Blizzard lanzará junto con la edición coleccionista de Battle for Azeroth un libro con 2 novelas que cuentan una misma historia, el inicio de los conflictos entre la Horda y la Alianza tras el descubrimiento de la Azerita, pero desde dos perspectivas distintas. Tanto la Horda como la Alianza darán una visión distinta en cada una de esta novela y será el jugador el que tendrá que decidir con cuál quedarse.
Blizzard ha publicado recientemente un blog con un pequeño extracto de ambas novelas, pero al igual que el libro de la coleccionista estará tan sólo en Inglés, Francés y Alemán, parece que estos extractos tan sólo han sido lanzados igualmente en estos 3 idiomas. Por ello hemos hecho un pequeño esfuerzo para traeros estos extractos traducidos al español por nuestro equipo.
«¡Comandante!» gritó Delaryn. «¡Comandante! ¡Nos atacan!»
Anaris se giró, su rostro destrozado se oscureció de ira. Su mirada se dirigió a Ferryn. «Explícate».
Las Centinelas se detuvieron, su cansancio abandonando sus rostros ante el verdadero peligro para su pueblo, escuchando con todo su ser mientras Delaryn hablaba.
«Pícaros de la Horda,» dijo Delaryn. «Varios de ellos. Asesinaron a nuestros sables de la noche primero para evitar que diéramos la alarma. Muchos están muertos. Vannara dice que han llegado informes de otros puestos de avanzada en Vallefresno, comentando la misma situación».
Durante un momento, Anaris sólo la miró; luego se giró hacia las Centinelas. “¿Por qué estás ahí parado? ¡Tú, corre al Claro Ala de Plata! Mira si—”
Ferryn dejó escapar un gruñido gutural y furioso, pero llegó demasiado tarde. Sintiendo a Ferryn tenso, Delaryn saltó, pero un Renegado ya había caído de una rama colgante.
Aterrizó directamente en la espalda de Anaris, apuñalando con sus hojas gemelas mientras caía. Más veloz de lo que algo muerto debería ser capaz de moverse, el asesino se puso en pie. Una de sus dagas hizo un golpe rápido y limpio sobre la garganta de Marua, cercenando casi su cabeza de su cuerpo.
Con un alarido de furia, Ferryn se abalanzó sobre los Renegados, mientras que, demasiado despacio, Delaryn sacaba una flecha y la inclinaba hacia su arco. Hubo algo borroso, y entonces otro pícaro apareció allí, un elfo de sangre, cortando con sus propias hojas, con su largo cabello dorado ondulando detrás de él como una capa. En lo que pareció el lapso de un solo latido de corazón, media docena de elfos de la noche quedaron desangrados o con espasmos de tormento en el verde suelo del bosque.
Finalmente, los Centinelas se unieron. El elfo de sangre desapareció de inmediato, pero no importaba. Lo cogerían mientras huía como el cobarde que era. Lanzaron una lluvia de flechas hacia los huecos de los árboles, pero no le dieron a nada. El sin’dorei los había eludido.
El Renegado no fue tan afortunado. Eriadnar se lanzó hacia él, sacando su espada. Ella le rebanó un surco a lo largo del torso del asesino y le cortó uno de sus brazos. Ferryn se abalanzó sobre él y lo inmovilizó contra el suelo, ejerciendo un notable control para no romperle la garganta.
Anaris Maderaviento yacía en el suelo del bosque, con los ojos abiertos pero el resplandor apagado. «¿Comandante?» dijo Eriadnar.
«Ella ha muerto,» respondió Delaryn con dureza; aún estaba furiosa con Maderaviento, aunque la comandante estaba ahora más allá de su enojo.
«Delaryn,» dijo Eriadnar en voz baja, «ahora eres tú la comandante».
Así que lo era. Qué extraño sonaba. Delaryn se sacudió y se movió hacia el prisionero. Sus ojos se posaron en las dagas que había dejado caer, cubiertas por la sangre de Anaris. Ella cogió una cuidadosamente, luego asintió con la cabeza a Ferryn. Él dio un paso atrás, gruñendo amenazadoramente al Renegado.
Ella lo miró fijamente, canalizando su dolor e ira mientras escupía: «Háblame, Renegado, y quizá te deje vivir».
«¿Vivir?» Gruñó, en ese horrible y hueco tono tan distintivo de su raza. «Llevo sin vivir algún tiempo, elfo».
«¿Te gustan los juegos de palabras? Vamos a jugar a un juego de números en su lugar.» Ella le hizo un gesto. «Tienes un brazo menos. Puedo hacer que tengas menos dos. O mejor incluso, empezaré poco a poco. Aún tienes cinco dedos. Dime algo que me sirva, cadáver, o los convertiré en cuatro».
Cuando él no respondió, ella se inclinó, agarró su mano por la muñeca y le acercó su espada.
Él siseó enfurecido. «¡Hablaré!».
Así que la hoja está envenenada. Incluso aunque se estuviera muriendo, no quería soportar tal nivel de dolor.
«Dime tus órdenes».
Los labios muertos se curvaron hacia atrás desde los dientes amarillentos. La falta de aliento golpeó a Delaryn en la cara mientras se reía. Su estómago se rebeló, pero ella se obligó a no hacer una mueca de dolor.
«Habría pensado que eran obvios», dijo él. «¿Murieron primero los inteligentes? Bueno espera, no hay elfos de la noche inteligentes. Un trol consiguió las orejas de otro comandante, tu sabes. Las lleva puestas ahora mismo».
Era, y ella lo sabía, muy posiblemente cierto. Pero Delaryn no mordió el anzuelo. «No hay Val’kyr que te traiga de vuelta si te meto esto por la garganta».
Delaryn miró la hoja.
«¿Qué tipo de veneno utilizaste?» preguntó ella con indiferencia. «Supongo que uno doloroso—como vosotros los Renegados. Si no me dices algo útil pronto, llegaré a la conclusión de que estás perdiendo el tiempo y por consiguiente no tienes nada que contarme». Su voz era fría.
«¿Qué prisionero no daría evasivas por tiempo? La existencia es preciosa. Incluso nosotros lo sabemos»
Eso era cierto. Los elfos de la noche albergaban un profundo respecto por la vida. Ellos no torturaban a los prisioneros, ni se deleitaban con bajas innecesarias. Pero tenían poca costumbre con las abominaciones que eran los Renegados.
Algo dentro de ella se volvió duro como una piedra. Delaryn acercó la hoja a una fracción de pulgada de su dedo índice. «No lo hagas. Ponme a prueba».
La cruel alegría se desvaneció de sus podridos rasgos al darse cuenta de que ella no le estaba haciendo una amenaza vacía. «No puedes ganar», le dijo. «Estamos en todas partes. ¿Aún no has comprendido que todas tus avanzadas están siendo atacadas? Docenas como yo hemos descendido sobre ellas con nuestros dolorosos venenos. Y tus inteligentes cazadores, tus ostentosas Centinelas y tus furtivos druidas no tenían ni la menor idea».
Delaryn pensó en el druida que había volado hacia el Refugio Ala de Plata con su mensaje. Algunos puestos de avanzada habían informado de hecho de un ataque sorpresa. Pero había algo en las palabras del Renegado que parecía forzado.
«Vas de farol», espetó Delaryn. «¿Cuál es tu plan? La Horda está marchando hacia Silithus. ¿Por qué desviarse hacia Vallef—?”
Y entonces la respuesta apareció sola, era tan cegadoramente obvia que sintió como si hubiera sido apuñalada en el estómago.
La flota de los elfos de la noche estaba en camino hacia Feralas.
Tyrande estaba en Ventormenta.
«Estáis despejando el camino», murmuró, horrorizada.
El Renegado no respondió, pero volvió a reír.
Delaryn alzó su daga, pero la risa del pícaro se convirtió en una tos jadeante. Un líquido pegajoso salió de su garganta y entonces se quedó inmóvil. Le había engañado; sus heridas habían reclamado su no vida antes de que lo hubiera hecho ella. Delaryn no malgastó energía en la frustración por la última burla del Renegado o los preciosos minutos que invirtió en interrogarlo. Ya había perdido suficiente tiempo.
Ella se puso en pie de un salto. «Eriadnar, ¿estás herida?»
«No, Comandante».
«Entonces corre, hermana» dijo ella. «Corre tan rápido como puedas hacia Darnassus. No luches, no pares. Escóndete si lo necesitas. Pero lleva este mensaje a Darnassus. Dile a Malfurion que un ejército viene en camino».
Ferryn volvió a su forma de kaldorei. «Puedo volar más rápido de lo que ella puede correr», se ofreció él.
Delaryn negó con la cabeza. «Tengo otra tarea para ti. Ve Eriadnar. Que Elune guía tu camino».
La Centinela asintió, con los ojos muy abiertos, y dio un salto para obedecer tan rápido como una flecha sale disparada de un arco.
Delaryn se giró hacia Ferryn. «Dirígete hacia los Baldíos. La Horda viene. Necesitamos saber cuánto tiempo tenemos antes de que lleguen. Sigue hasta que los veas. No entres en combate salvo que debas. Mantente con vida y vuelve a informar».
Él asintió. Se miraron el uno al otro por un momento. No hubo necesidad de palabras. Habían ido a la batalla innumerables veces antes, a veces juntos, a veces solos. Ahora, se habían sumido en otra de nuevo.
Al unísono, se acercaron uno al otro, y se besaron profundamente. Luego prosiguieron con sus deberes.
Ferryn no lo sabía, pero cada vez que los dos se separaban, Delaryn rezaba a Elune para que lo mantuviera a salvo. Ella rogó por ese favor de nuevo ahora, y por primera vez, ella tenía un débil palpito de que, en esta batalla, la hermosa y cariñosa diosa de la luna podría no responder esta oración.
La cara del elfo se contorsionó, y por un momento, Colmillosauro creyó que estaba a punto de llorar. Pero no, con su último aliento, el pícaro moribundo escupió en las botas de Colmillosauro, dejando vetas de sangre y saliva en su armadura. Luego se quedó inmóvil. Morka dio un paso al lado de Colmillosauro, con una pequeña hacha en cada una de sus manos. Había sido demasiado rápido para que ella los usara. «Desafiante hasta el final», señaló. «Su gente estaría orgullosa».
Colmillosauro estuvo de acuerdo. Tal espíritu. Y nunca siquiera aprendí su nombre.
«Lo hiciste bien, detectando a este asesino», le dijo Colmillosauro. «Pero nunca debería haber llegado tan lejos».
Salió fuera, gruñendo. Había equipos de asedio, guardias y soldados por todas partes. Astranaar estaba bañada por la Horda, y ninguno de ellos había advertido al extraño caminando entre ellos. Nadie lo había desafiado.
Disfrutaría explicándoles esto con detalles insoportables.
«¡Escuchad bien!», comenzó. Las cabezas se volvieron hacia él. Sus ojos miraban la sangre de su hacha y armadura.
«¿Necesita la Horda un recordatorio de que estamos en guerra? ¿Necesita la Horda—”
Y de repente paró. Sus próximos latidos de corazón parecieron durar una eternidad. Su mente aturdida por la fatiga finalmente se topó con sus duramente ganados instintos de supervivencia. Ese chico no había sido enviado para matarlo.
Había intentado llevar a Colmillosauro fuera.
En su precipitación por dar una charla a sus guardias, Colmillosauro había hecho exactamente lo que ese chico había querido. Te acabas de suicidar, viejo tonto. Dio media vuelta y se arrojó de vuelta a la posada. Un instante después, el suelo tembló cuando Malfurion Tempestira aterrizó donde él había estado de pie.
“¡Lok-Narash!” gritó. ¡A las armas!
Sus consejeros y estrategas ya estaban formando una línea en la sala común, empujándolo hacia atrás y permaneciendo preparados. Al igual que muchos edificios elfos nocturnos, este tenía paredes abiertas en tres lados, dándoles una vista del caos que se agitaba afuera. Los equipos de asedio se alejaron apresuradamente de Malfurion, solo para caer ante las flechas y hojas sobre sus espaldas.
No sólo era Malfurion. Este era la resistencia final de los kaldorei en Vallefresno, un golpe para decapitar al comandante de esta batalla. Y a Colmillosauro, lo habían atraído con tanta facilidad. Astranaar era una isla con acceso limitado. Fácilmente defendible.
Imposible escapar.
Y Colmillosauro acababa de refugiarse en un edificio de pocas paredes. Para luchar contra un archidruida.
Este es el fin.
Cuando los sonidos del caos se alzaron afuera, la posada se oscureció. Malfurion Tempestira cruzó la puerta con los ojos clavados en Colmillosauro. Tres de los consejeros del alto señor cargaron contra él.
«¡Parad! gritó Colmillosauro.
Malfurion se movió, y las garras metálicas atadas a sus muñecas dieron cuenta rápida de los dos orcos y el elfo de sangre. Dio un paso adelante, sobre sus cuerpos.
Morka agarró a Colmillosauro por el hombro. «Corre, Alto Señor Supremo», dijo. «Te daremos tiempo».
No, no lo harían. No más de un latido de corazón. Era hora de morir con honor. «Toma los mapas», susurró. «Llevadlos a la Jefa de Guerra».
Los ojos de Morka se abrieron de par en par, pero Colmillosauro se alejó, rugiendo, «¡Malfurion Tempestira! ¡Te desafío a mak’gora!»
Las palabras sonaban extrañas hasta para sus propios oídos. ¿De qué le sirvía a un elfo de la noche un duelo orco a muerte? No importaba Malfurion estaba aquí por Colmillosauro. No perseguiría a un puñado de consejeros.
Colmillosauro miró a los otros soldados de la Horda en la posada. Al ver su confusión, levantó su voz aún más fuerte. «¡Tempestira es mío, cachorros sin tripas! ¡Si no salís de esa posada en cinco segundos, os mataré yo mismo!
Morka parecía furiosa, pero obedeció. Cogió el contenedor del mapa y salió corriendo del edificio. El resto la siguió rápidamente.
Los ojos de Malfurion no se despegaron de Colmillosauro. «¿Un duelo, Colmillosauro?», preguntó en una voz suave, suave como el ojo de una tormenta, como el suelo recién excavado de una tumba. El archidruida avanzó tranquilamente hacia donde Colmillosauro esperaba. «¿Crees que me importa un duelo lo más mínimo?»
«Puedes correr, si tienes miedo», dijo Colmillosauro. Él solo estaba ganando tiempo. Solo eso. La única victoria que Colmillosauro podía esperar era que los últimos movimientos de tropas de la Horda fueran entregados a manos de Sylvanas para que la batalla continuara. «O lucha conmigo, y mira si caeré».
Malfurion no dijo nada. Levantó los brazos. La posada tembló. El suelo y el techo de madera crujieron y gimieron.
Los labios de Colmillosauro se contrajeron con un gruñido. El poder de la naturaleza no se encontraba en la finta de un puño o en el corte de una hoja. Se encontraba cuando un bosque era reducido a polvo por el fuego y volvía a crecer en tan sólo unos cuantos años. Se encontraba cuando una poderosa ciudad tenía sobrecrecimiento tras haber sido abandonada durante una década. Se encontraba en miles de generaciones de predadores y presas, las cuales vivían y cazaban por los instintos de sus antepasados.
En las manos de un druida, tal poder podía ser condensado de siglos a un minuto. En las manos de Malfurion…
Esta posada, y todo en ella, volverían a la tierra en segundos.
Colmillosauro saltó hacia adelante, balanceando el hacha, mientras enredaderas y raíces hacían trizas la posada. Malfurion se liberó de su golpe sin esfuerzo, y las garras de metal atadas a sus manos se lanzaron hacia la cabeza de Colmillosauro. El orco los alejó con su hacha. Por poco.
Colmillosauro rugió, su hacha silbó, y el segundo golpe de Malfurion serpenteó entre un hueco en su armadura alrededor del hombro. La sangre goteó al suelo. Raíces, incontables raíces, todo un bosque de raíces agarró los tobillos de Colmillosauro. Danzó hacia el lado opuesto, cortando las plantas cada vez que intentaban atraparlo.
Cuando los pedazos de la posada comenzaron a caer alrededor de la cabeza del orco, él aceptó su muerte. Contra una criatura como Tempestira, no había deshonor en el fracaso. Colmillosauro simplemente tenía que conocer su fin sin rendirse.
Una explosión repentina lo derribó, aturdiéndolo. Colmillosauro cerró los ojos. Está hecho. Sus manos se entumecieron, estremeciéndose por el poder oscuro que rugió a través de las ruinas de la posada—
¿Poder oscuro?
Colmillosauro abrió los ojos. Malfurion no lo estaba mirando. Tenía los brazos cruzados frente a su cara donde una flecha, envuelta en tonos de humo violeta, explotaba justo delante de él. La luz esmeralda se levantó contra la oscuridad, y Malfurion cargó contra Sylvanas Brisaveloz, quien tenía otra flecha lista y pintada a quemarropa.
Colmillosauro se habría levantado de un salto, pero sus piernas no obedecerían sus órdenes.
Entonces la posada se colapsó sobre él, y fue rodeado por oscuridad y dolor. Pero aún no estaba muerto. Aún no.
Se suponía que la muerte no debería doler tanto.