Nuevo relato corto de Lore de Matt Burns, donde nos desvelarán los oscuros secretos de cómo funciona la sociedad Arakkoa.
Tras el último relato donde se hablaba de los Ogros y su alianza con la Horda de Hierro ahora le toca a la sociedad Arakkoa que seguro hará la delicias de los más fans del lore de Warcraft.
Os dejamos tanto el post oficial en el blog de Blizzard como el propio relato para que podáis leerlo tanto en la fuente original como en nuestra web. ¡Esperamos que lo disfrutés al igual que nosotros!
Los Adeptos de Rukhmar gobiernan a los altos arakkoa, los alados habitantes de Trecho Celestial, con férreo fanatismo. Puero su vigilancia tenía un propósito vital: localizar al arakkoa que podría inconscientemente exponerlos a la maldición de las sombras de Terokk, y suspender su conexión a su dedidad, Rukhmar. Los adeptos condenan a estos miserables parias a vivir una lamentable existencia más allá de las montañosas Cumbres de Arak, tras quitarle sus alas para que nunca más puedan volver e infectar a otros con el contagio de la maldición.
Dos jóvenes sabios del sol de Trecho Celestial, emparejados desde edad temprana, se encuentran atrapados en una inesperada búsqueda de los textos apócrifos del pasado de Terokk y los verdaderos orígenes de la maldición. Lo que ellos encuentran desafiará sus raíces y sus creencias: los cielos de arriba pueden ocultar secretos tan oscuros como los cielos bajo las cumbres…
Descarga y lee «Textos Apócrifos«, escrito por Matt Burns, para descubrir los misterios de la sociedad arakkoa.
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La ceniza aún bajaba desde las Cumbres de Arak. Lo haría durante días. Semanas, quizás.
Reshad decidió que no le importaba. Podía soportar el humo y la ceniza, pero no el genocidio.
Lo rodeaba un bosque calcinado sembrado de árboles caídos y los cuerpos ennegrecidos de los otros desterrados arakkoa como él. Por encima se alzaban las escarpadas cumbres del Trecho Celestial, hogar de los altos arakkoa que habían tratado de exterminar a los compañeros de Reshad. Las torres de piedra de origen natural se hincaban en el vientre del cielo como garras. Encima de la más alta descansaba una gigantesca bola dorada, el arma de los altos arakkoa que había traído la muerte y la destrucción sobre los desterrados y su boscoso hogar.
Si Reshad cerraba los ojos, podía recordarlo todo de nuevo: el rayo de fuego incandescente que aprovechaba el poder del sol brotando del cristal e incendiando su mundo. Podía oír los chasquidos de la madera al partirse, los chillidos de los desterrados envueltos en llamas.
Pero se dijo a sí mismo que todo eso ya formaba parte del pasado.
Los adeptos de Rukhmar, la orden que había regido las vidas de los altos arakkoa con férreo fanatismo, estaban sumidos en el caos. Su arma había sido destruida. Algo nuevo emergía de las cenizas que habían dejado a su paso. Emergía de forma lenta, pero certera.
Reshad lo vio justo delante de sus ojos. La Orden de los Despiertos, una nueva sociedad arakkoa que luchaba por desterrar el odio y las rivalidades que habían atenazado a los suyos durante generaciones. En el bosque calcinado, los antiguos enemigos caminaban juntos como amigos: a un lado, los desterrados sin alas, producto de la maldición de Sethe; al otro, sus primos, los elegantes y poderosos altos arakkoa alados, quienes antaño despreciaban a todos los que habitaban por debajo de sus cumbres.
«Ya era hora», pensó Reshad. «Los viejos huesos se cansan…».
Un graznido familiar atrajo la atención de Reshad. Una masa indistinta de plumas rojas volaba en círculos por encima. Percy, su kaliri, descendió en picado con una bolsa rebosante de pergaminos entre sus negras garras.
—¡Ah, los encontraste! —Reshad aplaudió con sus nudosas manos. Había enviado a Percy a por uno de sus alijos de pergaminos. El astuto erudito había escondido muchos por todo el bosque a lo largo de los años. —Tráelos aquí.
Percy lanzó la bolsa junto a Reshad y los pergaminos se esparcieron por el suelo cubierto de hollín. —¡Raaak! —graznó el viejo desterrado—.¡Cuidado, Percival! ¡Sabes que son muy frágiles!
El kaliri se posó sobre un retorcido tocón y emitió un chillido de réplica.
—Sí, sí… —suspiró Reshad mientras rebuscaba en una bolsa de tela que llevaba sobre su toga violeta con ribetes de oro. Sacó un puñado de semillas y frutos—. No me he olvidado de tu recompensa…
Arrojó el puñado a sus pies y se limpió las manos en la toga. Percy saltó del tocón y se abalanzó de forma frenética sobre las semillas en un frenesí de picotazos.
—No olvides tus modales. Hay extraños en las inmediaciones —lo reprendió Reshad mientras empezaba a ojear los pergaminos esparcidos por el suelo. Rebuscó entre ellos con delicadeza, como si fueran huevos de kaliri. Contaban viejas historias que mostraban la sociedad arakkoa antes de su división en individuos alados y desterrados. Eran textos apócrifos, leyendas censuradas por los adeptos de Rukhmar en un intento de manipular y lavar el cerebro a los suyos.
Reshad depositó con cuidado los pergaminos en la bolsa mientras examinaba cada ejemplar en busca de daños producidos por el fuego. Se fijó en uno que hablaba de Terokk, el antiguo rey que había gobernado sobre los arakkoa, y cuyo título era Antes de la caída. Reshad lo sopesó con la mano.
Le pareció tan pequeño… solo tinta y pergamino. Pero al mismo tiempo tan poderoso que podía rivalizar con el falso sol que los altos arakkoa habían utilizado.
—¡Reshad! —Un desterrado apareció cojeando, sus plumas teñidas de hollín del color de una borrasca. Un alto arakkoa ataviado con una túnica de cuero añil sobre el plumaje de color verde turquesa caminaba a su lado.
—No hemos sido capaces de encontrar a Iskar —continuó el desterrado—. Los exploradores han ido en su búsqueda, pero tardarán un tiempo en regresar.
—Que así sea —dijo Reshad mientras una sensación de frío se apoderaba de él. El sabio de las Sombras Iskar era el líder de los desterrados. Su ausencia resultaba desconcertante. Su comportamiento durante las últimas semanas había sido distante e irritable, y Reshad se preguntaba sobre sus intenciones. Iskar siempre había estado obsesionado en cierto modo con el poder como resultado de su historia personal.
¿Pero qué es lo que busca? ¿Esta nueva sociedad de los arakkoa no es suficiente para él?
—¿Deberíamos preocuparnos? —preguntaron los altos arakkoa.
—Eso está por ver —respondió Reshad—. Sentaos. Los dos. Descansad.
Los altos arakkoa asintieron mientras Reshad se subía encima de un árbol caído. El desterrado se sentó sobre un pequeño tocón cercano mientras se limpiaba el hollín de la cara.
Reshad desenrolló el pergamino en su mano. El pergamino seco se parecía a él, desgastado y frágil, pero lleno de secretos. Había dedicado su vida a reunir estos conocimientos y a transmitirlos a una nueva generación de arakkoa. Arakkoa que se regirían por la sabiduría en lugar de por los prejuicios y el fanatismo ciego del pasado.
Pensó que este era tan buen momento como cualquier otro para empezar.
—¿Qué sabéis de Iskar? —preguntó mientras se giraba hacia los altos arakkoa.
—Únicamente que él dirige a los desterrados.
—¿Y qué sabéis de la soberana de los Adeptos, la suma sabia Viryx? —preguntó Reshad al desterrado.
«Por suerte, la difunta suma sabia», pensó para sí mismo. Ella fue la culpable de que los altos arakkoa utilizaran su arma para tratar de exterminar a los desterrados.
—Ella hizo todo esto… ¡Grrrk! —El desterrado observó el bosque arrasado mientras lanzaba un áspero graznido.
—Sí —prosiguió Reshad—. A primera vista parecen muy diferentes, y lo mismo podría decirse de vosotros dos, pero hubo una época en que eran lo mismo…
***
La adepta Viryx inclinó el cetro de madera sobre el nido de larvas de devastadores. El cristal de oro que remataba el abalorio vibró con calor y energía, refulgiendo como un sol en miniatura. Una vez más, Viryx se quedó maravillada por el poder que contenía algo tan pequeño.
Ella misma había creado el artefacto a partir de otros objetos pertenecientes a una avanzada cultura arakkoa ya desaparecida: los apexis. Había señales de su presencia por todas las tierras que rodeaban las cumbres del Trecho Celestial. La mayoría de los congéneres de Viryx veían los artefactos apexis como meras baratijas. Ella era de las pocas que creían que se podían obtener grandes resultados del estudio de los apexis.
«Un día opinarán igual que yo», pensó.
El cristal brilló con más fuerza hasta que el haz de fuego dorado emergió súbitamente de la piedra en dirección a las larvas. Las diminutas larvas se retorcieron mientras su piel se derretía y borboteaba debido al calor.
—Acaba con su sufrimiento de una vez —gritó el adepto Iskar.
El arakkoa de plumaje morado caminaba cerca, adornado con las pulseras doradas, la capucha de color azul oscuro y las vestiduras que lo identificaban como sabio del sol. Era un arakkoa inusual en muchos aspectos. Estaba encorvado y era pequeño para su edad. No era el más brillante ni prometedor de los sabios, pero, a pesar de todo, era amigo de Viryx. Su hermano de nidada. Ella se sentía atraída por el peculiar aspecto y las rarezas de Iskar.
—No te estarás poniendo sentimental, ¿no? — preguntó Viryx.
—Claro que no, pero vamos a llegar tarde —siseó Iskar—. Los ancestros nos ordenaron que regresáramos antes del ocaso.
—También nos dijeron que exterminásemos las plagas. A conciencia.
Pero llegaremos tarde. Así es como nos metimos en este lío para empezar.
Viryx se sintió irritada por un momento, pero también sintió una punzada de arrepentimiento. Se recordó a sí misma que no estaban allí por culpa de Iskar. Había sido ella quien había llegado tarde al ritual del día anterior. El castigo por su infracción no solo se limitaba a ella. Años atrás, los ancestros la habían emparejado con Iskar, como solían hacer con todos los jóvenes adeptos. De ese modo, los miembros plumados de la orden podían cuidarse mutuamente y asegurarse de que todo el mundo cumplía los decretos de su diosa del sol, Rukhmar. Si uno de los dos lograba una gesta, ambos recibirían grandes elogios.
De igual forma, si uno de los dos cometía una infracción, ambos serían castigados.
Y ahí estaban, en las inmundas tierras debajo de Trecho Celestial, exterminando a los molestos devastadores. Los insectos a menudo invadían el territorio de los arakkoa y construían sus apestosos nidos entre las rocas de las cumbres.
Exterminar devastadores era una tarea de poca importancia, sobre todo para sabios del sol como Viryx e Iskar. Llevaban toda la vida entrenando para utilizar el poder ígneo de Rukhmar como si fuera suyo, para invocar su luz y utilizarla como un arma contra sus enemigos.
Aun así, una parte de Viryx disfrutaba del trabajo. Estaba fuera de Trecho Celestial, lejos de la atenta mirada de los ancestros. Era libre. Y quería saborear esa sensación el máximo tiempo posible.
—Lo entenderán —dijo Viryx. Recorrió con la mirada las colinas cubiertas de hierba que se encrespaban como olas en torno a las cumbres de piedra. Cadáveres calcinados de devastadores yacían boca arriba con las largas y delgadas patas levantadas hacia el cielo.
—Hicimos un buen trabajo. No nos castigarán por eso.
—No te castigarán a ti… —dijo Iskar.
Viryx estaba a punto de abrir el pico para responder cuando algo muy ágil salió disparado de una maraña de espinos cercanos. Otro devastador. El enorme insecto gris moteado pasó rozando el suelo mientras desaparecía en el denso bosque que había delante.
—Déjalo… —suplicó Iskar.
Pero Viryx ya estaba persiguiéndolo. —Tenemos órdenes, hermano de nidada. A conciencia.
***
«Nos harán azotar por esto» pensó Iskar mientras salía a trompicones detrás de Viryx. «Corrijo: me harán azotar».
Siempre pasaba lo mismo. Los ancestros siempre lo castigaban más a él que a su hermana de nidada, sin importar cuál fuera su falta. Él conocía las razones. Viryx era brillante. Todo —desde sus estudios para utilizar los poderes de Rukhmar hasta su comprensión de las ciencias— le resultaba sencillo. Incluso su apariencia, con sus rojizos ojos pálidos y su plumaje rosado, se ajustaba al ideal de belleza de su sociedad. Era una adepta modélica a la que le esperaban grandes cosas en el futuro.
Pero Viryx también tenía defectos. Era desobediente, espontánea e inquieta. Le divertía infringir las normas siempre que podía, probablemente porque nunca recibía un severo castigo a cambio. Iskar creía que los ancestros eran más benevolentes con ella debido a sus dotes.
Por mucho que Iskar tratara de agradar a los ancestros, siempre cometía algún error estúpido. No era perfecto como Viryx. Debería haberla envidiado y odiado por nacer con esos dones, pero no lo hacía. Siempre que alguien la despreciaba, él la defendía. Siempre la había protegido. Iskar solo deseaba que algún día ella llegara a comprender las consecuencias de sus pequeñas aventuras y sus actos de rebeldía.
Pero hoy no sería ese día.
Iskar tembló a medida que el frío lo envolvía. El denso dosel del bosque bloqueaba las últimas luces del sol poniente. Pisó con cuidado sobre unas enormes raíces y sus garras se hundieron en el barro húmedo.
Extraños talismanes de madera y piedra colgaban de las ramas por encima de él. Eran toscas efigies de los arakkoa. Sus garras sostenían varitas de incienso quemado que enviaban volutas de humo por todo el bosque. Los ojos le lloraban a causa del olor acre.
Se habían alejado demasiado. Esta era la tierra de los otros: aquellos arakkoa que habían caído en desgracia ante Rukhmar. Las criaturas malditas sin alas que habitaban la tierra bajo las cumbres.
Los desterrados.
Iskar dedicó una oración silenciosa a Rukhmar. Sacó su atrapasueños de la parte trasera de sus gruesas vestiduras. Agarró el talismán circular de madera con cordones entrecruzados en el centro con ambas manos.
Lo sostuvo delante de él, como le habían enseñado los ancestros. Lo utilizaría como una red para capturar la maldición que afligía a los desterrados y protegerse de sus abrasadores efectos.
En su cabeza, Iskar ya estaba planeando cómo colgaría el atrapasueños fuera de su nidal a su regreso al Trecho Celestial. Mañana al mediodía, la luz de Rukhmar purificaría el abalorio mancillado de cualquier vestigio de maldición que conservara.
—Tenemos prohibido venir aquí sin la supervisión de los ancestros —dijo Iskar mientras alcanzaba a Viryx—. Por favor, déjalo ya.
—Silencio. Mira —Viryx señaló delante.
Iskar miró a través del bosque. No veía más que árboles y sombras. —No veo ningún devastador.
—Olvídate de los devastadores. He encontrado algo mucho más interesante. Delante.
Entonces Iskar lo vio. Una silueta. Un arakkoa.
Trataba de pasar desapercibido entre los retorcidos árboles. Plumas de un intenso color rojo sobresalían por debajo de su raída capa. Iskar juzgó por su tamaño y forma de caminar que se trataba de un macho. El misterioso arakkoa caminaba erguido, lo cual significaba que no era un desterrado. Era un congénere de Iskar.
—No debería estar aquí fuera con la ceremonia a punto de empezar —dijo Viryx.
—Sí, la misma a la que se supone que nosotros debemos asistir —respondió Iskar.
Ese día señalaba el comienzo de la Gracia de Rukhmar, la época del año en la que el sol estaba en su cénit y los días eran largos y luminosos. Todos los adeptos debían asistir a la ceremonia y llevar a cabo rituales, una obligación que Viryx solía tomarse a la ligera a pesar de las advertencias de Iskar.
—¿No sientes curiosidad por lo que está haciendo? —preguntó Viryx.
—La verdad es que no. Cuanto más tiempo estemos aquí, peor será nuestro castigo.
Viryx no dijo nada. Salió disparada hacia delante y después batió las alas y subió a la copa de un árbol.
«Terca», se dijo Iskar mientras la seguía con la mirada. «Insensata».
Se adentraron en lo profundo del bosque tras el arakkoa, posándose de rama en rama. Iskar sabía que los desterrados llamaban a esta tierra Velo Akraz. Toscas cabañas, envueltas en telas de color violeta con runas grabadas, salpicaban el oscuro bosque. La única fuente de luz —si así podría llamarse— provenía de los orbes violetas repartidos al azar por todo el bosque.
—Por favor… —Iskar asió a Viryx por el hombro mientras se posaba a su lado sobre una gruesa rama.
—Parece que se ha detenido.
El misterioso arakkoa desapareció entre un grupo de cabañas de desterrados. Una especie de aldea. Una sensación de frío atenazó a Iskar, avivando su temor. Tomó pequeñas bocanadas de aire con la esperanza de no inhalar la maldición que impregnaba la atmósfera del lugar.
—Piensa en lo que estás haciendo —dijo en voz baja—. La maldición…
—No hemos venido aquí para hacer nada malo. Rukhmar nos protegerá. Tú… espérame aquí.
Viryx, presa de una euforia mezcla del miedo y la excitación, se movía lentamente por detrás de las casuchas de los desterrados. Hablaba en serio. No tenía miedo de estar entre esas cosas. Incluso en ese lugar olvidado, la luz de Rukhmar y su calor la protegerían de los malditos.
El arakkoa de la capa se paró delante de una gran cabaña construida con postes de madera podrida. Pequeños pergaminos colgaban de la entrada atados con trozos de cuerda deshilachada. Miró a un lado y a otro, y después entró. Viryx se posó sobre una rama desnuda que se extendía por encima de la vivienda.
Anchos trozos de tela violeta y azul oscuro habían sido cosidos y colocados sobre la cabaña a modo de tejado. A través de un hueco entre dos tiras de tela raída, Viryx pudo ver al arakkoa.
Ladeó la cabeza para escuchar mejor.
—Las sombras se ciernen… —dijo el arakkoa oculto bajo la capa.
Una nube de humo apareció de la nada, arremolinándose y enroscándose hasta transformarse en un desterrado de carne y hueso.
«Interesante». Viryx había leído relatos sobre los oscuros poderes usados por los desterrados.
El que había cobrado forma era un macho con plumas de un apagado tono rojizo. Sus dedos eran de color ceniza, y estaban retorcidos y demacrados como la piel de un cadáver. Un pequeño kaliri rojo, apenas salido del cascarón a juzgar por su aspecto, se aferraba al chal morado con bordados de oro que adornaba sus hombros.
—… cuando el cuervo se traga el día —dijo el desterrado con voz áspera—. ¿Puedo sugerirte un disfraz mejor?
—No tenemos tiempo, Reshad. ¿Dónde está el pergamino?
—Solo será un momento… —El que respondía al nombre de Reshad bajó la voz.
Viryx avanzó por la rama para oír lo que decían. Un poco más. Un poquito…
La rama crujió bajo su peso. El arakkoa disfrazado levantó la cabeza de inmediato.
Y durante un breve y perturbador instante, sus ojos se encontraron con los de Viryx.
Un segundo después había desaparecido precipitándose fuera de la cabaña, deshaciéndose de la capa y perdiéndose entre las copas de los árboles.
Viryx maldijo. Dejó las sutilezas a un lado y batió las alas para sobrevolar la aldea. Densas marañas de ramas le arañaban la espalda y las alas mientras perseguía al arakkoa.
El denso bosque apenas permitía la visibilidad. Brincó de rama en rama dando manotazos a las hojas, con los ojos casi cerrados para protegerse de la maleza. Viryx arremetió contra un macizo de ramas y acabó incrustándose de forma fortuita contra la espalda del otro arakkoa. Ambos cayeron al suelo tropezando con las raíces y deslizándose por el barro.
El macho era rápido. Se había puesto en pie y tenía un brazo en alto. Volutas de fuego se arremolinaron como serpientes aladas en torno a sus garras cuando el arakkoa comenzó a invocar el poder de Rukhmar.
«Por Rukhmar», —pensó Viryx. Lo había reconocido. «Es Ikiss. ¡Un adepto!».
—¿Te envían en mi busca? —El macho cerró el pico y erizó las plumas de la cresta de la cabeza, adoptando una pose más imponente.
—Yo… —Viryx trató de encontrar las palabras. —¿Quién?
El otro arakkoa entrecerró los ojos. —¿Por qué estás aquí?
—Yo podría hacerte la misma pregunta. Viryx deslizó la mano hacia la pequeña daga de hueso que colgaba de su cinturón. Sus ojos no perdían de vista al otro arakkoa. Barajó sus opciones. ¿Era un enemigo del Trecho Celestial? ¿O había sido enviado aquí en misión oficial por miembros de los adeptos? Esto último era posible, aunque improbable. Después de todo, era un adepto.
En la distancia oyó el sonido de unas voces y un batir de alas. Las ramas crujieron y se partieron.
—No… —Ikiss se giró y alzó la mirada a las copas de los árboles—. Ellos lo saben. Lo saben.
Se abalanzó hacia delante agarrando a Viryx por sus vestiduras de sabia del sol antes de que pudiera desenfundar a daga.
—Terokk. El antiguo rey. Todo es mentira… mentira. Lo que era. Lo que hizo. La naturaleza de la maldición.
Cuatro garracorvos, guerreros de élite de los Adeptos, cayeron de repente atravesando el dosel del bosque. Empuñaban una hoja alada en cada mano, un arma en forma de media luna grabada con filigranas de oro.
—¡Todo es mentira! Todo…¡graaaak! —Las palabras de Ikiss terminaron con un estridente chillido cuando uno de los guerreros lo golpeó en la cabeza con el lado romo de una hoja alada. Ikiss cayó de rodillas, jadeando.
Un segundo garracorvo dejó caer una capucha de cuero sobre la cabeza de Ikiss para taparle los ojos, mientras que un tercero deslizó un anillo de metal grabado con runas por el pico del cautivo para evitar que lo abriera. El último de los garracorvos ató las manos de Ikiss con una gruesa cuerda carmesí.
—¡Viryx! —Iskar aterrizó junto a ella—. Me encontraron en cuanto entraste en la aldea. Parece que llevaban siguiéndolo un tiempo.
—Y tú casi arruinas nuestra búsqueda. —Uno de los garracorvos se acercó a Viryx haciéndole sombra. —Se supone que no podéis estar aquí.
Viryx tuvo que retroceder para evitar cortarse con los extremos puntiagudos de la armadura cobriza, que emergían del pecho del garracorvo y sobresalían por encima de sus hombros. —Estábamos cazando devastadores… —dijo con tono sumiso. Por primera vez, sintió una fugaz sensación de miedo.
—No veo ningún devastador. El guerrero miró a su alrededor de forma teatral. Se giró hacia los otros garracorvos y señaló a Viryx. —Nos llevaremos a estos dos también. Se han mezclado con los malditos.
***
El chasquido de la cola de Rukhmar resonaba en la cabeza de Iskar. El látigo laceraba su espalda como garras de fuego, chamuscando plumas y carne por igual. Su vista se nubló a causa del tremendo dolor.
Gritó de angustia, a pesar de haberse jurado que permanecería en silencio y que soportaría el castigo con dignidad. Esa misma promesa la había roto también el día anterior. Y el anterior.
—He terminado. —Una voz suave pero severa resonó en la oscuridad.
El dolor cegador disminuyó. Iskar recobró lentamente la visión, acostumbrándose a la tenue luz que llenaba la estancia. Un único orbe solar que ardía como un sol de cristal en miniatura colgaba de lo alto de la habitación sin ventanas. Era uno de los muchos rincones apartados de la Gran Cumbre del Trecho Celestial, donde se ubicaban las academias, cámaras de rituales y salas de castigo de los Adeptos de Rukhmar.
Iskar conocía bien esto último.
Dos garracorvos giraron a Iskar en dirección a su torturador: el sumo sabio Zelkyr. El gobernante del Trecho Celestial, un arakkoa cuya palabra era ley —o la diferencia entre la vida y la muerte— contemplaba al sabio del sol. Iskar se estremeció ante la presencia de este arakkoa, la viva voz de Rukhmar.
Zelkyr llevaba ornamentadas vestiduras de color azafrán sobre sus plumas de color verde turquesa rematadas de amarillo. La tela emitía destellos bajo la luz del orbe solar, y un discreto encantamiento tejido en ella le recordó a Iskar el cielo matutino. En su mano derecha, el sumo sabio empuñaba la cola de Rukhmar. Intrincadas espirales de filigrana dorada adornaban el cetro. De su extremo pendían tres largos zarcillos de fuego crepitante.
—Me has decepcionado, adepto Iskar —dijo Zelkyr.
«No fue culpa mía!» quería gritar Iskar. «Intenté… intenté detenerla».
Pero no podía rebatir la voz de Rukhmar.
—No volverá a suceder —contestó Iskar—. Lo prometo.
—¿Cuántas veces te he oído decir eso? —suspiró Zelkyr.
—Me esforzaré… más. —Iskar se inclinó tanto que su pico tocó el suelo—. Por la gracia de Rukhmar, me esforzaré más.
—Eso ya lo veremos —dijo el sumo sabio—. Tengo una tarea para ti. Una tarea importante.
—Cualquier cosa.
—Vigilarás a Viryx. Observarás lo que hace —adónde va, con quién habla, qué hace. Me informarás de inmediato si notas algo extraño.
—¿Extraño?
—Estuvo entre los desterrados. Un sacerdote del sol llevó a cabo un ritual de purificación con ella, así que estamos a salvo de la maldición. Pero su efecto podría perdurar en su mente.
Iskar tuvo una sensación de inquietud. ¿Le habría hecho algo a Viryx ese hereje, Ikiss? Iskar no estaba seguro de lo que había hecho ese insensato, pero no tenía derecho a preguntar. Si el sumo sabio hubiera estimado que Iskar era digno de conocer los detalles, ya se los habría comunicado.
—S… sí… —asintió Iskar—. Como órdenes, sumo sabio. Soy un humilde servidor de la voluntad de Rukhmar.
Más tarde, Iskar salió a una de las muchas verandas abiertas del Trecho Celestial. Hizo un gesto de dolor cuando sus pies tocaron la plataforma de piedra, pues cada paso que daba enviaba un latigazo de dolor por su espalda.
Nadie le prestó atención mientras avanzaba cojeando. Un puñado de adeptos daba vueltas por la veranda mientras discutían sobre la noticia de la captura de Ikiss.
Iskar ignoró las discusiones y se dirigió hacia un gigantesco reloj de sol de latón que sobresalía en el centro de la plataforma. Muescas alrededor del borde del artefacto indicaban las diferentes horas del día. Cada vez que la sombra del reloj de sol cubría una de esas muescas, todos los adeptos se paraban y susurraban agradecimientos a Rukhmar por compartir su luz con los arakkoa.
Iskar repitió las plegarias tratando de compensar las que se había perdido mientras recibía su castigo. Cuando hubo terminado de rezar, buscó un lugar al borde de la veranda y se inclinó contra la reja recubierta de oro.
Una fuerte brisa azotó a plataforma, levantándole la capucha y agitando con fuerza los estandartes bordados que colgaban de la veranda superior.
Un kaliri carmesí se posó con un graznido sobre la reja. Iskar acarició las plumas del ave y respiró profundamente tratando de relajarse y de darle sentido a los acontecimientos de los últimos días.
Por debajo, un mar de árboles verdes, rojos y amarillos se extendía en todas direcciones, interrumpido únicamente por las escarpadas garras de piedra del Trecho Celestial. Los arakkoa surcaban el cielo por encima y debajo de donde se encontraba Iskar. Entre ellos había parejas de jóvenes adeptos.
Iskar se preguntó si a alguno de ellos se le habría encomendado la misma tarea que a él. Cuidar de tu hermano o hermana de nidada —era algo que formaba parte de la vida de todo adepto. Ese era el motivo por el que se emparejaba a los seguidores de Rukhmar. Se los entrenaba para detectar los síntomas de la maldición: letargo, lentitud, cuestionamiento de las órdenes de los ancestros. Esas eran las primeras señales de advertencia de la enfermedad, una idea que se inculcaba a los arakkoa desde el momento en que nacían.
Pero espiar activamente e informar de todas las acciones de tu hermana de nidada era algo muy diferente.
¿Estaba traicionando a Viryx al hacerlo? ¿O la estaba protegiendo?
***
«Todo es mentira… mentira…».
Esa voz había obsesionado a Viryx durante los tres últimos días. Había pasado todo ese tiempo aislada en su nidal; ese era el castigo impuesto por el sumo sabio. Cada día, un sacerdote del sol la había visitado para llevar a cabo rituales de purificación con el fin de limpiar cualquier resto de la maldición que la afligiese.
Durante todo ese tiempo, Viryx no había dejado de pensar en Ikiss. No sentía ninguna simpatía por el hereje. Según el sacerdote del sol, Ikiss había estado conspirando con los desterrados en contra los adeptos. Sería desterrado dentro de unos días. Le cortarían las alas y lo enviarían al exilio. Se merecía eso y mucho más.
¿Pero qué había empujado a alguien como Ikiss, tan dotado y respetado por sus semejantes, a arruinar así su vida? ¿Y qué era ese pergamino que buscaba? ¿Cómo podía ser peligroso algo así?
Este misterio la obsesionaba y atormentaba. No descansaría hasta que no tuviera la respuesta.
Así, en cuanto terminó su aislamiento, se dirigió de inmediato a los rincones más oscuros del Gran Archivo del Trecho Celestial, donde se enfrascó en la lectura de viejos y polvorientos libros.
Viryx se frotó los ojos y levantó la vista del montón de libros sobre la mesa del nicho de lectura que había ocupado. Era uno de los muchos labrados en las paredes de piedra del Archivo. En el exterior, cientos de nidos con forma de lágrima repletos de libros y pergaminos colgaban de las paredes, formando una espiral ascendente a lo largo de la cámara. Los kaliri volaban de un lado a otro entre los nidos, entregando libros a los visitantes y ordenando los que habían dejado en los nichos de lectura.
Observó a los pájaros adiestrados durante un rato mientras pensaba en todo lo que había leído. Sabía que pasaba algo. Algo no encajaba.
Viryx se inclinó hacia delante y leyó de nuevo un pasaje sobre Terokk que había encontrado en Historia de los reyes antiguos. Contaba la historia del legendario rey arakkoa Terokk, que una vez reinó sobre el Trecho Celestial. El libro relataba sus numerosos crímenes y depravaciones. Describía su reinado sobre el Trecho Celestial como una era de sufrimiento y tiranía. Solo cuando los valientes adeptos de Rukhmar se alzaron contra Terokk se puso fin a esta trágica era. Derrocaron al Rey, lo desterraron del Trecho Celestial y liberaron a todos los arakkoa de la opresión. Después, Rukhmar le dio la espalda a Terokk. Este se convirtió en un desterrado, envejeció y enloqueció a causa de la maldición.
Esto no era nuevo para Viryx. Había oído esa historia incontables veces. Lo que le parecía extraño era que todos los relatos históricos de estos eventos que había leído decían exactamente lo mismo. Historias de los reyes antiguos, La tiranía de Terokk, La liberación de Rukhmar —estas tres obras pertenecían supuestamente a décadas o incluso siglos distintos.
Pero los capítulos sobre Terokk eran idénticos.
Viryx se imaginó a Ikiss sentado en el archivo, leyendo los mismos pergaminos y libros que ella. ¿Qué lo había empujado hasta allí en primer lugar? Y, más importante aún, ¿adónde había ido después?
Que las historias fueran idénticas resultaba extraño, pero no le decía nada nuevo. Tendría que buscar respuestas en otra parte. El Gran Archivo era público y estaba abierto a todos los arakkoa. Pero existían otros depósitos del saber, colecciones de libros raros a las que solo los Adeptos de Rukhmar podían acceder.
Viryx tamborileó sobre la mesa con sus garras mientras pensaba. Acceder a los archivos de los adeptos sería mucho más difícil que entrar en el Gran Archivo. Los escribas del sol encargados de custodiar esos lugares sagrados cuestionarían su repentino interés por Terokk. Y eso podría levantar las sospechas de los ancestros.
«Sería todo un desafío», pensó mientras una ráfaga de excitación recorría todo su cuerpo.
Viryx metió los pergaminos y los libros en una pequeña cesta que colgaba fuera del nicho de lectura. Los kaliri vendrían más tarde para devolver las obras a sus lugares correspondientes.
Mientras salía de un salto del nicho y emprendía el vuelo hacia la entrada del Gran Archivo, volvió a pensar en Iskar. Se había obsesionado tanto con este misterio que había olvidado ir a buscarlo.
El sacerdote del sol le habló del castigo de Iskar. Tres días de aislamiento y latigazos con la cola de Rukhmar. Era culpa de ella, y sabía que su castigo no era nada en comparación. Se prometió a sí misma que no involucraría a su hermano de nidada en esta nueva investigación.
Decidió que iría a buscarlo más tarde. Ahora tenía preguntas que responder.
Desde las sombras de su nicho de lectura, Iskar vio a Viryx alejarse volando. La había estado siguiendo desde el fin de su aislamiento. El sumo sabio no le había prohibido hablar con ella. Iskar simplemente decidió no hacerlo. No creía que pudiera mantener su tarea en secreto.
Mientras la veía alejarse, una vocecita en su cabeza le impelió a revelarle las órdenes que le había dado el sumo sabio. Pero otra voz mucho más sonora le ordenó que obedeciera.
Así lo hizo.
Cuando tuvo la certeza de que Viryx había abandonado el Gran Archivo, Iskar salió del nicho y voló describiendo un círculo hacia la parte baja de la biblioteca. Se detuvo en el nicho del nivel inferior donde Viryx había pasado tantas horas recluida.
Casi todos los demás espacios de lectura estaban libres. ¿Por qué había elegido Viryx el que estaba más abajo? ¿Por qué había buscado uno tan lejano y apartado?
Un kaliri alcanzó el nido justo antes que Iskar. Comenzó a husmear con el pico en la cesta que colgaba fuera. Iskar ahuyentó al pájaro y después extrajo de ella los pergaminos y los libros. Fue leyendo cada título mientras colocaba los libros sobre la mesa.
Qué extraño. Todos contaban historias sobre la época en que los adeptos se hicieron con el poder en el Trecho Celestial. El problema era que a Viryx no le gustaba la historia, salvo que tuviera algo que ver con la cultura perdida de los apexis. Este tipo de libros eran la especialidad de Iskar. El estudio académico era una de las pocas áreas en las que había destacado a lo largo de su vida.
Un gorjeo de inquietud retumbó en su garganta. Cogió el más voluminoso de los libros, Historia de los reyes antiguos, con la mano. Lo sostuvo en alto mientras lo examinaba por los cuatro costados. Por la forma en que el lomo estaba torcido, podía saber a qué página le había dedicado Viryx más tiempo. Era un truco que le había enseñado una vez un viejo adepto, una forma que tenían los ancestros de comprobar cuáles de sus discípulos estaban estudiando las secciones y capítulos que se les había ordenado durante su formación.
Iskar hojeó la sección que Viryx había estado leyendo. Un solo nombre captó de inmediato su atención.
Terokk.
***
Durante los dos días siguientes, Iskar se convirtió en la sombra de Viryx. Siguió todos sus pasos y observó todas sus actividades. Ella jamás regresó al Gran Archivo. Sin embargo, pasó muchas horas a solas en su nidal. Temiendo que sospechara de él, Iskar no hizo el intento de espiarla durante esos momentos. Pero llegó a hacerse una buen idea de lo que hacía. Por lo poco que sabía de sus investigaciones, Viryx había estado leyendo sobre el rey Terokk y la historia de su destierro.
En sí, eso no era motivo de alarma. Desde pequeños, los arakkoa lo aprendían todo sobre Terokk. Pero la naturaleza esquiva y hermética de su investigación resultaba extraña. Viryx parecía evitar el contacto con otros arakkoa siempre que era posible, y solo salía de noche.
¿No era eso una señal de la maldición? Iskar se negaba a creerlo. Rukhmar adoraba a Viryx. Ella estaba bendecida. ¿Acaso la diosa del sol no protegería de la maldición a alguien tan dotada como Viryx?
Esta pregunta oprimía a Iskar mientras ascendía volando a los niveles superiores de la Gran Cumbre para reunirse con el sumo sabio. Había permanecido despierto toda la noche anterior preguntándose qué le diría a Zelkyr.
¿Qué otra cosa podía decirle, sino la verdad?
Iskar encontró al sumo sabio en la veranda superior de la cumbre, una plataforma con vidrieras incrustadas dispuestas al modo de un gigantesco penacho de plumas. Por encima, estandartes decorados y relucientes piedras del sol colgaban de largas astas de madera que se hundían en la pared rocosa de la cumbre.
La decoración era hermosa, pero Iskar no sintió ningún placer al verla. Su atención estaba centrada en una única cosa: una jaula de hierro envuelta por una tela negra que colgaba de un poste de madera directamente sobre la veranda.
Ikiss estaba en su interior. Había estado allí desde su captura. Y allí permanecería, solo en la oscuridad, hasta el día de su destierro. Un sabio del sol ancestro había hechizado el material oscuro que cubría la jaula para que repeliera el calor y la luz. Eso era parte de su castigo: estar en la cima, tan cerca del abrazo de Rukhmar, pero no poder disfrutar de él.
Iskar se estremeció al pensar en ser apartado del sol así. Había oído que los arakkoa enloquecían al ser encerrados en jaulas. Incluso llegaban a arrancarse las plumas.
Por un momento, se imaginó a Viryx en esa jaula, encerrada por haber mostrado signos de la maldición. El corazón de Iskar se sumió una terrible sensación de soledad.
—Adepto Iskar —dijo el sumo sabio Zelkyr.
Iskar alejó la mirada de la jaula. Se arrodilló, inclinando la cabeza.
—Levántate. —El sumo sabio le hizo gestos para que se acercara—. ¿Qué has averiguado?
—La he estado observando —respondió Iskar.
—¿Y bien?
—Y ha cambiado.
El sumo sabio no mostró signo alguno de sorpresa. Permaneció estoico, como siempre. —¿En qué sentido?
—Ella está, en fin… —Iskar titubeó—. Está reformada. Más obediente y sumisa que nunca.
La mentira brotó, como si alguien hubiera tomado el control de su mente y su cuerpo, alguien que no conocía. Pero mientras hablaba, aunque Iskar se tambaleara de susto y temor, no se detuvo. —Últimamente se ha dedicado a rezar a Rukhmar. Lo he visto con mis propios ojos.
—¿Estás seguro? —Zelkyr lo atravesó con la mirada al preguntarle.
En cualquier otro momento, esa mirada habría hecho languidecer a Iskar y lo habría obligado a suplicar perdón.
Pero algo desconocido, estimulante, apareció de debajo del desprecio hacia sí mismo y la vergüenza que normalmente nublaban sus pensamientos. Por primera vez en su vida, se sintió fuerte. El sumo sabio, el arakkoa más poderoso del mundo, lo creyó. Iskar, que había sido objeto de desprecio entre sus iguales y frecuentemente desdeñado por sus mayores, tenía poder sobre la voz de Rukhmar.
—Estoy seguro. —Las palabras de Iskar eran planas y uniformes.
El sumo sabio se giró y lo despidió con un gesto como si de un kaliri se tratase. —Prosigue con tu vigilancia.
Cuando se hubo alejado de la veranda, la fortaleza de Iskar se desvaneció. Una ola de pánico lo atrapó.
«¿Qué he hecho? Rukhmar perdóname…».
Aterrizó en una pequeña plataforma inferior de la Gran Cumbre para recuperar el aliento. Se le retorció el estómago. Por un momento, creyó que iba a vomitar el desayuno.
«Ha sido por una causa justa», se repitió a sí mismo.
No pudo retirar la mentira. Pero había ganado una segunda oportunidad para Viryx. Si pudiera alejarla del temerario giro que había tomado, si pudiera salvarla, entonces habría merecido la pena.
***
La suave canción de las campanillas murmuraba por todo el Trecho Celestial. Viryx la oyó desde su nidal. Sabía lo que significaba: el hereje sería desterrado al día siguiente, al amanecer.
Viryx se sorprendió al pensar que ya había llegado el momento. Había perdido la noción del tiempo, y su investigación no la había conducido a nada útil. Había saqueado los archivos de los adeptos concienzudamente, pero solo había encontrado referencias a textos perdidos sobre Terokk. Las escrituras fueron consideradas apócrifas por los adeptos. Si alguna vez habían existido en algún lugar del Trecho Celestial, Viryx no lo sabía.
Ordenó su pequeño nidal, preguntándose qué hacer a continuación. El lugar estaba desordenado; las sábanas pendían del borde del nido con forma de capullo que colgaba del techo; libros abiertos y fragmentos de pergamino se apilaban en el suelo; su mesa de lectura estaba atestada de artefactos apexis rotos, herramientas, plumas y cuencos con restos de comida podridos.
Pero lo cierto es que no le importaba en absoluto. Llegar a un punto muerto la ponía furiosa. Solo hacía que el misterio la afectara aún más. —Nada más, nada más —masculló.
—¡Viryx! —una voz la llamó desde fuera de su nidal.
A través de las ventanas de cristal borroso a cada lado de la entrada, vio cómo Iskar se encaramaba a la alcoba. Viryx lo dejó entrar, sintiéndose culpable por todo el tiempo que había pasado evitando el contacto con su hermano de nidada.
—Iskar… —Pensó en unas cuantas excusas, mentiras inofensivas para explicar por qué se había alejado tanto tiempo. —Siento no haber ido a verte. El sacerdote del sol…
—Criiiic. ¡Sin mentiras! —Iskar la interrumpió. Irrumpió en su nidal. —Sé lo que has estado haciendo.
Viryx se quedó un momento en silencio. No sabía qué decir. —¿Cómo? —preguntó al fin.
—¿Cómo? Porque el sumo sabio me ordenó que lo averiguara. Que te vigilara. Él cree…
—¿Vigilarme? —Viryx sonaba furiosa—. ¿Y no me lo contaste?
—¿Puedes escucharme? —Iskar se acercó y bajó la voz—. Temía que estuvieras maldita.
—¿Maldita? —Viryx pio de la risa—. No puede ser verdad.
—No lo creí. Por eso mantengo en secreto tu investigación sobre Terokk. Yo… —Iskar se alejó de Viryx. Soltó un largo y cansado suspiro. —Mentí al sumo sabio.
Eso sorprendió a Viryx. Nunca había imaginado que Iskar tuviera el coraje de hacer algo tan osado.
—Eso no es bueno —dijo Iskar, como si leyera sus pensamientos—. Dime por qué investigabas a Terokk.
Viryx reflexionó. Decidió que Iskar merecía la verdad. Viryx le explicó lo que había ocurrido con Ikiss en Velo Akraz, su reunión con el desterrado y las crípticas palabras que había dicho antes de su captura. Entonces recopiló sus averiguaciones sobre las similitudes entre todos los informes de la caída de Terokk.
—¿No es extraño que todos se parezcan? —Viryx preguntó cuando terminó.
—Puede… —Iskar rodeó la mesa de lectura. Olisqueó los cuentos de comida y se tambaleó, estremeciéndose. —Pero si el evento estaba claro, los relatos lo describirían con precisión.
—Existe una gran diferencia entre la precisión y… —Viryx se contuvo, insegura sobre cómo decir lo que pensaba.
—¿Y qué? —Iskar se animó.
—Y la fabricación.
Iskar sacudió la cabeza. —Son pruebas de una buena gestión documental. ¿Pero qué buscas exactamente?
—No lo sé —dijo Viryx—. Quizás ese pergamino que buscaba Ikiss. Puede que ahí estén las respuestas.
Iskar se rascó las plumas de la cabeza con sus garras. —¿Por qué creíste al hereje en primer lugar? Quería manipularte, sembrar la duda en tu mente. —Abarcó con los brazos sus desordenados aposentos. —Te has obsesionado. Has enloquecido. Despeja tu mente y prepárate para el destierro de mañana.
—Criiic… No necesito que cuides de mí. —Viryx se dejó llevar por un momento por su irritación y las palabras brotaron con mucha más aspereza de la que pretendía. Pero de pronto se sintió cansada de tanto hablar. Estaba perdiendo el tiempo, tiempo que podía emplear en investigar.
Los ojos de Iskar se abrieron de incredulidad. —Estaría bien, por una vez, que pensaras en las consecuencias de lo que haces. En lo que puede afectar a los demás.
Viryx se vio invadida por la furia y su voz brotó como un chillido agudo. —Nunca te pedí que mintieras por mí.
—Yo… —Iskar se quedó mirándola, y Viryx pudo ver el dolor contenido en su mirada.
Sin pronunciar una palabra, se giró y salió con furia de la sala.
—¡Iskar! —llamó Viryx, pero este ya se había ido.
Se acercó a la ventana y observó mientras él se alejaba volando a través de una docena de kaliri rojos que volaban en círculos. Viryx sabía que debía estar agradecida. Lo estaba. Él había corrido un gran riesgo por ella.
Pero no podía detenerse. No cuando existía una probabilidad, aunque pequeña, de encontrar respuestas.
Antes del alba, casi todos los adeptos de Rukhmar se reunieron en la cámara ceremonial de la Gran Cumbre para presenciar el glorioso exilio. Como dictaba la tradición, los adeptos ancianos tomaban posiciones al borde de la plataforma de piedra y cristal de la cámara donde se celebraba el ritual. Se colocaban en filas perfectamente ordenadas de cara a un par de garracorvos que sostenían al hereje encadenado por las muñecas. Dos enormes estatuas de arakkoa de piedra que sostenían cetros en forma de media luna adornados con orbes solares contemplaban al condenado.
El resto de los adeptos se encaramaban a las cornisas sobre la plataforma. Se organizaban de acuerdo con su vocación. Iskar ocupó su lugar entre un grupo de sabios del sol en el lado oriental de la sala del ritual. A su derecha estaban los escribas del sol. A su izquierda, los garracorvos marciales.
Los rezagados entraban con cuentagotas, esperando que nadie se diera cuenta. Pero alguien se daría cuenta. Alguien siempre lo hacía. Sentirían el fuego de la Cola de Rukhmar cuando el ritual de exilio finalizara.
Iskar buscó a Viryx entre la multitud, pero no la vio. Seguía enfadado con ella, furioso por su egoísmo… aunque también preocupado. ¿Sería tan estúpida como para perderse el exilio? No creía que su obsesión llegara tan lejos. Comenzaba a lamentar no haberla controlado.
Los adeptos murmuraron cuando el sumo sabio Zelkyr llegó. Iba ataviado con su brillante toga ceremonial, recubierta de bandas plateadas de armadura de filo fino que se curvaban sobre sus hombros. En su cabeza llevaba una corona de metal dentado en forma de garras alargadas.
Zelkyr avanzaba con la garra de Rukhmar aferrada en su mano derecha. Hilos de oro envolvían el mango de su largo bastón, también decorado con gemas del color del cielo azul. En la parte superior del arma había una hoja de piedra curva. Era una reliquia sagrada de tiempos antiguos, supuestamente fabricada con las garras y plumas de la mismísima Rukhmar.
El sumo sabio se detuvo ante el hereje. Ikiss, que aún vestía su capucha, parecía mucho más delgado que la última vez que Iskar lo había visto. Le faltaban penachos de plumas, como si se las hubieran arrancado. El antaño rojo brillante de su plumaje se había desvanecido hasta convertirse en un tenue carmesí.
—¡Contemplad! —El sumo sabio elevó los brazos.
Fuera, el sol empezaba a elevarse. La luz entraba a través de una cúpula de cristal tintado amarillo construida en lo alto de la Gran Cumbre. Los rayos dorados atravesaban las superficies de cobre y bronce pulido de la cámara. En poco tiempo, todo lo que estaba a la vista pareció brillar con la luz de Rukhmar.
—El alba ha llegado —prosiguió el sumo sabio—. Rukhmar ha vuelto un día más, como siempre prometió que haría. Su luz bendecirá los cielos y nos protegerá de la oscuridad. Lo único que pide a cambio, lo único que siempre ha pedido, es que nos sometamos a su voluntad. Y a pesar de ello, ante nosotros tenemos a alguien que le ha dado la espalda. Fue amigo de algunos de vosotros. Un maestro. Un miembro de nuestra propia orden. Se llama Ikiss, y sufre la maldición de los desterrados.
Un tenue zumbido se percibió entre los demás adeptos. Iskar volvió a buscar a Viryx entre la multitud.
«¿Dónde estás?».
El sumo sabio elevó su voz para silenciar a los adeptos. —Que esto nos sirva para recordar que debemos estar atentos, ya que la maldición puede clavar sus garras incluso en los mejores de nosotros. Ikiss, que en un tiempo estuvo bajo el juramento, ha conspirado con los desterrados para arrebatarnos los dones de Rukhmar y no dejar más que sombra y desesperación. Me pregunto, pues… ¿qué necesidad tiene de alas si ha cerrado los ojos a la luz de Rukhmar? ¿Qué necesidad tiene de alas si prefiere caminar por el fango con sus aliados terrestres a surcar los gloriosos cielos?
El sumo sabio se acercó al hereje mientras hacía una señal a los garracorvos cercanos. Retrocedieron, tensando las cadenas que ataban a Ikiss y obligándolo a extender los brazos con las palmas hacia fuera. Las alas carmesí de Ikiss se estiraron bajo los brazos, las plumas casi tocaban el suelo.
—No necesita alas, ya que no es un hijo de nuestra diosa más preciada y benevolente. —El sumo sabio Zelkyr elevó la garra de Rukhmar. Colocó la hoja curva del arma junto a la axila del hereje. Lentamente, Zelkyr deslizó la garra de Rukhmar por la parte inferior del brazo de Ikiss y se detuvo en el extremo interior del ala.
Entonces, con movimiento preciso, deslizó de forma fugaz la hoja a lo largo del brazo de Ikiss. La garra desgarró plumas, piel y hueso. La sangre se derramó por el suelo y se depositó en sus intrincados diseños de piedra y cristal. El ala del hereje cayó inerte al suelo.
A pesar del anillo de metal que cerraba el pico del hereje, Iskar oyó gritos apagados.
Los ojos del sumo sabio se desviaron a los adeptos, y por un momento, se fijaron en Iskar.
—Este es el destino que aguarda a los que dan la espalda a Rukhmar —exclamó Zelkyr.
Entonces comenzó a trabajar en la otra ala del hereje.
***
Velo Akraz.
Viryx reptó por el bosque que rodeaba la aldea. Llevaba una gruesa toga gris que había traído del Trecho Celestial. Se había convencido de que era una protección necesaria. No la habían seguido, al menos que ella supiera. Pero no se iba a arriesgar.
Por eso había decidido visitar Velo Akraz durante la ceremonia de exilio. En ese momento, el sumo sabio estaría cercenando las alas de Ikiss. Pronto, los garracorvos lo expulsarían del Trecho Celestial y lo arrojarían a la tierra, donde podría vivir entre los desterrados. Los adeptos permanecerían en la Gran Cumbre conmemorando la grandeza de Rukhmar hasta bien entrada la noche.
Viryx siguió avanzando por el bosque con la cabeza gacha. Se movía de sombra en sombra, evitando a los grupos de desterrados que vagaban por los alrededores. Vio más de los que había visto la primera vez que vino a la aldea. Por aquel entonces, se había concentrado en seguir a Ikiss. Había pasado por alto casi todo lo que había a su alrededor.
Ahora se fijó en todo. Un hedor como de moho y podredumbre impregnó el aire de la aldea. Los desterrados andaban con dificultad, ya que sus cuerpos estaban desfigurados por la maldición. Todo lo relacionado con ellos era perverso de algún modo. Obsceno. A Viryx la ponía enferma ver cómo se ocupaban de sus asuntos.
Encontró la choza hasta la que había seguido a Ikiss, la que tenía pequeños pergaminos colgando en la entrada. Buscó algún indicio de los desterrados. Al no ver a ninguno, se adentró en la desmantelada morada.
Allí no había nadie. —Cestas zurcidas con forma de lágrimas llenas de libros y pergaminos mohosos pendían oscilando de las vigas de madera.
—¿Hola? —preguntó Viryx.
Nada.
¿Qué fue aquello que oyó decir a Ikiss? Las sombras se acercan… Las sombras se agolpan…
—Las sombras se ciernen… —dijo en voz baja hacia la choza vacía.
Un humo grueso se arremolinó en el aire ante ella, formando la silueta de un desterrado. La forma misteriosa se formó y se volvió tangible. Ante sus ojos apareció Reshad con el diminuto kaliri rojo encaramado a su hombro.
—… cuando el cuervo se traga el día —dijo Reshad—. ¿Y tú quién eres?
—Uno de los míos vino aquí a recuperar un pergamino. He venido en su lugar. Viryx se acercó al espurio arakkoa, retirando la capucha de su capa y alzando las plumas de su cabeza para intimidarlo. —¿Dónde está?
—Ah, tú eres la que lo seguía —respondió Reshad. El tono informal y casi burlesco de su voz crispó a Viryx. —¿Qué te hace pensar que te daré el pergamino?
En un suspiro, Viryx desenvainó la daga de hueso de su cinturón y la apoyó en el cuello del desterrado. —Puedo ser bastante persuasiva. Y…
Dejó de hablar y sintió que algo afilado se le clavaba en el pecho. Viryx bajó la mirada. Reshad tenía una pequeña daga negra, curva como una garra de kaliri, presionada contra ella.
—Que sea un erudito no significa que sea idiota —dijo Reshad.
—Puede que no. —Viryx estiró la mano que le quedaba libre hacia el polluelo de kaliri y lo agarró. —Pero convendría que bajases tu arma y me dieras lo que quiero.
Viryx estrujó al kaliri. El pájaro chilló de dolor, aleteando inútilmente en su palma.
—¡Ya basta! ¡Basta! —Reshad retiró la daga—. Solo comprobaba tus intenciones. Si creyera que eres un enemigo, no me habría dejado ver. Has dicho las palabras.
Viryx soltó al kaliri. Retiró la daga, pero la mantuvo cerca. —¿Qué significan?
—Forman parte de una canción de cuna antigua, de un tiempo anterior a… la división. —Reshad extendió los brazos y observó sus alrededores—. De antes de la maldición, cuando los arakkoa eran algo mejor. Cuando eran más sabios.
Rebuscó en su andrajosa vestimenta y sacó un rollo de viejo pergamino. Una envoltura de piel teñida de púrpura cubría el papel.
—Con esto, puede que esa época regrese.
Viryx tomó el pergamino. Lo giró en la mano y examinó las desvanecidas runas garabateadas en el envoltorio.
—Dudo que fueras amigo de los otros arakkoa que vinieron por aquí. Pero el hecho de que estés aquí, de que te arriesgues al exilio, dice mucho de ti. Buscas la verdad. En estos tiempos, es muy raro encontrar por aquí a alguien de las cumbres —dijo Reshad—. Ese pergamino puede cambiarlo todo. Reúnenos de nuevo.
«“Reúnenos de nuevo”. ¿De verdad piensa este necio que…?».
Un coro de agudos chirridos provenientes del exterior interrumpieron los pensamientos de Viryx. Salió de la choza y colocó el pergamino en su cinturón. Los desterrados huían en todas direcciones. Arriba, algo de gran tamaño batallaba a través de las copas de los árboles cubiertas de hojas verdes y carmesíes.
Algo con alas.
Viryx maldijo y se deshizo de su atuendo para poder extender las alas. Sobrevoló las chozas de Velo Akraz. Aterrizó torpemente en un árbol, más allá de la aldea, espantando a una docena de kaliri que se estaban arreglando las plumas entre las ramas.
Antes de que Viryx pudiera remontar el vuelo, una mano se clavó en su brazo. Se retorció y derribó a su atacante mientras invocaba una bola del fuego de Rukhmar en la palma de su mano.
Entonces lo vio. Iskar.
Su hermano de nidada la observaba con los brazos extendidos, agarrando las ramas de los árboles para mantenerse firme.
—¡No deberías estar aquí! —Su atención se desvió al pergamino del cinturón. —¿Por eso te has arriesgado tanto? ¿Qué es, pues?
—No… no estoy segura. —A medida que Viryx hablaba, la emoción que había experimentado menguaba. Su lugar lo ocuparon el miedo y la repugnancia. Se dio cuenta de lo estúpida que parecía, de lo estúpida que había sido.
***
Solo cuando llegaron al Trecho Celestial y a la seguridad del nidal de Viryx se atrevieron a abrir el pergamino. A la luz del orbe solar, leyeron el viejo documento. Era una recopilación de varios archivos antiguos. El fragmento más grande hablaba de Terokk y de su hija, Lithic.
Era una versión considerablemente distinta de los relatos que Iskar y los de su especie habían oído de pequeños, y de la que se narraba en los archivos y en otras escrituras oficiales. Para empezar, ninguna de las historias que habían visto mencionaba que Terokk tuviera una hija. En esta versión, no había sido un tirano, sino un rey glorioso. Un gobernante bondadoso y valiente. Los Adeptos de Rukhmar se habían granjeado mucho respeto en aquella época, pero ansiaban más poder y prestigio.
Y solo una cosa se interponía en su camino: Terokk.
—Los adeptos derrocaron al Rey para alcanzar sus objetivos. Lo apresaron, a Lithic y a los aliados más próximos al Rey. Los arrojaron desde los cielos a las pozas de la Cuenca de Sethekk… —leyó Viryx en voz alta.
¿La Cuenca de Sethekk? Iskar conocía ese lugar. Era un lugar prohibido. Un lodazal al este del Trecho Celestial que, según los adeptos, estaba cubierto de sombras. La leyenda dice que el malvado dios Sethe, el enemigo de Rukhmar, había muerto allí eones atrás, corrompiendo la tierra con su sangre.
—Sin sus alas para mantenerla en el aire, Lithic no sobrevivió. En la caída, se fracturó los huesos. Terokk, no obstante, sobrevivió —continuó Viryx—. Al tocar las aguas malditas de la Cuenca, contrajo la maldición de Sethe. Las aguas… esa es la fuente de la aflicción.
—Esa es la fuente… —Iskar sintió que le abandonaban las fuerzas. ¿Eso era cierto? ¿Podía ser cierto? Los ancestros le habían enseñado que la maldición era consecuencia de la caída en desgracia ante Rukhmar… El resultado de la desobediencia, entre otras cosas. Era algo que provenía de la propia debilidad, no de una fuerza exterior. Pero este documento decía que su fuente estaba en las aguas de la Cuenca de Sethekk. Eso significaba que cualquiera, con independencia de sus virtudes, podía ser una víctima.
Significaba que todo lo que Iskar creía saber era mentira.
—La maldición nubló la mente de Terokk y este comenzó a marchitarse —leyó Viryx—. El mismo destino cayó sobre sus seguidores, a los que los adeptos también expulsaron del Trecho Celestial. Se convirtieron en desterrados. Sin Terokk, los adeptos tomaron el control total sobre los arakkoa.
Viryx colocó el pergamino en la mesa de lectura.
—Todo este tiempo… —Una furia fría se apoderó de Iskar. Había vivido toda su vida creyendo que si mantenía su fe, si cumplía las leyes, se mantendría a salvo de la maldición. Todos los castigos que tuvo que sufrir para demostrar su devoción, el tormento y las penurias que soportó…¿De qué había servido?
—No sabemos si algo de esto es cierto —dijo Viryx—. Ayer dijiste lo mismo. ¿Cómo sabemos que los desterrados no se inventaron esto para manipularnos?
—No lo sabemos —dijo Iskar.
Pero iba a averiguarlo. Si este documento existía y era auténtico, habría otros. Apócrifos, ocultos en el corazón de la Gran Cumbre. Pergaminos e historias perdidos en el tiempo, ocultados por los ancestros. Pistas. Secretos. Verdades.
—Pero si es cierto —continuó— esto cambiará Trecho Celestial para siempre.
Viryx se acercó a la ventana. Docenas de kaliri descendían en picado en el cielo nocturno. Graznaban y chillaban, y se posaban en las cornisas rocosas de las cumbres. A lo lejos, las verandas del Trecho Celestial brillaban bajo la luz de orbes solares. Viryx estaba, en aquel momento, cautivada por su belleza.
—Debemos destruirlo —dijo volviéndose hacia Iskar.
—¿Destruirlo? —Su hermano de nidada la observaba incrédulo. —Debemos ocultarlo en alguna parte.
—Esto podría arruinarlo todo. Es demasiado peligroso para conservarlo — replicó Viryx mientras se acercaba al pergamino.
Iskar hizo lo mismo y estampó su garra sobre el documento. —Si esto es cierto, significa que nuestra vida es una mentira. ¿Es que eso no te importa? ¿Has sufrido tantas penurias para conseguirlo, lo has arriesgado todo, y ahora quieres destruirlo?
—Lo que hice fue estúpido. El misterio… me consumió. —Agarró un borde del rodillo de madera del pergamino y tiró. Iskar apretó su mano y mantuvo el papel en su sitio. —Olvídalo. Por favor.
—¿Olvidarlo? —Iskar elevó el tono de voz. Con la mano que tenía libre, agarró el otro extremo del rodillo de madera. —¿Cómo voy a olvidar esto?
—Porque no importa — replicó Viryx, agarrándolo con aún más fuerza—. Aunque sea cierto, no importa.
Ella pensó en Velo Akraz y en los desterrados. En tanta inmundicia y decadencia. En tanta desesperanza. Intentó imaginar un mundo en el que su especie conviviera con los arakkoa inferiores en igualdad. Todas las imágenes que invocaba en su mente hicieron que se sintiera asqueada.
El Trecho Celestial era poderoso y glorioso. Cambiarlo, reparar los lazos con los desterrados, destruiría todo lo que conocía. A pesar de las aburridas normas que había llegado a detestar como adepta, los absurdos rituales y las horas de estudio, no quería perder su modo de vida.
¿Qué otra cosa en el mundo podría comparársele?
—Tú no has caminado entre los desterrados como yo. —Viryx tiró del pergamino. Era más fuerte que Iskar, y observó cómo su hermano de nidada tenía que esforzarse para no soltarlo. —Si lo hubieras hecho, no pensarías así. Si mantener el Trecho Celestial como está implica mantener esta mentira, entonces merece la pena.
Con un último tirón, Viryx arrancó el pergamino de las manos de Iskar. Su hermano de nidada cayó al suelo. Viryx invocó una voluta del fuego de Rukhmar en la palma de su mano y prendió fuego al pergamino. Pequeñas llamas comenzaron a alimentarse de los bordes del viejo y deteriorado papiro.
—¡Crrriiic! ¡No! —Iskar se abalanzó contra Viryx y arremetió contra ella. Viryx bloqueó el ataque con el antebrazo y golpeó a Iskar en un lado de la cabeza. Cayó al suelo.
Mientras el fuego consumía el pergamino, ascuas y ceniza caían alrededor de Iskar. De rodillas, intentaba recoger las cenizas con las manos. —¿Cómo has podido hacer esto?
—Es por el bien de los arakkoa —afirmó Viryx, girándose hacia la ventana del nidal—. Es…
Se quedó sin aliento. Una bandada de kaliri permanecía posada en ambas ventanas. Sentados allí, en silencio, la observaban a través del oscuro cristal.
Qué extraño. Nunca los había visto tan concentrados. Viryx sintió un retortijón en el estómago por la aprensión.
Algo grande golpeó la puerta de su nidal. Una vez… dos veces…
A la tercera, la puerta saltó de los goznes y cayó al suelo con estrépito. Dos garracorvos aparecieron en la sala, con las hojas aladas dispuestas, seguidos por el sumo sabio Zelkyr.
—Es por el bien de los arakkoa —dijo la voz de Rukhmar—. En efecto.
Viryx retrocedió, sorprendida. Hizo una reverencia con la cabeza. —Sumo… sumo sabio…
—Siempre has sido muy curiosa, ¿verdad? —dijo Zelkyr. Se desplazó hacia Iskar. —Atadlo.
Uno de los garracorvos dio un paso al frente. Arrojó una capucha de cuero sobre Iskar y le cerró el pico con un anillo de metal. Iskar no hizo ningún sonido ni se resistió.
Viryx reunió el coraje para hablar. —Él no tiene ninguna culpa. Él…
—Sé lo que ha hecho. Y sé lo que has hecho tú. —Zelkyr se descolgó por la ventana de Viryx. Se inclinó hacia el grupo de kaliri encaramados en el exterior. El sumo sabio acarició las plumas de un pájaro. Este arrulló suavemente.
—He estado observando —continuó Zelkyr—. Ver a través de los ojos de un kaliri es una rara habilidad, pero muy útil de vez en cuando. Te sorprendería saber lo que dicen los de tu propia especie cuando creen que están solos.
—¿Y nos permitiste continuar? —preguntó Viryx, con un atisbo de miedo dibujado en su rostro.
—Es normal querer resolver un misterio. La clave está en qué hacer con la información una vez se ha descubierto. Eso es lo que te define. Aquellos que os criais entre las filas de los adeptos debéis soportar el peso de muchas verdades. Muchos secretos. Solo los sabios pueden mantenerlos ocultos por el bien de los arakkoa.
Zelkyr ahuyentó a los kaliri. Se elevaron hacia el cielo nocturno. —Creo que tú tienes esa sabiduría. Tienes el potencial para ser alguien importante dentro de la orden.
Viryx no sabía cómo sentirse. ¿Debía sentirse agradecida? ¿En un momento así?
—Pero está también esa cuestión de tu inquietud. Tu tendencia a la rebeldía. —El sumo sabio le colocó una mano en el hombro—. Por suerte, hay maneras de… corregir esos defectos.
El otro garracorvo agarró el brazo de Viryx por detrás y lo retorció. Sintió como pinchazos de dolor en la piel que subían hasta el cuello. Por instinto, se resistió, pero fue en vano.
—Siempre he sido muy indulgente contigo, y te pido disculpas. Quizás si hubiera sido más estricto, no habríamos llegado a esto. Pero quiero que sepas que todo lo que hago, lo hago porque te admiro… porque tengo fe en lo que puedes llegar a convertirte.
Viryx gritó cuando el garracorvo deslizó una capucha sobre su cabeza.
La oscuridad devoró su mundo.
***
Viryx no sabía cuánto tiempo había pasado a oscuras. Días… semanas… una vida entera.
La verdad es que no le importaba en absoluto. Solo quería que se acabara.
Por suerte, así fue. Alguien le retiró la capucha de la cabeza. Se encontró cara a cara con el sumo sabio. Viryx no pronunció palabra mientras él la ayudaba a ponerse en pie y la conducía a través de una sinuosa catacumba hacia algún lugar bajo la Gran Cumbre.
—¿Sabes por qué hice a Iskar tu hermano de nidada? —preguntó el sumo sabio.
El tiempo que Viryx pasó a oscuras le había nublado los sentidos. Le llevó un instante comprender sus palabras. Intentó responder, pero de su pico no surgió más que un suave quejido.
—Sabía que nunca aprendería de ti —prosiguió el sumo sabio—. Pensé que cuidar de él te enseñaría a ser responsable. Y quizás así fue, de una forma indirecta. Tu decisión de quemar el pergamino fue correcta. Fue responsable.
Ella siguió al sumo sabio a la cámara principal de la Gran Cumbre. Rayos de luz entraban a través de la cúpula de cristal del techo. Viryx arqueó la espalda y suspiró con alivio al sentir que la luz la inundaba y le proporcionaba una sensación de calidez.
Deseaba eso más que la comida o el agua. Luz.
Se estiró hacia la luz, con la única intención de tocarla, de sostenerla. No había suficiente en la sala para satisfacerla. Nunca habría suficiente, ni en todos los días de su vida.
—Pero ahora entiendo que la responsabilidad no era lo que necesitabas aprender —dijo el sumo sabio—. Lo que necesitabas era comprender el significado de las consecuencias.
Las palabras arrancaron a Viryx de su estupor eufórico. Entonces vio a tres arakkoa en pie en medio de la cámara. Dos garracorvos flanqueaban a Iskar y lo sujetaban con cadenas que aferraban sus muñecas. Aún tenía el pico cerrado con el anillo de metal, pero los guerreros habían retirado la capucha de forma que Viryx pudiera verlo… y él verla a ella.
El sumo sabio entregó la garra de Rukhmar a Viryx y retrocedió. Ella sopesó el artefacto sagrado que tenía en la mano y escudriñó la sala.
Nadie presenciaba la escena. No era como otras ceremonias de destierro. Era algo más privado, más secreto.
—¿Vivirás en la luz, o en la sombra? —preguntó el sumo sabio en voz baja a su espalda.
Viryx dio un paso adelante con el bastón en la mano. Iskar le devolvió la mirada. No se movió. No hizo ningún sonido. En sus ojos no se atisbaba miedo alguno. Solo furia, frío y fragilidad.
Ella colocó la hoja bajo su brazo derecho estirado.
Y tomo una decisión.
***
Un breve silencio transcurrió cuando Reshad finalizó su relato.
El otro desterrado se levantó del tocón y estiró la espalda todo lo que pudo. —Nunca había oído esta historia sobre Iskar. Nació en el estrato social más humilde.
—Imagino que no es una historia que disfrute contando. Y como sabes, siente predilección por las mentiras —dijo Reshad. También se puso en pie. Le crujieron los tobillos por estar sentado tanto tiempo.
«Estos viejos huesos»…
El alto arakkoa siguió encaramado al árbol caído. Reshad le dio tiempo para reflexionar sobre la historia de la líder a la que una vez juró servir hasta el final de los días.
Reshad recordó cuando conoció a Viryx en Velo Akraz. «Si en aquel momento hubiera sabido en qué se convertiría… con solo un movimiento de mi daga, habría salvado tantas vidas…».
Por supuesto, era absurdo pensar eso. Jamás habría podido saber que Viryx se convertiría en suma sabia del Trecho Celestial. Ni que su obsesión por la tecnología apexis conduciría a los altos arakkoa a construir armas como ese falso sol en lo alto de la ciudad. Y no habría sabido que Viryx daría la orden de volverse contra los desterrados y arrasarlos de la superficie del planeta.
Viryx y sus seguidores más próximos ya estaban muertos, pero habían representado todo lo que estaba podrido en el mundo. Los altos arakkoa se obsesionaron con la luz del sol y se volvieron fanáticos.
Reshad tuvo que recordarse a sí mismo que los desterrados no estaban exentos de culpa. Se habían refugiado en los extremos. Se habían obsesionado con las sombras, consumidos por la vergüenza y el desprecio hacia sí mismos.
«Las sombras se ciernen al atardecer, cuando el cuervo se traga el día. El cielo ardiente se extingue cuando las alas negras se baten suavemente en el cielo. Descansad, hijos míos, descansad. Pues incluso el sol debe dormir».
Los antiguos arakkoa sabían que el equilibrio entre luz y oscuridad era natural. Solo unidos, los desterrados y sus parientes alados triunfarían.
Ahora, por fin, la especie de Reshad era consciente.
Al menos, la mayoría de ellos. No sabía si otros, como Iskar, habían entrado en razón.
La vida de Iskar, al igual que la de Viryx, había cambiado después de descubrir la verdad sobre Terokk. Aunque tullido y exiliado, había destacado entre las filas de los desterrados y se había convertido en su líder. En años recientes, Reshad había visto cómo la oscuridad se cernía sobre Iskar. Un silencioso anhelo de venganza y poder. Quizás había nacido durante aquellos últimos años en el Trecho Celestial.
¿Habría despertado Iskar como los dos arakkoa frente a Reshad? ¿Habría olvidado el pasado por el bien de un nuevo futuro? ¿O seguiría atrapado en la antigua usanza, tambaleándose entre las sombras?
—¡Reshad! —Un alto arakkoa desmontó cerca del narrador con una mirada de pánico. —Hemos encontrado a los exploradores enviados en busca de Iskar. Están todos muertos.
—¿Muertos? —preguntó el anciano arakkoa.
—Asesinados. Raaaak. Por Iskar. Hay otros que siguen buscándolo —dijo el mensajero.
El narrador volvió a recostarse sobre el calcinado árbol caído. Despreocupado, volcó la bolsa de semillas y nueces, vertiendo el contenido en el suelo.
Percy levantó la cabeza, confundido. Alzó la vista hacia Reshad como si esperara una especie de truco.
—Come, come. —Reshad hizo un gesto hacia la comida. Cosas gloriosas le sucederían a su pueblo, lo sabía, pero aún no era el momento de celebraciones. Había trabajo por hacer, sombras del pasado que superar. —Necesitarás tu fuerza en el futuro. Todos la necesitaremos…