephon le recordaba constantemente lo que significaba vivir en un mundo donde todo era maravilloso y nuevo.
—Tonterías, Nathanos —dijo Sylvanas, mientras se arrodillaba para colocarse a la altura del niño y le obsequiaba una cálida sonrisa—. Estoy convencida de que llegará a ser bastante civilizado, a pesar de tu influencia.
—¿Eres…? ¿Eres una forestal? ¿Como mi primo? —balbuceó Stephon con los ojos muy abiertos.
—No, muchacho. Sylvanas es mucho más. Dirige a todos los forestales en estos pagos —dijo Nathanos.
Stephon los miró a ambos de hito en hito, mientras su joven mente intentaba encontrar algo que decir.
La elfa noble se inclinó hacia el muchacho y le susurró, como si estuviera confiándole un secreto:
—¿Quieres ser forestal de mayor?
El primo de Nathanos sacudió la cabeza con todo el vigor de la juventud.
—¡Quiero ser un caballero de brillante armadura, con una espada enorme y un castillo propio! No quiero vivir en el bosque ni disparar flechas desde los árboles. —Puso cara de pánico—. Y no es que los forestales no sean… Esto… ¡Lo que quiero decir es que sería un placer trabajar para ti, general!
Una risilla escapó entre los labios de Sylvanas, suave y melódica. Nathanos suspiró con los dientes apretados.
—Se hace tarde, Stephon. Es mejor que vuelvas a casa y dejes de molestar a mi comandante.
Antes de que el niño echara a correr, Sylvanas estiró el brazo con felina elegancia y le cogió la mano. —Quédate esto —dijo mientras le ponía una moneda de oro en la palma—, hasta que tu tío decida que ya tienes edad para comprarte tu primera espada.
Stephon esbozó una sonrisa tan radiante que habría podido iluminar los campos en medio del crepúsculo.
—¡Gracias! ¡Gracias! —Se incorporó de un salto, trepó sobre la cerca y se alejó corriendo por el prado mientras las ovejas, balando, se desperdigaban en todas direcciones—. ¡Voy a tener mi propia espada! —gritó, sin dirigirse a nadie en concreto.
—Vaya, muchas gracias —refunfuñó Nathanos mientras se mesaba la barba—. Ahora no dejará de hablar de esa moneda en la vida.
Se incorporó y siguió a Stephon con la mirada hasta que desapareció detrás de la loma.
—Solo necesita alguien que crea en él —respondió ella—. Como todos, de vez en cuando.
La nostalgia de su voz hizo que Nathanos se preguntara cómo habría sido de joven.
Guardaron silencio un rato, mientras desaparecían los últimos rayos de sol. El zumbido de los insectos reemplazó al canto de los pájaros antes de que intercambiaran otra palabra.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó él finalmente.
Sylvanas esbozó una sonrisa fugaz.
—Mañana, creo. Ya es tarde, y le debes a tu general forestal una buena cena… y el placer de tu compañía.
Echó a andar hacia la casa. Al pasar, le rozó el dorso de la mano con las yemas de los dedos.
Nathanos pensó un momento en la incesante política de Lunargenta, la sonrisa despectiva de Lor’themar Theron y la sombra cada vez más amenazante de la Horda. Una parte de él anhelaba una vida más sencilla, dedicada a trabajar la tierra, como su padre y el padre de su padre antes de él. Podía abandonar las filas de los Errantes y vivir el resto de sus días allí, en la hacienda. En casa. Pero para eso habría tenido que sacrificar algo que le era mucho más preciado que su posición como señor de los forestales.
Mientras sus pies echaban a andar por el viejo sendero, hacia la casa y el calor de la chimenea que lo esperaba dentro, se dio cuenta de que la decisión ya estaba tomada. A la mierda la política. A la mierda el mundo. Le había hecho una promesa a Sylvanas y nada lo apartaría de su lado.
* * *
—¿Por qué vacilas, campeón mío?
La estridente impaciencia que traslucía la voz de Sylvanas arrancó a Nathanos del sedoso abrazo de los recuerdos. No acostumbraba a recrearse en el pasado. Aquella vida pertenecía a otro hombre, un hombre que había muerto hacía mucho. Todo cuanto lo definiera antaño como ser humano —su casa, su familia o sus obligaciones— eran cosas distantes e insignificantes, sin valor ni sentido alguno para el ser en el que se había convertido. Era el Clamañublo. Era un Renegado. Y ya no servía a la general forestal de los elfos nobles.
Servía a la reina alma en pena.
—No termino de entender qué sentido tiene.
Durante un instante fugaz, lo sorprendió el ronco chirrido del eco de sus palabras contra las paredes de piedra oscura de los aposentos reales. Casi había esperado que brotara una voz humana de entre sus labios. ¡Necio sentimental!
—El ritual te hará más fuerte —respondió ella. Sus ojos rojos centellearon mientras caminaba por el estrado que ocupaba el centro de la inmensa cámara circular—. Y, con las incursiones de la Legión en tierras de la Horda, necesito que mi campeón sea fuerte.
Nathanos apartó la mirada de Sylvanas para posarla en la estoica Val’kyr que flotaba tras ella. Las alas desplegadas del espectro ocupaban casi los veinte pasos que separaban dos de las gigantescas columnas que rodeaban la plataforma. De todo Entrañas, desde donde su reina gobernaba rodeada de fantasmas y demonios tenebrosos, la presencia de las Val’kyr, con el semblante perpetuamente oculto tras aquellos pesados yelmos, era lo que más lo perturbaba. Había oído decir que las imponentes guerreras vrykuls habían sido en su día las custodias de los muertos, encargadas de conducir hasta su honorable descanso a las almas dignas. Pero aquella, como todas sus hermanas, había sido subyugada por el Rey Exánime y había recibido la orden de formar un ejército para el mismo monstruo que le había quitado la vida a Sylvanas Brisaveloz y le había impuesto la condena de la no-muerte.
Pensó en ello un instante, receloso. ¿Había acertado la reina al poner tales criaturas a su servicio tras la derrota del Rey Exánime? Se reprendió rápidamente y expulsó toda duda de su mente. Las Val’kyr habían demostrado su valía reclutando nuevos Renegados para la causa de Sylvanas. La Dama Oscura sabía mejor que él lo que les convenía. Como siempre.
Sin embargo, fue incapaz de resistirse a la tentación de provocarla un poco.
—Si crees que no soy lo bastante fuerte, quizá deberías nombrar a otro campeón.
Una llamarada de color carmesí prendió en los ojos de Sylvanas.
—¿Por qué tienes que ser tan difícil?
En su voz repicó una leve insinuación de la potencia que podía cobrar el lamento de un alma en pena y los tapices de las paredes se estremecieron como respuesta.
El tono de ofensa complació a Nathanos, pero se cuidó mucho de demostrarlo.
Tras un momento de muda rabia, la Dama Oscura recobró la compostura.
—El poder de las Val’kyr preservará mi cuerpo durante eones. Tu cuerpo humano, como el del resto de mis Renegados, no disfrutará de la misma longevidad. Quiero prevenir su descomposición y ahorrarte el dolor que yo padecí cuando…
Nathanos hizo un rápido gesto de asentimiento y la frase quedó sin terminar. Solo a él le había confiado el relato del día posterior a la caída del Rey Exánime, cuando, una vez cumplido su propósito en el mundo, intentó reclamar el eterno descanso que durante tanto tiempo se le había negado. Pero, al precipitarse sobre las heladas rocas que había bajo la Ciudadela de la Corona de Hielo, lo único que encontró allí fue la incansable voracidad del vacío. Aunque nunca lo reconocería con palabras, Nathanos la conocía lo bastante bien como para saber cuándo un miedo genuino se le aferraba al corazón.
Aquel día la había salvado su pacto con las Val’kyr, un hecho por el que él sentía una gratitud egoísta. Y, sin embargo, si su reina se hubiera perdido, él no habría tenido ninguna razón para prolongar aquella parodia de vida. Si se hubiera condenado a una eternidad de tormento en la oscuridad, habría podido poner fin a su propia existencia para soportar la condena a su lado.
—Quizá —dijo él— sería mejor que me dejaras ir.
El fuego se desvaneció de los ojos de la reina. Por un instante, Nathanos creyó entrever un destello de la misma luz azulada que brillara antaño en ellos. Pero, un momento después, volvieron a ser fríos y exigentes.
—Dos veces te he convocado a mi servicio, Nathanos Clamañublo. ¡No quedarás libre de él hasta que así lo decida!
El mundo daba vueltas en medio de una neblina densa y humeante. No había raciocinio ni sentido. Solo odio. Un odio profundamente arraigado en los rincones de su mente, cuyos tentáculos se enroscaban como enredaderas alrededor de su fétido núcleo. El hombre que una vez fue había sido asesinado y su sangre había regado la tierra que llamara hogar. La criatura que habitaba el cadáver del muerto no poseía libre albedrío. Ni lo necesitaba. Solo existía para servir al Rey Exánime.
Se volvió hacia el suelo, donde yacía el cadáver a medio consumir de su última víctima. Un cálido torrente de fuerza inundó su cuerpo al arrancarle un trozo de carne de la garganta. Recordó el embriagador éxtasis que se había apoderado de él al oír cómo se apagaban los gritos de la mujer y el terror petrificado en sus ojos muertos mientras la devoraba. Le arrancó un nuevo bocado, deseando sentirlo de nuevo.
¿Habían pasado días o años desde que lo levantaron? Tampoco importaba. El tiempo era la carga de los mortales, una carga de la que lo había liberado su amo y señor. Ahora, un solo propósito impulsaba cada uno de sus actos: la compulsión de propagar la peste de la no-muerte por todo el caído reino de Lordaeron. Devastar la misma tierra que había amado su alma humana. En su corazón no había sitio para otra cosa que la malicia, pero, de no haber sido así, se habría reído a carcajadas de la ironía.
Dejó de alimentarse y aguardó. Aguardó porque su amo deseaba que lo hiciese.
Pasó un momento antes de que lo sintiese. La misma impía magia que había reanimado su cuerpo sin vida hizo que el de ella se removiese. Observó, embargado por una extática maravilla, cómo se alzaba el cadáver de su víctima, convertido en una criatura de la Plaga, tan ávida de muerte como él. Lo miró. El miedo había desaparecido de sus ojos no-muertos, reemplazado por una rabia ardiente.
Puede que hubiera sonreído, de no haber tenido la mandíbula sujeta solo por unos finos jirones de carne. Y puede que él lo hubiera hecho, pero, en ese momento, cayeron varias flechas sobre el cráneo de su nueva compañera. El cuerpo se desplomó, decapitado y espasmódico.
Se volvió hacia los atacantes. Había tres figuras encapuchadas allí. Una parte de él reconoció sus armas y recordó lo letal que podía ser un arco, pero los recuerdos eran vagos y fugaces. Las inútiles nociones que perduraban aún en la mente del muerto le traían sin cuidado. Un odio burbujeante se alzó en su interior, listo para ser desatado.
Mientras se preparaba para abalanzarse sobre ellos, el del centro dio una orden. Al unísono, los otros dos apuntaron y desataron una lluvia de pesadas flechas de punta gruesa sobre sus piernas. Cayó al suelo. Intentó levantarse, pero una nueva descarga se lo impidió. ¡Malditas criaturas! No se paró a pensar por qué los encapuchados no habían acabado con él, como habían hecho con la mujer. En su mente solo había sitio para el deseo de hundir los dientes en la carne expuesta que asomaba entre las piezas de sus armaduras de color negro. Cuando se alzaran como seres de la Plaga a su lado, no necesitarían los arcos. El odio sería su única arma, como lo era la suya.
Husmeó el aire para azuzar su hambre, pero el olor lo desconcertó. Sus enemigos no eran humanos ni elfos. No eran seres vivos, de hecho. Estaban tan muertos como él. ¿Por qué no le dejaban cumplir la voluntad de su amo? El miedo y la frustración de un animal apaleado lo atenazaron mientras ellos lo mantenían de rodillas con sus inagotables flechas.
—¡Nathanos!
Una voz femenina pronunció su nombre. No. Aquel nombre había quedado sobre el suelo apestado de la hacienda Marris, muerto y sembrado de gusanos. ¡Cómo se atrevía a evocar su recuerdo! Una rabia candente y salvaje se hinchó en sus entrañas. Mataría a aquella intrusa. Se alimentaría de su carne. Saciaría con ella su sed de muerte.
Pero algo en la voz de la mujer encapuchada le impedía moverse. Su nombre había sido una orden y, con esa simple palabra, había alcanzado la furia que apresaba su espíritu y lo había atenazado.
No. El odio. La voluntad del amo. Si aquellos tres no la obedecían, debían ser destruidos.
—¡Nathanos! —volvió a decir la mujer, pero esta vez con el aullido que las almas en pena de su amo utilizaban en batalla.
Su intensidad lo sobresaltó. ¿Estaría allí por orden del Rey Exánime?
—¡Nathanos!
Esta vez, la voz despertó un recuerdo en su mente y dispersó la nube de furia.
La voz. Claro.
Sylvanas.
Al quitarse la capucha, el enfermizo fulgor amarillo de las Tierras de la Peste iluminó sus élficas facciones. La piel, antaño luminosa y llena de vida, se había tornado cenicienta. El cabello, que en su día brillara como oro hilvanado, parecía ahora apagado y carente de todo lustre. Sus bellos ojos de color azul se habían vuelto rojos. Un torrente de tristeza le acogotó la garganta al comprender que también Sylvanas había caído. Pero su aflicción dio paso al asombro ante la terrible majestuosidad que poseía su nueva forma. Cuando estaba viva, siempre había pensado que tenía el porte de una reina. Ahora que estaba muerta, irradiaba el poder de una diosa.
Sus ojos bajaron hasta la piel moteada de sus dedos nudosos, manchados con la sangre de su última víctima. Una avalancha de vergüenza tiñó la emoción de su reencuentro con Sylvanas. La idea de que lo viera así, como una consumida y horripilante parodia de su antiguo yo, le provocó un asco insoportable. Su brazo, casi por propia voluntad, se levantó para ocultar su rostro en descomposición.
—Sylvanas —mascullaron sus resecos labios.
Su voz se le antojó extraña y se dio cuenta de que era la primera palabra que pronunciaba desde su muerte. El servicio al Rey Exánime nunca había requerido palabras… Solo la capacidad de matar.
—He venido a por ti, Nathanos, para convocarte otra vez a mi lado.
No era digno de estar junto a ella. Ni de mirarla, siquiera. Pero su fuerza, su poder, lo hipnotizaron y obligaron a su brazo a bajar para que sus ojos pudieran encontrarse.
—Ya ves en qué… me he convertido —siseó—. ¿Para qué ibas a querer a un monstruo así a tu servicio?
Sylvanas hizo un ademán, como para restar importancia a los cadáveres en pedazos que sembraban el suelo, a su alrededor.
—Estoy levantando un nuevo reino, Nathanos. Un reino para los Renegados, pero libres de la voluntad del Rey Exánime Tú serás mi campeón y, juntos, desataremos una tormenta de sufrimiento sobre él. ¡Arthas responderá por sus crímenes!
Una sonrisa cruel arrugó los marchitos labios de Nathanos. La insidiosa neblina que lo controlaba había desaparecido y, al pensar en cobrarse venganza de su antiguo señor, apretó los puños. La rabia y el odio seguían consumiendo su corazón, pero, esta vez, su voluntad le pertenecía.
O no. En realidad, no.
Le pertenecía a ella, como siempre.
Los forestales oscuros que acompañaban a Sylvanas se pusieron tensos al ver que Nathanos se levantaba. Dio un paso al frente y agachó la cabeza.
—Soy vuestro, Dama Oscura. Hasta el fin de mis días.
* * *
Nathanos se miró la mano izquierda. Aún conservaba piel y ligamentos suficientes para empuñar un arco y enseñar a colocar las flechas incluso al más torpe de sus pupilos. Pero sabía que su fuerza había menguado. Su carne no muerta continuaba el inexorable proceso de descomposición y llegaría un día en que quedara inutilizada o terminara de pudrirse. ¿De qué le serviría entonces a ella?
Puede que solo fuera un cadáver en descomposición, se dijo, pero aún entendía el sentido del deber.
—¿Cuáles son tus órdenes, mi reina?
Sylvanas asintió.
—Arthas obligó a las Val’kyr a levantar caballeros de la Muerte para su ejército. Era un ritual mucho más poderoso que el que usan ahora para transformar cadáveres frescos en Renegados. Pueden utilizar sus poderes para moldear tu cuerpo y hacerlo más fuerte, más… resistente.
—¿Y no podrían usarlo con todos los nuestros? —preguntó Nathanos.
Sylvanas miró de reojo el implacable semblante de la fantasmal doncella de batalla.
—Es una tarea complicada y no la realizan de buen grado. Creo que, sin las energías del Rey Exánime para alimentarlas, deben sacrificar una parte de su propia esencia. —Se volvió hacia él—. Pero es mi deseo, así que lo harán.
Nathanos se acercó a la reina alma en pena y observó su semblante. Se dijo que, de nuevo, lo hacía por el deseo de provocarla. Pero era mentira. Quería otra cosa.
—Si las Val’kyr solo pueden hacerlo una vez, ¿por qué me elegís a mí?
¿Fue un destello de dolor lo que apareció en los ojos de la reina? Si lo fue, solo duró un instante, reemplazado por una mirada de determinación y una voluntad tan inflexible como el hierro.
—Ya te lo he dicho. La Legión amenaza con consumirnos a todos. Necesito a mi campeón a mi lado.
Nathanos sabía que la satisfacción que perseguía era mezquina. Pero, cada vez que la oía llamarlo por ese título, algo se estremecía en su interior.
—Pues, entonces, dile a esa criatura que se dé prisa —gruñó—. Tengo forestales a los que instruir.
Sylvanas esbozó una pequeña sonrisa antes de mirar a la Val’kyr y asentir. La doncella se volvió y se encaminó a un nicho que había en el muro de la sala del trono. La reina susurró un ensalmo y las piedras se abrieron. Al otro lado, se extendía un pasillo en penumbra. Era una de las muchas rutas que usaba para moverse por la ciudad en secreto. Nathanos tenía la sospecha de que había algunas que ni él conocía.
Cruzaron un laberinto de pasadizos y giros, diseñado para confundir a los posibles asesinos. La Val’kyr parecía conocer el camino, atraída, quizá, por el oscuro poder que palpitaba a través del Barrio de la Magia. Al cabo de un rato, las energías se volvieron tan palpables que hasta él empezó a sentirlas.
Después de doblar un último recodo, llegaron ante un callejón sin salida. Pero, con una palabra y un gesto de Sylvanas, las paredes se abrieron y los dejaron pasar.
Los muros de la sala estaban cubiertos por estantes rebosantes de libros y otros artefactos mágicos que reflejaban la luz de la lámpara. Dos enormes losas de piedra descansaban sobre sendos altares en el centro de la estancia. Una de ellas estaba vacía. Sobre la otra había un humano, vestido solo con ropa interior, amordazado y sujeto con gruesas ataduras de cuero. Junto a su figura se veían las piezas de una armadura, un martillo de guerra y un escudo dorados y de bella factura. Nathanos reconoció el escudo de armas de la Cruzada Argenta en todos ellos. El cautivo, aunque incapaz de moverse, no parecía dañado ni mutilado. Nathanos chasqueó la lengua. Había capturado o quitado la vida a incontables paladines, pero pocas veces los había dejado tan intactos como aquel parecía estar.
El Clamañublo lo señaló con un ademán, mientras se volvía hacia su reina.
—¿Qué es esto?
—Combustible —respondió la gélida voz de la Val’kyr.
Sylvanas rodeó el altar ocupado.
—El ritual requiere un sacrificio. Una carne… similar a la tuya.
Se detuvo junto a la cabeza del paladín y clavó la mirada en Nathanos.
¿Qué prueba era aquella? ¿Qué esperaba que viese? Se acercó y estudió el rostro del hombre. Había algo familiar en la seriedad del ceño, la firmeza de la mandíbula, la determinación de la mirada del humano que intentaba liberarse…
De pronto se dio cuenta de que existía cierto parecido entre el paladín y lo que recordaba de su propio cuerpo. Hacía ya tanto de su despertar que había asumido que los recuerdos como aquel se habían perdido, pero ver a aquel humano era como contemplar un reflejo de su pasado.
Su pasado…
En ese instante, el humano le clavó la mirada. No había miedo en sus ojos, solo desprecio y resignación.
Nathanos se inclinó y le quitó la mordaza.
—Hola, primo.
El rostro de Stephon se arrugó con repulsión.
—He rezado a la Luz para pedirle que estuvieras muerto. Que tu alma hubiera encontrado descanso.
Había tristeza en sus palabras, pero también amargura.
Nathanos chasqueó la lengua.
—Dime, ¿llegaste a gastar la moneda de oro que te dio la general forestal?
—Me la guardé —respondió el paladín con voz desafiante—. Durante años, tras la caída de Stratholme, después de que la Plaga arrasara Lordaeron, con la esperanza de que, de algún modo, mi primo hubiera sobrevivido. Pregunté muchas veces lo que había sido de ti, sin obtener otra respuesta que encogimientos de hombros y silencios incómodos. Poco después, empecé a oír relatos sobre un monstruo llamado el Clamañublo, que merodeaba por la hacienda Marris dando caza a los héroes de la Alianza que intentaban restaurar la paz. Creyendo que podía ser el responsable de la muerte de Nathanos, hice voto de acabar con él. Pero entonces oí susurrar el auténtico nombre del demonio a dos refugiados de Villa Darrow y supe en qué te habías convertido.
Stephon dejó estas palabras suspendidas en el aire.
—Y, aquel día, arrojé la moneda al río.
Escupió sobre el suelo.
Nathanos guardó silencio. No tenía sentido negar la verdad. Se había quedado en la granja por orden de su reina, acechando a sus enemigos para darles caza. Había disfrutado especialmente atormentando a los elfos nobles forestales, los mismos Errantes junto a los que había servido y a los que había dirigido en su día. Su sorpresa y su indignación se disolvían al morir o se transformaban en una mueca horripilante cuando se alzaban en la no-muerte. Y mientras tanto, por muy noble que fuera el héroe, por muy amigos que hubieran sido en vida, Nathanos no sentía el menor atisbo de miedo o remordimiento. No sentía nada. Había cumplido con su deber, un deber para el que estaba muy bien preparado. Sus victorias le habían proporcionado el favor de la Dama Oscura. No podía concebir ni desear otra cosa.
Sylvanas dio unas palmaditas en el hombro a Stephon, que se encogió al sentir su contacto.
—Me han contado que, desde que hizo su juramento como caballero, tu querido primo se ha dedicado a patrullar por las Tierras de la Peste cerca de vuestra antigua granja. Y ha acabado con no pocos de los nuestros. —Su voz se tornó gélida mientras se inclinaba sobre el prisionero—. Podría haber ordenado a mis forestales oscuros que acabasen con él, claro, pero me alegro de no haberlo hecho. Ahora, este paladín servirá a un… propósito mayor.
—¡Jamás me uniré a vosotros! —exclamó Stephon con los dientes apretados.
—No te preocupes, primo —respondió Nathanos con tono sombrío y grave—. No es eso lo que pretende.
La reina alma en pena sonrió. —No exactamente —dijo y, sin añadir más, se alejó.
Al contemplar la figura impotente de su primo, Nathanos sintió que una oleada de algo nuevo se alzaba en su interior. ¿Misericordia? No, se sabía incapaz de eso. Pero no odiaba al paladín como a los demás hombres vivos. Era orgullo, comprendió. Parte de él se enorgullecía de que Stephon hubiera cumplido el sueño que había abrigado de niño. Aunque estuviera a punto de terminar.
Nathanos levantó la mirada hacia Sylvanas y los ojos de los dos se encontraron. ¿Era aquella la auténtica prueba? ¿Sospechaba que el amor por su primo podía llevarlo a traicionarla? ¿Se preguntaba si era posible que, llegado el momento decisivo, pudiera abandonarlo todo en un último y desesperado acceso de humanidad?
Pero, por supuesto, era imposible. Los sentimientos de un hombre muerto hacía tiempo jamás podrían apartar a Nathanos Clamañublo de su deber.
—Acabemos de una vez —dijo con voz seca mientras se encaminaba al altar vacío.
—¡La Luz me salvará! —exclamó Stephon, pero la desesperación de su voz delató su mentira.
—La Luz no puede encontrarte aquí, muchacho —respondió Nathanos sin apartar los ojos de la reina—. Juntos, abrazaremos la oscuridad.
Sin hacer ruido, la Val’kyr flotó hasta detenerse entre el humano maniatado y el taciturno no-muerto. Nathanos levantó la mirada hacia la doncella, con un semblante sombrío que disimulaba las dudas de su interior. Con las alas extendidas y los brazos en alto, la Val’kyr parecía llenar la cámara entera. Entonó un canto gutural en una lengua antigua, con palabras en las que resonaba aún el poder del Rey Exánime. Extendió sobre las losas de piedra unas manos recorridas por destellos azules y dorados. Nathanos separó los labios mientras su mundo estallaba en una disonancia de fuego y dolor.
Nunca había sufrido un dolor tal inmenso.
Cuando remitió la agonía y Nathanos volvió en sí, abrió los ojos. Poco a poco, la sala comenzó a cobrar forma ante él.
La Val’kyr estaba arrodillada en una esquina. La criatura, hasta entonces tan enorme e implacable, parecía ahora pequeña e indefensa.
La Dama Oscura se encontraba cerca de él.
—¿Cómo te sientes, Clamañublo?
—Muerto —respondió con voz seca—. Aunque no tanto como antes.
Su voz era la de un desconocido. No tenía ni la áspera fragilidad de unas cuerdas vocales medio paralizadas ni la vibrante fuerza de un hombre vivo. Tampoco era la voz de un alma en pena, pero sí repicaba con una brizna de su autoridad.
Los ojos de Sylvanas centellearon.
—¡Álzate, campeón!
Nathanos bajó las piernas de la mesa de piedra. Un leve jadeo escapó entre sus labios al ponerse en pie, sostenido por unas piernas que no terminaban de parecerle suyas. Como un niño que abriera un regalo, se quitó el guante de la mano izquierda y observó con asombro la flexión de sus propios dedos.
No había huesos a la vista. Ni carne colgante o músculos desgarrados. No era la mano de un hombre vivo, pero estaba entera y parecía fuerte.
Una mano digna del campeón de una reina, decidió.
Se la llevó a la mejilla. En lugar de la piel reseca y fina como el papel que le colgaba del cráneo, se encontró con carne turgente. Sus dedos exploraron la línea de una mandíbula adornada con una dura pelambre. La sensación lo dejó maravillado. Era casi como tocar un cuerpo humano.
Casi.
Se volvió hacia Sylvanas.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó, intentando aparentar una indiferencia que no sentía.
—¡Qué vanidoso, Clamañublo!
Había cierta burla en su voz, pero también deleite. ¿Le complacía que la poderosa Val’kyr se hubiera doblegado a su voluntad o solo la adquisición de un nuevo juguete? Lo condujo hasta un espejo grande y ovalado, con un vistoso marco, que colgaba de la pared.
—Compruébalo por ti mismo.
Cuando era general forestal de Lunargenta, Sylvanas sentía debilidad por los espejos. ¿Y por qué no? Incluso para ser una elfa noble, la segunda de las tres hermanas Brisaveloz poseía una belleza poco común. Los señores de un sinfín de casas nobiliarias habían pedido su mano. Se decía que hasta el príncipe Caminante del Sol la había deseado.
Pero, a los Renegados, los reflejos les servían de poco. Solo servían para recordarles su espantosa apariencia, la carne en descomposición que hacía que las demás razas se estremecieran de asco en su presencia. Los no-muertos personificaban el destino inexorable que esperaba a todos los seres vivos: terminar un día bajo tierra, pasto de los gusanos… Salvo que la reina alma en pena los convocase a su servicio.
Sylvanas aún conservaba algunos espejos en sus estancias, claro. Aunque la muerte le había arrebatado la clásica elegancia que había poseído en su día, su forma no-muerta conservaba aún un siniestro atractivo que Nathanos encontraba cautivador. Sabía perfectamente que, incluso entre sus enemigos de los reinos mortales, había algunos hipócritas que, mientras en público la denostaban y se burlaban de los Renegados, en privado intercambiaban fascinados susurros sobre la Dama Oscura. Y, aunque ella nunca lo reconocería, Nathanos sospechaba que una parte de ella, una parte que había quedado enterrada tiempo atrás, anhelaba aún sus atenciones.
Se miró al espejo. Tenía el rostro enjuto y teñido de amarillo, pero la carne parecía intacta. Por primera vez desde su muerte, se erguía alto y derecho, no encorvado y enteco como un anciano decrépito. De no haber sido por el fulgor carmesí de sus ojos, en la penumbra de Entrañas podría haber pasado por humano.
Esta transformación lo complacía, pero no veía razón para dejar que Sylvanas lo supiera.
—Bastará, supongo.
Vio que la sonrisa de la reina se esfumaba un instante, reemplazada por un destello de rabia y luego, de nuevo, por un gesto de satisfacción.
—¡Acabarás con un millar de demonios en nombre de tu reina! —proclamó.
El instinto le decía a Nathanos que era cierto. Su nueva fuerza la serviría bien en la guerra que se avecinaba. Y, si tenía mucha suerte, tras la victoria, los dos encontrarían la auténtica muerte y recibirían juntos la condenación.
Entonces se dio cuenta de que el semblante que estaba mirando no era completamente suyo. Se volvió hacia la segunda mesa ritual, donde no quedaba más que unas cenizas y las escasas manchas de un residuo oleoso. El armamento del paladín, resplandeciente en su día, yacía ahora por el suelo, arañado y deslustrado. Nathanos se dijo que no era más que los restos de un enemigo caído. Eso y nada más.
—Demasiado te habías aferrado a los andrajosos ropajes de tu vida anterior —exclamó la Dama Oscura, y Nathanos comprendió que tenía razón.
¿Por qué había conservado el uniforme mugriento de sus días como hombre… cuando era un ser de la Plaga? ¿Por pura indiferencia? ¿O porque había encontrado algún consuelo en los vestigios de su pasado?
Sylvanas hizo un gesto hacia un rincón en penumbra y, por primera vez, Nathanos reparó en una forestal oscura que aguardaba en la periferia de la cámara. La reina alma en pena había tenido la precaución de mantener una arquera a mano por si el hechizo de la Val’kyr salía mal.
—Anya, escolta a mi campeón a la armería y asegúrate de que se arma como corresponde a su condición.
La forestal oscura, en silencio, indicó a Nathanos que la acompañara. Al salir de la cámara, este inclinó la cabeza ante Sylvanas, cuyo rostro acariciaba la trémula luz de las lámparas.
Tras regresar por los túneles secretos, la pareja atravesó un largo pasillo que daba al anillo exterior de Entrañas. Nada más salir a la zona común, Nathanos empezó a constatar las desventajas de su nueva forma. Al igual que sus demás facultades, su sentido del olfato se había aguzado. El hedor de la carne podrida de tres Renegados que se le acercaban estuvo a punto de hacerlo vomitar. No había reparado en el olor a muerte tras despertar del ritual, pero ahora, entre millares de muertos, la peste lo asaltaba a oleadas.
Hizo acopio de determinación hasta que terminó de pasar el trío y luego se juró a sí mismo que no volvería a dejarse sorprender de aquel modo.
Si Anya se percató de su debilidad, no lo mencionó al romper el silencio:
—Hacía mucho que no veía tan contenta a la Dama Oscura. Nada más enterarse de que las Val’kyr podían realizar el ritual, mandó a buscaros.
—Nuestra reina es sabia —respondió él con un gesto de asentimiento—. Este cuerpo me permitirá servirla mejor.
Anya soltó una risilla, un sonido que hizo que a Nathanos se le pusieran los pelos de punta.
—¿No estás de acuerdo? —le espetó.
Al menos, la transformación no había alterado su genio.
—No es eso —respondió la forestal con un encogimiento de hombros.
—¿Y entonces? —preguntó Nathanos casi a gritos, pues la forestal oscura parecía demasiado satisfecha para su gusto.
Anya suspiró.
—Sí, ahora la reina tiene un campeón más poderoso. Pero no era eso lo que deseaba.
Nathanos se detuvo y la miró. Entornó los ojos, enfurecido por sus circunloquios.
—Di lo que tengas que decir.
Las comisuras de los labios de Anya se alzaron en un gesto descarado.
—Sylvanas desafió a un reino para nombraros señor forestal. Recorrió de cabo a rabo las Tierras de la Peste para recuperaros. Y, hoy, ha recurrido a su recurso más valioso para restaurar vuestra fuerza. Pensad en todas estas cosas, Clamañublo, y decidme cómo es posible que alguien tan astuto esté tan ciego a la más sencilla de las verdades.
Nathanos le dirigió una mirada ceñuda con las mandíbulas apretadas. Al cabo de un instante, del rostro de la forestal se borró todo rastro de sorna. ¡Maldita necia! En la cabeza de la reina no había cabida para tales frivolidades.
Ni en la suya. Fueran las que fuesen las emociones que hubiera albergado su corazón mortal, ahora solo conocía la ira y el desprecio. Era Nathanos Clamañublo, campeón de la reina alma en pena. Estuvo a punto de sonreír al pensar en el caos que se disponía a desatar sobre los enemigos de su señora.
Volvió a ponerse en camino, seguido por una Anya sumida ahora en un silencio respetuoso.
El lejano tintineo del acero se convirtió en un fragor estruendoso al entrar en el Barrio de la Guerra. Los instructores gritaban órdenes a un grupo de reclutas recién alzados, que practicaban sus golpes con muñecos diana… y algún que otro prisionero de la Alianza. A Nathanos, que había dedicado incontables horas a transformar neófitos como aquellos en curtidos soldados, no le hizo falta más que un vistazo para darse cuenta de que se trataba de un contingente especialmente lamentable. Frunció el ceño y juró corregir su incompetencia mientras continuaba en dirección a la armería.
Las paredes de piedra de la cámara estaban cubiertas por altos armeros, repletos de equipo y armamento. Quería una armadura que combinase malla y cuero, algo que ofreciese amplia protección sin entorpecer los movimientos. Escogió piezas de color verde y gris para ocultarse tanto en el bosque como en las sombras.
Al volverse para salir, el reflejo de la lámpara sobre una superficie de metal bruñido llamó su atención y se volvió hacia un estante abarrotado de armaduras. Debajo de algunas piezas, se encontró con una coraza de excelente factura que parecía limpia y bien conservada. Sus pensamientos regresaron al ritual y al vacío altar que había junto al suyo. A una decisión.
Durante un instante fugaz, sintió el roce de algo extraño e inquietante. Algo que no había experimentado desde el día de su muerte. Una debilidad de los mortales que, de manera imperceptible, se había colado a hurtadillas en su interior y, al fin, se había abierto paso hasta su garganta.
Era su arrepentimiento.