Nuevo relato corto de la serie de Historia, Destino: Pandaria del blog oficial creado por Rober Brooks y que hemos recuperado para su fácil lectura.
Nos sumiremos en los acontecimientos más recientes de los mántides, de los Klaxxi y del ciclo que se repite a lo largo de los últimos milenios…
I
Flotaba solo. El tiempo no existía. Finalmente, el sonido de la música de ella llegó como un susurro en medio de la quietud.
Asaltad la muralla —cantó la Emperatriz—. Los fuertes regresarán. Los débiles no.
Kil’ruk abrió los ojos por primera vez.
El humo y el polvo envolvían en un velo el horizonte al este. A través de la bruma solo se veía el débil contorno de la muralla, el Espinazo del Dragón. Ecos de guerra resonaban en el aire, las exclamaciones de júbilo de los jóvenes mántides y los gritos de los moribundos se fusionaban con la inconfundible armonía del entrechocar de espadas y la carne al desgarrarse.
El nuevo ciclo había comenzado realmente y en todo su esplendor.
Un grupo de mántides de mayor edad observaba desde una colina al oeste.
—Los enjambrenatos se ven sanos, radiantes. La Emperatriz los ha alimentado bien —dijo uno. Ninguno discrepó. Todos ellos habían presenciado cómo los jóvenes mántides se abalanzaban en estampida hacia la muralla apenas minutos después de llegar al mundo, incapaces de pensar en otra cosa que no fuera masacrar a las criaturas inferiores—. Su entusiasmo resultará útil si los mogu siguen provocándonos. Nada debilita más la ambición que el miedo al olvido.
Los otros ancianos parlotearon emitiendo leves ruidos sin palabras. Era un sonido de asentimiento, pero no de compromiso. Aún no había necesidad de tomar una decisión.
Por ahora, los Klaxxi se limitarían a observar. Los acontecimientos se desarrollaban según lo esperado.
Un mogu solitario, ataviado con vestiduras ornamentadas y de esmerada confección, entró en la gran tienda y miró fríamente a los esclavos que correteaban en torno a la extraña colección de blancos y pulidos tubos huecos. En voz alta y con tono desdeñoso, exclamó: —Le dijiste al señor de la guerra Gurthan que tus armas ya estarían listas. Tu fracaso lo decepciona.
Los dieciséis esclavos —la mayoría pandaren, aunque había unos pocos jinyu— se quedaron paralizados por el miedo. Al fondo de la tienda, una figura corpulenta se puso en pie lentamente, con su rostro envuelto en sombras. Se inclinó hacia delante. El extremo de su mandíbula se iluminó con el resplandor titilante de un brasero. A pesar de la hostilidad en las palabras del visitante, la expresión de ese mogu de mayor tamaño intimidaba por su calma.
—Si el señor de la guerra Gurthan estuviera decepcionado conmigo, me lo habría dicho él mismo, Hixin —dijo el capataz Xuexing.
—Tal vez no seas consciente de los últimos acontecimientos. Los mántides nos atacan —dijo Hixin de un modo insulso, como si fuera posible ignorar el horroroso sonido del combate al oeste—. El señor de la guerra tiene asuntos más importantes que atender que un arcanista que no rinde por un mal uso de unos cuantos esclavos.
¿Que no rinde? Xuexing se esforzó por mantener la calma. Hixin era con diferencia el más malicioso de los asesores del señor de la guerra Gurthan. Nunca provocaba a alguien sin un motivo. Sin duda deseaba volver con el señor de la guerra y contarle el ataque de ira de Xuexing. Si ni siquiera puede responder calmadamente a una simple crítica, señor de la guerra —le diría Hixin sin duda—, ¿de verdad podemos encomendarle tareas vitales?
No era ningún secreto que Xuexing contaba con la confianza del señor de la guerra en casi todos los aspectos de lo arcano. Incluso los Zandalari buscaban su consejo y asesoramiento. Hixin tendría que desacreditarlo para poder suplantarlo. Busca ascender pisando mi cabeza.
—El huatang estará listo cuando esté listo —dijo Xuexing—. Y cuando esté listo, yo mismo se lo diré al señor de la guerra Gurthan.
—¿Le digo que tendrá un arma funcional en cuestión de días? ¿Semanas? ¿Meses? Los insectos no van a esperar —dijo Hixin en el mismo tono político e insulso. Pasó el dedo distraídamente por el borde de una extraña urna ornamentada que había en una mesa junto a él.
—Dile lo que quieras —dijo Xuexing.
—Supongo que tendré que informar al señor de la guerra de que no tienes una respuesta.
—No me busques, consejero.
Todos juntos. Asaltad la muralla. Las palabras de la Emperatriz llenaban sus mentes. Ella les había dado una razón de ser. Los deseos de ella eran los de ellos, y no dudaban en obedecer.
Sin ella, los mántides no eran nada.
Los fuertes regresarán. Los débiles no —había dicho.
Kil’ruk y docenas de otros voladores se elevaron por los aires y fueron de nuevo hacia el este. Era su tercer viaje hacia la muralla, o tal vez el cuarto. Kil’ruk no había llevado la cuenta. Lo único que le importaba era la voz de ella, instándolo a avanzar. Había ansiado el combate desde sus primeros instantes de vida. Su instinto se encargó del resto. Sus antenas se movían inquietas. Sus patas delanteras permanecían flexionadas por debajo de su abdomen, descansando sobre su caparazón. Incluso el acto de mantener sus cuatro alas transparentes zumbando al unísono a su espalda le resultaba tan natural como respirar.
Las criaturas inferiores deben morir —les cantaba ella a todos—. Erradicadlas.
Desde esa gran altura, el suelo mismo parecía estremecerse con la ira de la Emperatriz. Miles y miles de mántides avanzaban hacia el este en dirección a las criaturas inferiores y su patético obstáculo. Aunque su muralla se proyectaba hacia el cielo, la Emperatriz había ordenado que cayera. Y así sería.
Lo llaman el Espinazo del Dragón —había dicho la Emperatriz con sorna—. Destruidlo.
En el suelo, los enjambrenatos cargaron contra la muralla, intentando escalar su escarpada superficie. Pilas crecientes de caparazones rotos se amontonaban ya en la base del Espinazo. La escalada era agotadora y peligrosa, y los pocos mántides que lograban llegar a lo alto se encontraban solos frente a un gran número de defensores. No sobrevivían mucho tiempo.
Kil’ruk y los demás voladores revoloteaban muy por encima de las almenas de la muralla, lejos del alcance de los arqueros. Cada uno de los mántides transportaba una red llena hasta los topes de extrañas pepitas que dejaban escapar volutas de un humo repugnante. Un herrero de ámbar con un solo ojo las había llamadocartuchos. —Decora sus cabezas con esto —había dicho entre dientes mientras le acercaba las redes.
Los voladores se sacaron los cartuchos de las redes y los dejaron caer. Se reventaron provocando una lluvia de veneno y ácido que roció a los defensores más cercanos. Las criaturas inferiores corrieron de aquí para allá durante unos instantes, gritando de dolor en medio de una gran confusión, pero el veneno no tardó en dispersarse con el viento. Los defensores retomaron sus posiciones en el borde de la muralla y lanzaron nuevas flechas y rocas contra los mántides escaladores.
Kil’ruk siguió dejando caer cartuchos. Era extrañamente decepcionante. Él quería ver de cerca la agonía de las criaturas inferiores. Quería teñir las almenas con su sangre. Soltar bombas desde tan alto resultaba demasiado aséptico, demasiado distante, y no muy útil.
Cuando el grupo se quedó sin cartuchos, volvieron con el herrero de ámbar. Los demás voladores parloteaban alegremente en el camino de vuelta. Kil’ruk meditaba en silencio. El herrero de ámbar tenía más redes esperando a la sombra de un joven árbol kypari.
Durante dos días y dos noches repitieron el mismo procedimiento: volar hasta la muralla, soltar cartuchos desde el aire, volver a por más redes, una y otra vez.
Hacia la segunda noche del ciclo, la mayoría de los de la bandada de Kil’ruk se habían acurrucado agotados bajo algunos de los árboles kypari más grandes. Kil’ruk se limitó a tomar otra red de cartuchos y a seguir volando sin ellos.
La muralla permanecía en pie. Los enemigos de la Emperatriz seguían con vida. ¿Cómo iba a descansar?
No sucumbió a la fatiga hasta que salió el sol al cuarto día.
II
Un halcón cabalgaba sobre la brisa de la tarde allá en lo alto, cazando en solitario. Casi todas las demás bestias de las tierras mántides habían huido en cuanto comenzó el ciclo. Solo unas cuantas crías de mures, demasiado jóvenes para aguantar el ritmo del éxodo masivo, permanecían en sus madrigueras, estremeciéndose por los sonidos de la batalla a lo lejos. Una de las criaturas minúsculas asomó la cabeza por encima del suelo, olfateando el aire, esperando hallar un rastro de comida.
El halcón la detectó. Plegó sus alas cerca del cuerpo y descendió. Justo un instante antes de llegar al suelo desplegó las alas, acuchillando el aire. Se produjo un instante de agitación y luego el halcón remontó el vuelo con una cría de mur retorciéndose atrapada en sus garras. Con un fuerte apretón, silenció a la cría para siempre.
El halcón revoloteó hacia su nido en lo alto de un árbol kypari. De repente cambió su rumbo, desviándose para rodear a un volador mántide que se acercaba en solitario.
El halcón lo contempló con recelo, pero cuando quedó claro que el volador no se disponía a atacar, el ave chilló enfadada por el retraso y se alejó sin más. La ausencia de presas fáciles había hecho que estuviera hambrienta.
Ese mántide solitario, Kil’ruk, se limitó a ver marcharse al halcón con expresión de asombro.
—¿Un halcón?
—Un halcón —dijo el mántide anciano conocido como Klaxxi’va Pok—. Este mántide está fascinado con él. Obsesionado, tal vez. No para de intentar imitarlo.
—Lanzarse en picado desde el cielo es imposible para nosotro —objetó el otro. Él tenía alas. Klaxxi’va Pok no—. Los que tenemos el don del vuelo podemos revolotear. Podemos ir rápidamente de un sitio a otro. Esa es nuestra ventaja. Este enjambrenato es un suicida. La tensión al frenar una caída en picado desde tan alto le arrancará las alas de la espalda.
—Tal como decía, practica sin cesar —dijo Klaxxi’va Pok—. Ayer era capaz de efectuar una caída de unas diez zancadas. Esta mañana, de quince.
—Eso no sirve de mucho, solo…
—Esta tarde, veinticinco zancadas —remató Klaxxi’va Pok.
El otro mántide anciano se quedó en silencio. Se frotó las patas delanteras, meditabundo. Recuperarse de una caída descontrolada de veinticinco zancadas era el límite incluso para voladores mántides altamente cualificados. —¿O sea que cada vez será más fuerte?
—Sí.
—¿Mucho más?
—Eso parece —dijo Klaxxi’va Pok
—Interesante.
—Por muchas más razones de lo que imaginas —añadió Pok—. Apenas ha transcurrido una semana. Los enjambrenatos aún son frágiles y terriblemente inmaduros. Dependen totalmente de la voz de la Emperatriz, y ella no ha comentado nada sobre tácticas así de extrañas.
El otro mántide hizo tabletear lentamente sus mandíbulas, asintiendo. —Está actuando por iniciativa propia. Está dejando a un lado los deseos de ella. Prometedor, viniendo de alguien tan joven. —Sus antenas se movieron ligeramente, y una risita áspera se escapó de su boca—. Han pasado tres ciclos desde que surgió un dechado entre los enjambrenatos. Tal vez este se gane pronto un segundo nombre.
—Tal vez —dijo Klaxxi’va Pok—. O tal vez sea simplemente otro de los que muere antes de alcanzar su potencial.
—Cierto. Así es como funciona el ciclo, después de todo.
Yong se consoló con un simple pensamiento. Pronto habrá acabado todo.
Las palizas salvajes de las últimas horas habían dejado al esclavo pandaren casi totalmente ciego, capaz solo de distinguir sombras y formas borrosas. Dos guardias mogu lo sacaron a rastras hacia la brillante luz del sol y lo encadenaron a un poste de gran altura. No estaba seguro de si eran los mismos a los que había atacado el día anterior.
Espero que les hubiera hecho daño —pensó cansadamente. Había sido un gesto penoso que sabía que le iba a suponer la muerte, pero no lo lamentó ni un solo instante—. Ya no pueden tener mi obediencia. No la merecen.
—Vamos a probar algo nuevo contigo —dijo uno de los mogu—. Xuexing, puedes disparar cuando estés listo.
Yong estaba demasiado exhausto para tener realmente miedo, pero desde luego sentía curiosidad. Pestañeó fuertemente e intentó discernir la forma que tenía ante él.
Curioso. Era como si los mogu fueran a ejecutarlo con un gran panal blanco.
Lo último que Yong oyó antes de morir fue un sonido crepitante de energía arcana.
La puesta de sol del noveno día se fue como llegó. Al amanecer, Kil’ruk podía con una caída de cincuenta zancadas. No estaba satisfecho: el halcón se había lanzado hasta cien, por lo menos. Aun así, sentía que sus alas se volvían más fuertes, que los tendones de su espalda se endurecían.
El herrero de ámbar había cambiado de ubicación por la noche, colocando sus redes en las cuestas que había frente a Klaxxi’vess, el hogar del consejo cultural mántide. Cuando Kil’ruk regresó de la muralla, se quedó un rato absorto ante la visión de la arquitectura de ámbar en lo alto de la colina. La entrada allí estaba prohibida, claro. Acceder al reino de Klaxxi sin invitación significaba la muerte.
Kil’ruk se preguntó, no por primera vez, por qué los Klaxxi se dejaban ver tan poco. Los mántides trataban al consejo con respeto, pero pocos de los enjambrenatos habían visto a sus miembros más allá de los límites de su hogar. Nunca se había visto a uno de los Klaxxi unirse al combate. Durante una gran y gloriosa batalla, el consejo parecía no tener utilidad.
El herrero de ámbar sacó a Kil’ruk de su ensoñación. —¿Te preocupa algo, enjambrenato?
Muchas cosas. —Kil’ruk hizo la pregunta que llevaba todo un día ocupándole el pensamiento—: ¿Qué hay de las criaturas inferiores?
—¿A qué te refieres?
¿Cómo puede un halcón volar mejor que yo? Soy uno de los elegidos de la Emperatriz —se abstuvo Kil’ruk de decir. Se avergonzaba de su propia incapacidad y no tenía ningún deseo de revelárselo a nadie. Planteó una pregunta distinta—. Veo a criaturas distintas luchando en nuestra contra en la muralla. Formas distintas. Tamaños distintos. Seres distintos. ¿Por qué trabajan juntos?
El herrero de ámbar chasqueó divertido. —¿Juntos? Los saurok y los pandaren son esclavos de los mogu. No tienen más opción que enfrentarse a nosotros.
¿Saurok? ¿Pandaren? Kil’ruk no conocía esos nombres. Nunca se había molestado en pensar en los defensores como otra cosa que criaturas inferiores. El herrero de ámbar no tuvo inconveniente en explicárselo. —Esos hábiles luchadores con escamas se llaman saurok. Las criaturas con pelo y de panza grande se llaman pandaren.
El herrero de ámbar habló largo y tendido sobre los mogu y cómo habían utilizado el poder de los usurpadores para establecer su imperio en milenios pasados, fortaleciéndose a sí mismos y sometiendo a otros. Gran parte de la mayor obra de los mogu no se habría podido completar de no haber sido por la fuerza de los esclavos a los que habían conquistado.
Cuando Kil’ruk preguntó cómo habían aprendido los esclavos a luchar, el herrero de ámbar se rió de nuevo. —Los saurok nacieron para matar. Aún no han encontrado otra razón de ser. En cuanto a los pandaren, en fin —dijo—, tienen prohibido empuñar arma alguna hasta que se encuentran en su muralla luchando con nosotros.
Kil’ruk movió las patas delanteras con incredulidad. —¿Los mogu envían a criaturas no adiestradas a combatir? No pueden ser tan insensatos.
—Es la verdad, enjambrenato —dijo el herrero de ámbar—. Los mogu atajan la rebelión de raíz. Cualquier pandaren que da señales de disconformidad es enviado a la muralla como castigo. Así, son los más fuertes de ellos los que están aquí para hacernos frente. Pero solo vienen a morir.
Kil’ruk no sabía que los mogu tuvieran tanto sentido del humor. Se echó a reír hasta que le dolieron las antenas.
Un joven pandaren sirvió otra taza de té. Unas cuantas gotas salpicaron en el suelo, y chilló atemorizado. Xuexing no le hizo caso y bebió a sorbos el té educadamente.
—Me ha alegrado ver el éxito de la demostración del huatang. El señor de la guerra Gurthan desea usarlo en combate inmediatamente —dijo Hixin.
—Dile al señor de la guerra Gurthan —dijo Xuexing, con sus palabras retumbando por toda la tienda—, que deseo discutir personalmente y en privado cómo le gustaría usar el huatang.
—No será necesario —dijo Hixin. El consejero le acercó un pergamino enrollado: una orden oficial del clan Gurthan, sellado con magia. Xuexing lo cogió y lo examinó, suspicaz.
—¿Qué es esto?
Hixin tomó un sorbo de té. —La voluntad del señor de la guerra Gurthan.
Xuexing miró detenidamente al otro mogu. Era inconcebible que el señor de la guerra Gurthan usara a este animal político como intermediario, pero el sello parecía auténtico. Conjuró un poco de magia y desprecintó el pergamino. Contenía un breve mensaje.
Muéstrame tu potencial al anochecer. No me decepciones otra vez.
Xuexing no dijo nada. Solo se oía el sonido lejano de la batalla y los jadeos entrecortados y asustados del esclavo pandaren arrodillado en uno de los rincones de la tienda.
El huatang solo se había probado una vez. Con un esclavo. No se había puesto a prueba en combate. El más leve desajuste en el flujo de energía podía alterarlo. Un desajuste importante podía ser catastrófico.
Siempre hay desajustes en una batalla —pensó Xuexing circunspecto.
Aunque tampoco es que fuera a admitírselo a ese buitre que tenía sentado delante. Xuexing vació su taza. —Que así sea. Dile al señor de la guerra que los cielos pronto serán suyos. —Se levantó para irse—. Gracias por el té.
No se molestó en llevarse el pergamino consigo. Hixin observó cómo se iba, conteniendo su sonrisa hasta que Xuexing hubo desaparecido de su vista.
—Deshazte de esto —le dijo Hixin al esclavo, entregándole el pergamino.
—Quiero una espada —dijo Kil’ruk.
El herrero de ámbar se quedó perplejo. —¿Por qué?
—Necesito garras.
—¿Qué?
—He visto que los mántides del suelo luchan con espadas —dijo Kil’ruk—. Deseo unirme a ellos.
—Eres un volador —dijo el herrero de ámbar—. No es esa tu función.
—Los que no tienen alas no pueden llegar a las almenas —dijo Kil’ruk—. El ascenso es demasiado peligroso. Hay pilas de mántides muertos a lo largo de la base de la muralla. Yo tengo alas. Puedo lanzarme sobre sus almenas desde arriba.
—No es esa tu función —repitió el herrero de ámbar, más desconcertado que nunca—. Todavía oyes la voluntad de la Emperatriz, ¿no? Te dice que te quedes en el aire.
—Yo seré sus garras —masculló Kil’ruk.
—No te entiendo.
—Entonces no hace falta que sigamos hablando.
Hacia el ocaso de la décima noche, Kil’ruk podía sobrevivir a una caída de setenta y cinco zancadas.
III
En el decimocuarto día de su vida, Kil’ruk se ganó el favor de la Emperatriz.
Kil’ruk y el resto la bandada estaban dejando caer cartuchos sobre las almenas, revoloteando a salvo, lejos del alcance de atacantes. La persistente sensación de inutilidad seguía carcomiendo a Kil’ruk, pero obedecía las órdenes de la Emperatriz lanzando veneno sobre las criaturas inferiores.
Su red estaba solo medio vacía cuando se produjeron unos extraños sonidos: un crujido, y luego una profunda vibración, como si el tronco de un árbol gigantesco se partiera por la mitad en el vendaval de una tormenta.
La primera reacción de Kil’ruk fue de confusión. Nunca antes había oído un sonido tan raro. Un instante después, el aire se llenó de alaridos sobresaltados de dolor y sorpresa. Cinco voladores que se encontraban al norte se desplomaron, con trozos de carne y ala cayendo a su lado. Los demás mántides chasquearon y castañetearon, alarmados. ¿Arqueros? ¿Tal vez con arcos mejorados? Apenas habían supuesto una amenaza en incursiones anteriores.
Tras unos instantes inspeccionando el terreno, Kil’ruk descubrió una forma extraña en el borde del campamento mogu de detrás de la muralla. Desde su perspectiva, al principio parecía un panal, pero, a medida que se acercaba, Kil’ruk se dio cuenta de que se trataba de una serie de tubos apilados en un fardo redondo tan alto como un mogu. De sus aberturas salía un humo blanco.
Le habían puesto ruedas al fardo de tubos y lo habían apuntado directamente hacia la bandada de mántides.
Había esclavos correteando ante la parte delantera del panal, metiendo guijarros a puñados en los tubos.
El aire volvió a crepitar.
Kil’ruk lo comprendió justo a tiempo.
Xuexing alimentó con poder arcano la parte trasera del arma mediante una violenta descarga.
BUM.
El sonido de la andanada ahogó todos los demás ruidos, con el impacto de la sacudida de un martillo en el pecho. Un humo blanco le nubló la visión. Veía vagamente a varios esclavos pandaren que yacían inertes en el suelo ante el huatang. Muertos, seguramente. Xuexing no había esperado a que se apartaran.
Eso enseñaría a los demás a moverse más deprisa.
Al dispersarse la humareda, se hicieron manifiestos los efectos del arma. El primer disparo había salido ligeramente desviado, matando solo a unos cuantos de los voladores del extremo norte de la bandada, pero el segundo tiro había impactado justo en el centro. Docenas de mántides cayeron hacia el suelo. Algunos caían hechos pedazos. Xuexing vio incluso a uno aferrado aún a su red, con las alas inmóviles. Quizás eran tres o cuatro los voladores que habían escapado ilesos y habían tenido el buen juicio de dar media vuelta y huir hacia sus tierras, lejos del alcance de Xuexing.
—¡Recargad! —bramó Xuexing. Los esclavos introdujeron más guijarros y piedrecitas en los tubos, compactándolo todo bien. Xuexing comenzó a reunir cuidadosamente más energía para volver a disparar. Probablemente no hacía falta un tercer disparo, pero ¿para qué arriesgarse? Esta arma funcionaba mejor de lo que había imaginado.
Los cielos sobre esta sección del Espinazo del Dragón habían quedado despejados con dos andanadas. Solo dos. Tendré que agradecérselo a los Zandalari —pensó. El dominio que los trols tenían de lo arcano era primitivo comparado con el de los mogu, pero la observación de sus técnicas había impulsado las ideas de Xuexing en direcciones inesperadas.
¿Qué otro mogu habría imaginado que piedras diminutas, propulsadas a velocidades increíbles con energía arcana, podían hacer tanto daño?
Los gritos de los heridos llegaban de todas partes. Casi toda la bandada había sido hecha pedazos. Chinas y guijarros habían atravesado a docenas y docenas de voladores, abriendo agujeros en sus caparazones. Cayeron fuera de control.
Kil’ruk cayó con ellos, pero él no estaba fuera de control. Él no estaba muriendo.
Él se lanzaba. Como el halcón.
Justo antes de que el panal hubiera disparado, Kil’ruk se había arrimado la red contra el pecho y se había colocado las alas detrás del cuerpo. Los cartuchos de su red lo habían escudado frente a lo peor de la descarga del arma. El resto de guijarros habían pasado silbando a su alrededor.
El viento pasaba a su lado a una velocidad prodigiosa. Mientras Kil’ruk descendía, su ánimo se levantaba. Los mogu no habían efectuado un tercer disparo. Debían de pensar que todos los voladores habían muerto.
Era hora de hacerles ver su error. —¿Me ves, Emperatriz? —susurró Kil’ruk. La conmoción por el ataque había hecho que se olvidara de su canción, pero ahora podía oírla de nuevo, cantando bajito y ordenando al enjambrenato seguir adelante. ¿Había un deje de tristeza en su melodía? ¿Había visto lo que había hecho la nueva arma de los mogu?
Kil’ruk soltó la red. Pareció que se alejaba flotando lentamente. Abrió ligeramente las alas, captando solo un poco del aire que circulaba a toda velocidad. Dolía. Aquello amenazaba con arrancarle las alas de cuajo. Sería una caída mucho, mucho más extensa de lo que hubiera intentado nunca. Tal vez caería durante doscientas zancadas. Quizás doscientas cincuenta.
—Emperatriz, mírame.
—¡Están todos muertos! —exclamó Xuexing. Tras girar cuidadosamente la muñeca y relajar su voluntad, la energía arcana que había reunido se esfumó sin peligro—. ¡Vayamos al norte!
El norte significaba la Puerta del Sol Poniente y la mayor concentración de mántides. Primero aniquilaría a los voladores que aún quedaran por allí, y luego…
Una sombra cayó sobre Xuexing. Apenas tuvo tiempo de mirar hacia arriba antes de que un estridente chirrido de furia mántide se abalanzara sobre él.
Kil’ruk cayó de pie sobre el estómago del mogu. Intentó perforar el pecho de la criatura con sus patas delanteras, pero el impacto fue de una violencia extraordinaria; el mogu cayó despatarrado y Kil’ruk salió despedido, deslizándose por el barro y rodando hasta chocar con las endebles paredes de tela de la tienda de un esclavo.
Un pensamiento sosegado llenó la mente de Kil’ruk. Tengo que practicar los aterrizajes.
Kil’ruk se sacudió el aturdimiento y se puso en pie de un salto. Estaba rodeado por criaturas inferiores, pero su espectacular llegada las había puesto nerviosas. Los pandaren e incluso los saurok se encogieron instintivamente, sorprendidos.
Un pandaren muerto yacía a los pies de Kil’ruk. Heridas extrañas; tal vez lo hubiera matado el panal. Fuego amigo. Junto a la criatura había una espada mellada. Acero barato, de baja calidad. Patético. Kil’ruk se hizo con ella de todos modos. Al principio el peso se le hizo extraño y se sintió torpe manejándola.
Entonces Kil’ruk se acordó del halcón, de sus garras, de la naturalidad con la que había atrapado a su presa.Ya tengo una garra.
De repente la espada era como una prolongación de su cuerpo. Ya se la sentía tan propia como las alas a su espalda.
Kil’ruk oyó una explosión ensordecedora en las almenas. Tanto él como las criaturas inferiores se estremecieron. Ah, sí. Mi red. Todavía contenía muchos cartuchos cuando Kil’ruk la había soltado en su caída. Al chocar con la parte superior de las almenas, habían estallado todos a la vez. Una nube de veneno y ácido se expandió rápidamente. Al menos tendría un rato ocupados a los defensores de la muralla.
Kil’ruk dejó que sus alas lo propulsaran hacia la masa de criaturas inferiores que se encontraban cerca del panal. Su nueva garra probó la sangre casi de inmediato.
Era una locura. Los voladores mántides jamás luchaban cuerpo a cuerpo en tierra. Nysis gritó una orden a sus compañeros saurok: rodearlo y atacar. Incluso los mejores luchadores mántides acabarían sucumbiendo a esa táctica. Si los esclavos pandaren eran lo suficientemente listos, se apartarían. Si no…
El volador enloquecido se arrojó contra un pandaren que huía y le hundió las patas delanteras en el abdomen. Nysis se lanzó a la carga blandiendo su espada de acero, pero las alas del mántide zumbaron y la criatura se elevó lejos de su alcance.
Nysis titubeó.
El mántide se posó y destripó a otro saurok con un golpe que casi pareció desganado. Luego volvió a alzarse por los aires. Rodearlo no iba a funcionar. Tiene alas. Aquel pensamiento agarrotó las ideas a Nysis. Si no podían rodearlo, ¿qué podían hacer? El mántide se inclinó sobre un saurok agonizante, y Nysis se abalanzó para lanzarle una estocada al flanco desarmado.
Para su sorpresa, su golpe fue detenido por acero. El mántide había cogido una segunda espada, la del saurok moribundo.
El volador giró y asestó sendos golpes con ambas espadas. Nysis solo logró parar uno. El colmillo de una herida mortal le abrasó el pecho. El mántide se dio la vuelta y se lanzó hacia nuevos oponentes, gritando algo extraño, algo acerca de una «Emperatriz».
Nysis se desplomó al suelo y sintió la calidez de su vida fundirse con el frío barro.
Qué locura.
Esto no está pasando. Xuexing disparó otra descarga fundida y falló de nuevo. Esto no puede estar pasando. El otro mogu que había por allí se alejó tambaleándose, con el muslo desgarrado hasta mostrar el hueso.¡Es un solo mántide! El volador se elevó mientras Xuexing incendiaba el suelo bajo sus pies.
No era momento para sutilezas. Xuexing se encorvó y ahuecó las manos, reuniendo todo el poder al que se atrevía, sin importarle lo cerca que estaba el nuevo huatang. Era muy sensible. Podía reaccionar mal a un exceso de energía, pero ya se preocuparía de eso más tarde. Ahora…
Chunk.
Xuexing contempló sorprendido el acero que le sobresalía del pecho. El mántide había lanzado una de sus espadas. Esto no está pasando —gimió mentalmente. Cayó a cuatro patas.
No. No dejaría que este mántide sobreviviera. Xuexing siguió acumulando poder aun cuando la oscuridad comenzaba a nublarle la vista. El aire que lo rodeaba pareció imbuirse de una energía crepitante.
Levantó una mano debilitada y temblorosa hacia el volador.
De todas partes llegaban ruidos de chisporroteo desbocados. La expresión en el rostro del mogu moribundo le dijo a Kil’ruk cuanto necesitaba saber. El volador alzó el vuelo sin pensárselo dos veces.
El mogu levantó la mano hacia Kil’ruk con su aliento final, pero, justo antes de poder lanzar el hechizo, el último hálito de vida abandonó su cuerpo. La criatura quedó inerte. La energía que había reunido se desparramó de pronto en todas direcciones.
El panal se agitó y estremeció y despareció en medio de una brillante onda expansiva de luz pura. Kil’ruk siguió elevándose hasta que los ecos de la explosión se desvanecieron.
Allá abajo, podía ver el borde del campamento mogu en llamas. Tiendas y defensores de las cercanías habían quedado destrozados por la explosión. Incluso la cara trasera del Espinazo el Dragón parecía chamuscada. Fuera la que fuera aquella horrible arma, era inestable. Propensa a causar el desastre total para quienes intentaran usarla. Kil’ruk lo tendría presente si veía otra.
Mientras volaba de vuelta hacia el herrero de ámbar, se dio cuenta de que algo había cambiado. La Emperatriz cantaba una canción nueva.
Contemplad nuestro poder —decía la Emperatriz—. Contemplad nuestra fortaleza. Ved el humo elevarse desde el campamento de las criaturas inferiores. Su nueva arma ha desaparecido, destruida por uno solo de mis favoritos.
—¿Emperatriz? —musitó Kil’ruk—. Emperatriz, ¿estabas mirando? —Sus antenas se rizaron, en éxtasis. La Emperatriz cantaba sobre él—. Mis favoritos.
Los enjambrenatos del suelo alzaron la cabeza para verlo pasar. Bandadas de voladores lo rodearon y lo siguieron a casa. Contemplad mi ira, golpeando desde lo alto —cantaba la Emperatriz—. Contemplad mi muerte, descendiendo desde el cielo alto. Contemplad al Atracavientos.
La multitud repitió sus palabras con un respeto reverencial. «Atracavientos».
—Emperatriz —dijo Kil’ruk. Ella lo había visto.
Atracavientos.
Cuando Kil’ruk se aproximaba a Klaxxi’vess, avistó un halcón volando en círculos cerca de uno de los árboles kypari.
Era el mismo halcón que había visto días antes.
Kil’ruk voló hacia él. El ave lo vio y se lanzó en picado.
El halcón —pensó Kil’ruk unos minutos después— sabe delicioso.
IV
Kil’ruk sopesó sus dos nuevas espadas, forjadas con la kyparita más pura disponible por orden de la Emperatriz. Refulgían a la luz del día. Solo sus favoritos podían disfrutar de tal honor. —Ya hablaremos en cuanto las criaturas inferiores hayan sido destruidas.
—No te entretendremos demasiado.
—La Emperatriz ha ordenado la muerte de todas las criaturas inferiores —dijo Kil’ruk. La expresión en la mirada del mántide anciano era extraña. Era casi como si para él fuera una decepción que Kil’ruk no dejara de lado las órdenes de la Emperatriz—. Todo retraso es inaceptable.
—Muy bien —dijo Klaxxi’va Pok tranquilamente—. Ten cuidado. Creo que las criaturas inferiores harán cuanto puedan para evitar que alcances tu potencial. Es posible que aún tengan armas tan viles como el panal. Las usarán contra ti.
—Mejor. Así también las destruiré.
El señor de la guerra Gurthan masajeó suavemente la frente del joven quilen sentado pacientemente a su lado mientras observaba al mántide solitario lanzarse hacia las almenas lejanas. Flechas finas y oscuras salían a su encuentro pero fallaban. El mántide desapareció por detrás del borde de la muralla, y Gurthan ya no pudo ver el combate. A juzgar por los gritos que llegaban a través del campamento, a sus defensores no les estaba yendo bien.
—Explícamelo otra vez, Hixin —dijo Gurthan sin apartar la mirada del Espinazo del Dragón—. ¿Cómo es que Xuexing se lanzó a la batalla sin mi permiso?
—Parecía confiar demasiado en sus técnicas, señor de la guerra —dijo Hixin—. Yo, por supuesto, le rogué durante semanas que te notificara en cuanto el huatang estuviera listo para que él y tú pudierais formular una estrategia adecuada…
Gurthan no dijo una palabra. Simplemente se metió la mano en el bolsillo y sacó un pergamino arrugado, sosteniéndolo con el brazo extendido. Hixin se calló al instante.
Uno de los asesores de menor rango, Fulmin, cogió el trozo y lo miró. Su expresión pasó a ser de perplejidad. —Esto lleva tu sello, señor de la guerra.
—En efecto —dijo Gurthan.
Hixin se movió inquieto tras él.
El herrero de ámbar había hecho un buen trabajo. Kil’ruk blandía las dos espadas de ámbar con equilibrio y destreza, y la armadura le iba perfecta sin limitar su capacidad de volar o matar.
Kil’ruk se abrió camino a tajos entre los defensores. Hoy habían enviado a lo mejorcito que tenían. Eso estaba bien. Hoy demostraría que ni los mejores podían pararlo.
Incluso desde tan lejos, el señor de la guerra Gurthan podía ver el oscuro líquido carmesí goteando desde las hojas del mántide. Ver cómo un solo mántide avanzaba a espadazos entre los defensores resultaba irritante. Humillante. Esto era lo que el huatang tenía como objetivo impedir.
—¿Sabes dónde encontraron ese pergamino, Hixin? —preguntó Gurthan.
—No, señor de la guerra.
—Lo trajo un chico pandaren. Uno de tus esclavos, dicen. Afirmó que le ordenaste deshacerte de él después de que se lo enseñaras a Xuexing. Por lo visto creía que tal vez tendría una amo menos cruel si revelaba tu traición —dijo Gurthan.
La reacción fue instantánea y vehemente. —Mentiras —espetó Hixin—. Tráemelo. Ya veremos qué dice cuando…
—El niño está muerto. —Las palabras del señor de la guerra Gurthan le helaron la lengua a Hixin—. Cualquier esclavo que toque un sello oficial del clan Gurthan debe ser ejecutado, por supuesto, pero te aseguro, Hixin, que lo… animamos… a contar la verdad antes de morir.
Los ojos de Hixin iban de aquí para allá nerviosamente. —Señor de la guerra, no puedes fiarte de las últimas palabras de un esclavo… ¡de un niño! Te he servido fielmente durante años.
—Me acuerdo de este pergamino —dijo el señor de la guerra Gurthan—. «Muéstrame tu potencial al anochecer». Yo encanté esas palabras hace más de tres años. Creo que iban dirigidas a uno de mis maestros de bestias subalternos, a quien pedía una demostración de su habilidad en el adiestramiento de los quilen para el combate. Las circunstancias hicieron que el documento fuera innecesario y nunca se entregó, por lo que el sello nunca se rompió y fue devuelto a mis archivos. He hecho averiguaciones desde la defunción de Xuexing. Al parecer, el pergamino fue robado recientemente.
—Señor de la guerra, yo…
—Tú me has servido como archivero jefe durante años, ¿no es así, Hixin?
Hixin se arrodilló, farfullando una disculpa que nunca tendría oportunidad de terminar. El señor de la guerra Gurthan frunció los labios y silbó dos veces: un tono largo, uno corto. El quilen a sus pies se lanzó a la garganta de Hixin. El consejero —el antiguo consejero— dejó ir un grito de miedo ahogado.
Los ruidos desagradables duraron muy poco, y el quilen trotó de vuelta junto al señor de la guerra, lamiéndose la sangre del morro. Los otros asesores parecían incapaces de apartar la mirada de aquel estropicio.
—Yo no tendría —les dijo el señor de la guerra Gurthan a todos ellos—, que enterarme de la verdad por los gemidos de un esclavo moribundo.
Se giró hacia la muralla. —Cada cien años, los mántides atacan. Cada cien años, los combatimos hasta llegar a un punto muerto, y se retiran a sus tierras como si nunca hubieran tenido la intención de luchar contra nosotros. Nadie ha sabido nunca por qué.
Gurthan bajó la voz hasta que apenas fue más que un susurro. —No pedí el mando del Espinazo del Dragón para conformarme con volver a quedar en tablas. El arma de Xuexing era una oportunidad para cambiar eso, para conseguir al fin el control de la tierra de más allá del Espinazo y lanzar al fin un ataque contra los mántides. Esa oportunidad ha sido saboteada. Construir nuevos huatang llevará tiempo. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Los consejeros se quedaron en silencio. La mayoría miraban aún a lo que quedaba de Hixin. Finalmente, Fulmin se aclaró la garganta. —Señor de la guerra, la reliquia.
El señor de la guerra Gurthan le lanzó una mirada inexpresiva. La reliquia era un proyecto que Xuexing había estudiado años antes que el enjambre de mántides; era un objeto fascinante de origen arcano, pero ningún experimento había logrado conseguir nada más útil que un irritante zumbido. —La reliquia no es un arma, Fulmin.
—Y aun así puede servir como tal.
—¿Cómo? Tengo entendido que antaño fue ideada para la comunicación. —Gurthan hizo una pausa. Se le ocurrió una idea interesante—. ¿Estás sugiriendo que podríamos negociar con los mántides? Tal vez si se los pudiera convencer para que se unieran al clan Gurthan…
—No, señor de la guerra. La reliquia usa sonidos que no tenemos la capacidad de oír. Xuexing experimentó con ella hace mucho tiempo, pero no le encontró una utilidad. Cuando probó la reliquia con abundante energía arcana, describió el efecto como un ‘muro de sonido’ más allá de nuestra audición —dijo Fulmin—. No supo verle un propósito, dados los peligros de usar la reliquia.
—¿Adónde quieres llegar? —preguntó Gurthan.
—Los experimentos de Xuexing se llevaron a cabo en el valle. Ahora estamos mucho más cerca de la muralla. Sugiero que sobrecarguemos continuamente esta reliquia con toda la energía con la que nos atrevamos. Quiero probar el ‘muro de sonido’. Si estoy en lo cierto, la energía arcana dificultará la comunicación de los mántides; de hecho la impedirá por completo.
El señor de la guerra Gurthan tardó unos instantes en comprenderlo. —Hablas de una teoría no probada.
—Sí, señor de la guerra.
—Que la Emperatriz mántide da órdenes e indicaciones a su enjambre desde la distancia. Que puede hablar con sus mentes.
—Sí, señor de la guerra.
Gurthan ponderó mentalmente las implicaciones. —Crees que hay una conexión, que la reliquia y la Emperatriz se comunican del mismo modo. ¿Qué haría exactamente la reliquia si se sobrecargara? ¿Ofuscar sus palabras?
—Básicamente, señor de la guerra. Tal vez podamos ahogarla. En el peor de los casos, la reliquia podría confundir a los mántides. En el mejor… —Fulmin se encogió de hombros—. No estoy seguro. El efecto podría ser espectacular. Sospecho que provocará una reacción tremenda.
El señor de la guerra Gurthan rascaba de nuevo la frente del quilen. —Si te equivocas, no ganamos nada.
—Si me equivoco, no perdemos nada —dijo Fulmin.
El señor de la guerra Gurthan sonrió. —Salvo tú. Dicen que la reliquia es inestable. Una vez amplificó por cien una pequeña cantidad de energía y la lanzó de vuelta contra un arcanista. Muy desagradable. Todo un destrozo. —Echó una mirada a los restos de Hixin.
Fulmin inclinó la cabeza. —Estoy dispuesto a correr el riesgo.
—Id a por la reliquia. Traedla aquí.
—Sí, señor de la guerra.
Kil’ruk dejó atrás la muralla. Los brazos y las patas delanteras le dolían con la agradable sensación de un día productivo. En la pata derecha tenía un pequeño corte que le dolía ligeramente, pero por lo demás había masacrado a las criaturas inferiores sin recibir una sola herida de consideración.
—Emperatriz, ¿estabas mirando? —masculló. Kil’ruk dejó que la canción de la Emperatriz llenara su mente, y…
Se produjo un ruido terrible. Un ruido horrible, edivtoso, abrumador. Y luego desapareció.
Ella había desaparecido.
Así, sin más.
Kil’ruk parpadeó y cayó del cielo. —¿Emperatriz? —dijo. Sus alas permanecieron inmóviles. El suelo corría a su encuentro. —¿Emperatriz?
Se ha ido. Le entró el pánico. Allí donde la voz de la Emperatriz había cantado antes, solo había ahora un zumbido mortecino. Un silencio total. —¡Emperatriz!
Kil’ruk se acordó de volar antes de impactar contra el suelo. Revoloteó como atontado, esforzándose por oír su voz.
Se ha ido. ¿Por qué se ha ido? ¿Qué le ha pasado? ¿Estará…?
El silencio súbito desde el oeste flotaba en el aire. Durante unos instantes, todos los sonidos de los mántides cesaron. Luego, gritos de agonía y terror se extendieron por todo el territorio.
Una sonrisa se dibujó en el rostro del señor de la guerra Gurthan.
V
—No —dijo otro miembro del consejo—. A menos que queramos volver a hacer aparecer en público a la Emperatriz.
No era una sugerencia seria. Tres días atrás, los Klaxxi habían convencido a la Emperatriz para que saludara en público a los enjambrenatos, cara a cara, y demostrar así que no había muerto, sino que simplemente la extraña reliquia de los mogu la había silenciado. Miles y miles de enjambrenatos se habían reunido en Klaxxi’vess, pero cuando ella apareció no la reconocieron. Incapaz de hablarles mentalmente como antes, no tenía ninguna influencia sobre ellos. Se limitaron a contemplarla.
La única noticia buena era que los enjambrenatos no se habían ido. Una gran masa de mántides seguía pululando sin rumbo en torno a Klaxxi’vess. Al menos servirían como escudos vivientes contra el inevitable ataque mogu. Ninguno de los Klaxxi tenía esperanza alguna de que intentarían luchar.
Klaxxi’va Pok fue cojeando hasta el centro de la estancia. La herida que había sufrido tres días antes le dolía horrores. Se detuvo junto al pedazo grande y suave de ámbar redondo que habían encontrado y llevado a Klaxxi’vess hacía solamente una hora. Dentro había una leyenda, un héroe de los mántides preservado en caso de crisis profunda. Un dechado.
—Entonces esta es nuestra única posibilidad —dijo Klaxxi’va fatigosamente.
—El Atracavientos debería asumir el papel de Heraldo —dijo otro miembro del consejo. Todos se giraron para mirarlo—. Sabes tan bien como yo que está trastornado. No es inútil, no como los demás, pero su mente aún busca la voz de la Emperatriz. La presencia de un dechado podría sacarlo de su depresión.
—Haced que venga.
Un sonido sacudió el silencio.
El dechado abrió los ojos por primera vez desde hacía siglos.
El recipiente de su preservación, el huevo de ámbar, se desmenuzó a su alrededor. El aire inundó sus pulmones. Dolía. El mántide cayó al suelo, entre arcadas incontrolables. El ámbar lo había mantenido con vida, y su cuerpo se rebelaba contra su ausencia.
Tardó un rato en recobrar el control de sí mismo. Ante él había una generosa provisión de savia kypari y se dio un festín con ella. Notó que había una serie de mántides observándolo, pero no lo interrumpían. Era una señal de respeto. Fingirían no haber sido conscientes de su debilidad.
Al menos por ahora.
Pronto empezó a recuperar su fuerza poco a poco. Los miembros le temblaban, pero se obligó a permanecer en pie. —Oigo la llamada de los Klaxxi —dijo Ninil’ko con voz áspera—. He regresado.
Uno de los demás mántides de la sala habló. —Ninil’ko el Llamasangre, ¿te encuentras bien? —preguntó.
—Sí —dijo Ninil’ko complacido. Si conocían cómo se llamaba, conocerían su reputación—. Decidme qué crisis os ha llevado a despertarme. Espero vuestro…
Parpadeó. Había tres mántides ante él, dos de los cuales llevaban el atuendo tradicional de un Klaxxi’va. Ninguno de ellos era su Heraldo. Ninil’ko lo notaba. Se dio cuenta de que el tercer mántide, el de la interesante armadura con armas…
—Tú no eres miembro de los Klaxxi. ¿Cómo te llamas?
—Soy Kil’ruk. Algunos me llaman Atracavientos.
¿Algunos? ¿No es un dechado? —pensó Ninil’ko—. Interesante. ¿Por qué lo elegirían los Klaxxi para ser mi Heraldo?
—Llamasangre —dijo uno de los Klaxxi’va—, necesitamos tu ayuda. El ciclo está en peligro.
Ninil’ko dejó a un lado su curiosidad por el tercer mántide. —Decidme qué necesitáis.
—Las criaturas inferiores nos han invadido. La Emperatriz está al borde de la aniquilación —dijo el otro Klaxxi’va.
Pues sustituidla por otra —se abstuvo Ninil’ko de decir. Si los Klaxxi’va no se habían preparado ya para eso, es que había circunstancias atenuantes y no valía la pena mencionar siquiera la opción—. Debo ver los movimientos del enemigo antes de poder trazar un plan.
Kil’ruk inclinó levemente la cabeza. Parecía extrañamente distraído, pero su voz era fuerte. —Yo puedo llevarte, Llamasangre. Te mostraré al enemigo.
Ninil’ko echó una mirada a los dos Klaxxi’va. Ambos asintieron con la cabeza.
—Vayamos, Heraldo.
Solo se había completado un edificio en el Bancal Gurthan en los seis días transcurridos desde que los mántides habían sido sometidos, pese a que los esclavos habían trabajado día y noche para echar los cimientos y construir paredes para una docena más. Por ahora, el edificio completado serviría como sala de mando por decisión del señor de la guerra Gurthan. Cuando los mántides hubieran sido derrotados por completo, sería un lugar apropiado para recibir a los embajadores de los demás clanes mogu. Sin duda buscarían su favor cuando toda esa tierra al oeste del Espinazo del Dragón quedara desocupada de repente.
Fulmin acompañó al señor de la guerra Gurthan al interior. —Me gustaría enseñarte algo —dijo el consejero.
En el extremo sur de la sala de mando había un objeto desconocido. —Hace días que tengo esto preparado para ti —dijo Fulmin—. Por fin está listo.
El señor de la guerra Gurthan examinó la ofrenda detenidamente. Era una urna bañada en bronce. Parecía brillar, y sintió residuos de energía arcana flotando de acá para allá como bocanadas de humo cerca de un palo de incienso. —¿Para qué sirve?
—Se me ocurrió, señor de la guerra, que cuando matemos al fin a la reina mántide necesitaremos un sitio adecuado en el que exhibir sus restos —dijo Fulmin.
La risa grave del señor de la guerra retumbó por toda la estancia. —Admiro tu previsión.
—Además —añadió el consejero—, puede que ni siquiera tengamos que matar a la Emperatriz para dejarla indefensa.
—Explícate.
Con un simple hechizo arcano podemos dejar el espíritu de la Emperatriz en suspensión dentro de esta urna. Su forma física desaparecerá, pero su mente quedará atrapada. Será como si durmiera pesadamente con un sueño inquieto —dijo Fulmin—. Y si alguno de los demás mogu pone en duda que realmente hayas vencido a los mántides, no tienes más que invocar su espíritu. Su esencia misma estará a tu disposición. Su mente será tu trofeo.
El señor de la guerra hizo una mueca. —No. Si los mántides saben que aún está viva, podrían luchar por salvarla. No les daré la oportunidad de recuperarla.
—Ah —dijo Fulmin con una sonrisa—, por eso he diseñado el hechizo para que sea inmutable para los mántide. No podrán dañar la urna, y mucho menos liberar el espíritu de su interior.
—Es demasiado riesgo.
—Me juego la vida —dijo Fulmin—. Captura a la reina mántide. Deja su espíritu en suspensión. Luego, para probarlo, arrójales la urna al resto de los insectos. Si son capaces de hacerle siquiera un rasguño, mi cabeza será tuya como castigo.
El señor de la guerra Gurthan lo miró por un momento. Raro era el mogu dispuesto a apostarse la vida a que tenía éxito, y Gurthan debía admitir que la idea de quedarse el espíritu de la Emperatriz mántide como recuerdo de su victoria le resultaba muy atractiva.
—Fulmin, creo que habrás ganado nuevas responsabilidades en cuanto resolvamos lo de los mántides —dijo el señor de la guerra Gurthan—. ¿Puedes enseñarme este hechizo?
—Sí.
—Pues hazlo. Ahora mismo. —El señor de la guerra Gurthan dejó que una amplia sonrisa le cruzara la cara—. Pienso acabar con los mántides hoy mismo.
La vista desde el aire era increíble. Ninil’ko estaba agazapado a lomos del Atracavientos, dejando que el volador lo llevara cada vez más alto hasta llegar a casi mil zancadas del suelo.
El dechado no decía nada, y Kil’ruk no le dio conversación. Ninil’ko se limitaba a estudiar los movimientos del ejército mogu. La situación era realmente grave. Los Klaxxi’va no exageraban. A menos que las criaturas inferiores avanzaran con suma cautela, probablemente el ejército atacaría Klaxxi’vess antes del atardecer, y aunque había miles de enjambrenatos formando una masa compacta en torno al lugar, no ofrecerían mucha resistencia.
Ninil’ko sentía la ausencia de la voz de la Emperatriz, pero eso para él no tenía apenas importancia. No la conocía. Y aunque la hubiera conocido, él tenía ahora un nuevo objetivo. Las emperatrices van cambiando. Ninil’ko le dio un par de toques a Kil’ruk en el hombro, y el volador se sobresaltó como si hubiera estado echando una cabezada. Qué raro —pensó el dechado.
—Heraldo, ¿quién entre los enjambrenatos está más preparado para atacar ese muro?
—Yo —dijo el volador.
Era la primera buena noticia que Ninil’ko había escuchado desde que despertó. Un plan empezaba a rondarle la cabeza, pero aún había que enfrentarse a serios desafíos. —Ese muro no existía en mi época.
—¿Puedes destruirlo?
—No lo sé.
—Entonces la Emperatriz está perdida. —La voz de Kil’ruk sonaba abatida.
—No he dicho eso —dijo Ninil’ko—. El ciclo se preservará a toda costa.
—Pero la Emperatriz está perdida.
Ninil’ko estuvo un momento sin decir nada. La mente del Atracavientos es aún inmadura. Es una criatura de la Emperatriz, no de los Klaxxi. Era una idea inquietante, pero ponía sobre la mesa algo interesante. Se empleó a fondo en intentar dilucidar sus secretos.
Las piezas encajaron. Ninil’ko entendió por qué los Klaxxi habían permitido —obligado, seguramente— al Atracavientos despertarlo. Mucho tiempo atrás, un herrero de ámbar había hecho conjeturas acerca de que el proceso para reanimar a un dechado de su hibernación en el ámbar era parecido al de una Emperatriz para traer a sus enjambrenatos al mundo. La idea tenía cierta lógica. Ser preservado era doloroso. Daba la sensación de que te morías. ¿Quién diría que ser despertado no era simplemente renacer? Los mántides jóvenes dependían totalmente de la Emperatriz; tal vez un dechado sintiera un vínculo parecido con su Heraldo, aun cuando fuera únicamente una pálida sombra de tamaña lealtad ciega.
La teoría no era del todo incorrecta, comprendió Ninil’ko. Incluso ahora…
Sacudió la cabeza bruscamente. El plan aparecía claro en su mente. Sabía cómo detener a los mogu. Pero necesitaría a Kil’ruk el Atracavientos totalmente centrado en la tarea que los ocupaba, no distraído por la ausencia de la Emperatriz.
Morirá pase lo que pase, pero antes de eso tiene que hacer tanto daño como pueda —pensó Ninil’ko—. Heraldo, ¿cuánto tiempo llevas sirviendo a la Emperatriz?
—Desde que llegué a este mundo —fue su irritada respuesta.
—¿Cuánto tiempo llevas sirviendo a los Klaxxi? —preguntó Ninil’ko. Kil’ruk no respondió, así que el dechado insistió—. Servir a los Klaxxi es preservar el ciclo. Preservar el ciclo significa la supervivencia de la Emperatriz. ¿No estás al servicio de ellos?
—Sirvo a la Emperatriz —dijo Kil’ruk.
—¿Sabes qué es el ciclo?
—Por supuesto.
—Explícamelo.
La cabeza de Kil’ruk se giró, y el dechado vio el ojo del volador mirándolo. Ninil’ko sabía que aquello era terreno peligroso. Si el Atracavientos consideraba que estaba siendo traicionero… En fin, sería una caída muy larga hasta el suelo.
Tras unos instantes, Ninil’ko rompió el silencio. —Al nacer fuiste consciente del ciclo. Puedes sentirlo. Sabes de su importancia. Es un instinto que sencillamente no te han explicado. No hay de qué avergonzarse.
—Explícamelo.
Ninil’ko describió detenidamente el proceso de cien años. Cómo la Emperatriz criaba a los enjambrenatos. Cómo todos se lanzaban a la vez contra las criaturas inferiores para demostrar su aptitud en la batalla. —Solo crecemos a través del combate. Es un mentor eficaz —dijo. Ninil’ko no mencionó con qué frecuencia las emperatrices morían y eran reemplazadas. Cuando Kil’ruk le preguntó cómo era la Emperatriz tiempo atrás, el dechado cambió de tema.
—Pero una verdad cruel sobre este ciclo es que la Emperatriz morirá un día. Ella lo sabe y lo acepta —dijo Ninil’ko—. No es nada que haya que temer.
Kil’ruk se puso a temblar. Ninil’ko aguardó pacientemente a que los temblores remitieran antes de continuar. —Por eso están aquí los Klaxxi, para asegurarse de que el ciclo continúe. Para asegurarse de que su trabajo bien hecho nunca muera.
—¿De qué sirve el ciclo sin la Emperatriz? —susurró Kil’ruk. Sus alas parecieron fallar, y los dos mántides se precipitaron unas cuantas zancadas antes de que recuperara el control.
—El combate es un mentor eficaz —repitió Ninil’ko—. Podemos aprender mucho de las criaturas inferiores. —¿Y por qué Kil’ruk se quedó rígido de repente al oír eso? Ninil’ko siguió adelante, sintiendo que al fin había calado en el volador—. Con cada ciclo, aprendemos más del combate, sobre ellos, sobre nosotros. Nos hacemos más fuertes. Cambiamos. Las criaturas inferiores no descubren nada salvo el miedo.
Ninil’ko notaba que Kil’ruk respiraba despacio. Se estaba calmando. Estaba prestando atención. —¿Cuánto durará el ciclo? —preguntó Kil’ruk—. ¿Eternamente?
—No. Llegará el día en que ya no tendremos que formar enjambres —dijo Ninil’ko—. Hasta entonces, los Klaxxi preservan el ciclo. Se aseguran de que esta Emperatriz —y todas las demás emperatrices que vayan a vivir— viva tanto como sea posible. ¿Lo entiendes?
Kil’ruk no respondió, pero Ninil’ko sabía que la semilla ya estaba plantada. Era el momento de dejar que creciera.
—Llévame de vuelta con los Klaxxi, por favor —dijo Ninil’ko—. Debo contarles mi plan.
—¿Podemos vencer? —preguntó Kil’ruk.
—Por supuesto.
—¿Cómo?
Ninil’ko soltó una carcajada áspera. —Haciendo lo que el enemigo no espera. Así es como se ganan las batallas.
VI
—Escuchadme, Klaxxi’va —dijo Ninil’ko, pasando de un Klaxxi’va a otro. Cada uno de ellos lo miraba con la misma expresión de desaprobación—. La Emperatriz morirá al atardecer hagamos lo que hagamos. ¿Me equivoco?
—No. Pero lo que propones es una locura. No tenemos a otra que ocupe el sitio de la Emperatriz. No podemos ponerla en riesgo. Si ella muere, el ciclo terminará.
—La única solución a la invasión mogu son los enjambrenatos. Si no podemos reanimar las mentes de nuestros jóvenes, nos faltarán efectivos para repelerlos —dijo Ninil’ko calmadamente—. Los enjambrenatos no serán de utilidad hasta que la reliquia sea destruida. Yo no puedo destruirla mientras esté rodeada de un ejército. Nuestra única oportunidad de llegar hasta la reliquia es tentar al ejército con una presa a la que no se puedan resistir. La Emperatriz es esa presa. ¡Es la única presa posible! Esta es mi lógica. Este es mi plan. Es para esto para lo que me despertasteis. Haced caso a lo que os digo.
Hubo un larguísimo silencio.
—¡Señor de la guerra! —El subalterno mogu entró precipitadamente en el edificio. Siete líderes militares de rango superior apartaron la vista de la colección de mapas e informes de reconocimiento desperdigados por una larga mesa para mirarlo. La mesa estaba presidida por Gurthan—. ¡Los mántides avanzan!
—¿Hacia nosotros? —preguntó uno de los comandantes.
—¡No! —dijo el mogu joven, jadeando—. Se van… se alejan de nosotros.
—Explícate —dijo el señor de la guerra Gurthan.
El mogu subalterno respiró hondo unas cuantas veces. —Nuestros exploradores dicen que unos cuantos mántides han abandonado su fortaleza por el aire, transportando a otro.
—¿Por qué? —preguntó Gurthan.
—No estoy seguro… El mántide al que llevaban, parecía… —El mensajero pareció repentinamente nervioso. Se aclaró la garganta y eligió cuidadosamente sus palabras. La noticia de la muerte de Hixin se había extendido rápidamente. —Este mántide en concreto parecía diferente. Muy diferente. Los otros insectos parecían tratarlo con cuidado y respeto.
Los comandantes se intercambiaron miradas.
—¿Era la Emperatriz mántide? —preguntó Gurthan sosegadamente.
—Eso creen los exploradores, señor de la guerra, sí —dijo el mogu joven.
El señor de la guerra Gurthan se puso en pie lentamente, con la vista puesta en la urna ornamentada que había en la esquina de la mesa. Hasta hora sus ejércitos habían avanzado cautelosamente más allá de la muralla. Gurthan sabía que el tiempo jugaba a su favor: tarde o temprano, a los mántides solo les quedarían opciones temerarias y desesperadas. Este era el momento que había estado esperando. —Han visto nuestros preparativos. Saben que vamos a atacar hoy. Esperan retrasar su destrucción y alejar a la Emperatriz de nuestras manos, aunque solo sea durante algunos minutos más. Y ahora se la han llevado del único sitio donde podrían haber organizado una defensa como es debido.
Uno de los comandantes mogu parecía intranquilo. —Tal vez intentan atraernos…
—Por supuesto que sí —dijo Gurthan—. Es justamente lo que yo haría —pensó—. Eso no cambia nada. Tenemos suficientes guerreros para arrollar a cualquier defensa que tengan.
—¿Qué ordenas, pues, señor de la guerra?
Todos los comandantes clavaron su mirada en él. El señor de la guerra analizó rápidamente sus opciones, en busca de fallos y peligros ocultos. La reliquia será vulnerable mientras el ejército persigue a la Emperatriz—pensó Gurthan—. Ese mántide volador tan peligroso sigue vivo. ¿Será una trampa?
Una sonrisa apareció en el rostro del señor de la guerra. —Enviadlo todo. Dad caza a la Emperatriz. Traedla aquí. A poder ser, viva. La quiero en esta urna al ponerse el sol. Espero que el volador ataque en efecto —pensó Gurthan—. Y aseguraos de que las dotaciones de los huatang estén listas. Decidles que se preparen para un ataque desde el cielo.
Kil’ruk observó a los guerreros mogu y a sus esclavos dejar atrás sus tiendas, sus fogatas, sus pertenencias, llevándose solo una única arma cada uno antes de salir a toda prisa en dirección oeste. Era evidente que el señor de la guerra les había dicho que no perdieran el tiempo.
Matarán a esta Emperatriz y a todas las emperatrices que puedan vivir. Ese pensamiento daba vueltas en su cabeza como una mosca de savia primaveral junto a un árbol kypari. Curiosamente, a pesar de su ira, los efectos aturdidores de la reliquia mogu parecían haberse atenuado respecto a una hora antes. Seguía sin poder oír a la Emperatriz, pero su ausencia ya no le nublaba la razón.
En realidad, nunca antes había tenido tan clara su razón de ser. Las criaturas inferiores querían poner fin al ciclo. Kil’ruk las detendría.
Solo crecemos a través del combate —había dicho Ninil’ko—. Es un mentor eficaz.
Parecía que incluso el ansia por combatir podía aguzar la mente de un mántide.
Kil’ruk esperó a que los últimos rezagados del vasto ejército mogu desaparecieran tras las colinas cercanas. Se elevó por los aires. Otros seis mántides voladores ascendieron con él. Solo seis. Eran los únicos supervivientes entre los mántides voladores lo bastante maduros para luchar sin la voz de la Emperatriz guiándolos.
Ante él se tendía el Bancal Gurthan, y sobre este se alzaba imponente la muralla.
Kil’ruk voló hacia la muralla. A seiscientas zancadas de distancia, en las almenas, los contornos blancos de seis panales se giraron para encararlo.
—Ahí está, señor de la guerra.
El señor de la guerra Gurthan entrecerró los ojos y se los protegió del sol de la tarde con la mano. En efecto, aquel mántide tan reconocible se acercaba desde el oeste. Varios otros voladores, tal vez cinco o seis, lo seguían de cerca.
Para sorpresa del señor de la guerra, no descendieron hacia el bancal.
—¿Van a atacar el Espinazo del Dragón? —dijo Fulmin—. Supongo que no saben que hemos trasladado aquí la reliquia.
—Tal vez —dijo Gurthan, dubitativo. Los mántides no se caracterizaban por tales descuidos. ¿Qué me estoy perdiendo? Gurthan echó un vistazo por el bancal. Sus guardianes mantenían sus posiciones, pero tenían la atención puesta en los mántides. Incluso los quilen adiestrados para el combate que tenían detrás seguían con la mirada a los voladores a través del cielo.
El primer disparo de huatang sonó justo cuando los mántides alados cruzaron el borde occidental del bancal. Dos voladores cayeron al instante. El peligroso no estaba entre ellos.
Faltaban doscientas zancadas. La bandada se mantuvo a ras de las almenas. Los guardianes mogu del suelo observaban atentamente.
Los mántides vieron la ráfaga de humo blanco un instante antes de que la carga de guijarros del panal pasara silbando. Kil’ruk oyó impactos en un caparazón a su izquierda; impactos letales. No sabía quién había sido alcanzado. Tampoco le importaba. Había otros cinco panales cargados de los que preocuparse. Era hora de ver si el Llamasangre estaba a la altura de su leyenda como estratega.
—Dispersaos —dijo Kil’ruk.
Los voladores restantes —cuatro, advirtió Kil’ruk con un vistazo rápido— se desperdigaron a izquierda, derecha y por arriba, pero no descendieron. El dechado lo había prohibido expresamente.
Las criaturas inferiores esperarán que os lancéis hacia el bancal —les había dicho Ninil’ko—, así que no lo hagáis.
Un nuevo panal disparó. Se fue por bajo. Dos más dispararon al unísono. También se quedaron cortos. El dechado estaba en lo cierto: esperaban que los voladores fueran a por la reliquia. Los esclavos corrieron a recargar los cuatro panales vacíos.
Atracavientos, dirigirán la mayoría de sus disparos hacia ti. Te temen demasiado como para no hacerlo —había dicho Ninil’ko.
Se acercaban a la muralla. Faltaban cincuenta zancadas. Los dos últimos panales cargados estaban bien apuntados. No fallarían, no a esta distancia.
Veinte zancadas. Era el momento de la siguiente parte del plan del dechado.
Ni se imaginan que tú no seas el primero en atacarlos —había dicho Ninil’ko.
Yo tampoco —había respondido Kil’ruk.
Sorpréndelos. Sorpréndete a ti mismo —dijo el Llamasangre.
De repente las alas de Kil’ruk zumbaron hasta convertirse en un borrón translúcido. Ascendió con rapidez, una rapidez increíble, casi tanta como cuando se lanzaba. Los dos últimos paneles intentaron seguirlo y soltaron unos disparos precipitados presos del pánico. Fallaron.
Ninguno de los panales había sido recargado aún. Los otros cuatro voladores cayeron sobre las almenas en un frenético torbellino de ámbar y sangre.
Kil’ruk dejó quietas sus alas. Su impulso lo llevó más y más arriba, describiendo un arco sobre el Espinazo del Dragón. Llegó a su cénit a unas cuatrocientas zancadas de las almenas.
Aquí arriba todo estaba extrañamente tranquilo. Los sonidos de la batalla quedaban muy abajo. La Emperatriz estaba en silencio. Por primera vez en su vida, Kil’ruk volaba hacia el combate realmente solo.
Eso no lo inquietó en absoluto.
Inició el descenso en picado.
—Ingenioso —dijo el señor de la guerra Gurthan, sonriendo. El volador se había aprovechado de lo que ellos daban por supuesto y se había abierto paso hábilmente entre sus defensas. Ahora tenía vía libre para lanzarse contra el Espinazo del Dragón—. Muy ingenioso.
—¿Enviamos refuerzos? —preguntó Fulmin.
—No. Aunque perdamos a todos los de las almenas, no tendría importancia si la reliquia…
Un grito estridente interrumpió al señor de la guerra. —¡Mántides! ¡Mántides por el oeste!
El señor de la guerra Gurthan se giró. Una docena de mántides a pie cargaban hacia el Bancal Gurthan, ya a menos de cien zancadas de los mogu. Todos los guardianes habían estado tan concentrados con los voladores…
Ingenioso —pensó, ya sin sonreír.
Ninil’ko el Llamasangre se lanzó a la batalla junto a los demás. Siseaba y hacía tabletear sus mandíbulas —kss kss tk-tk-tk-tk—, y los otros mántides se pusieron en formación de cuña. Se permitió un momento de satisfacción: su estancia en el ámbar no había mermado en absoluto su talento.
La mayoría de dechados recibían su segundo nombre de los Klaxxi. Ninil’ko era el único dechado, que él supiera, que había elegido su propio segundo nombre. ¿Quién si no? Los Klaxxi lo habían elogiado por su capacidad de estrategia, y su Emperatriz, débil y patética como era, se había maravillado ante su ingenio a la hora de sofocar una rebelión mántide.
Pero ¿quién de ellos lo habría apodado Llamasangre?
Ninil’ko levantó su lanza mientras sus compañeros mántides recorrían a toda velocidad las últimas zancadas hasta los mogu. Señaló con la espada curva el flanco izquierdo y chasqueó dos veces las mandíbulas. La fuerza mántide al completo apuntó a dos mogu en particular. Los enemigos murieron bajo un ciclón de ámbar afilado.
Ninil’ko recorrió lentamente con su lanza la línea de tiradores del enemigo, seleccionando objetivos. Clic clic clic. Tres mogu más murieron, dejando un gigantesco agujero en sus defensas. El flanco izquierdo se vino abajo. Clic clic. Dos quilen murieron. Clic clic clic. Un mago, un maestro de bestias y un quilen herido fueron los siguientes en caer.
Era un don. Ya cuando era un enjambrenato inmaduro, Ninil’ko había descubierto que podía comunicarse con otros mántides e influir en ellos sin palabras. Cuando proyectaba su voluntad, los mántides cercanos sabían dónde atacar; cuando siseaba o chasqueaba sus mandíbulas, sabían cuándo. Podía enviar a sus soldados al combate y retirarlos a voluntad, dirigiendo el curso de la batalla con un nivel de precisión imperceptible.
Nunca le había explicado el don a nadie, ni siquiera a los Klaxxi. Ni Ninil’ko mismo entendía realmente su funcionamiento. ¿Respondían al sonido? ¿Podía influir en ellos como la Emperatriz? No estaba seguro. Tal vez explotaba alguna parte ancestral de la mente mántide, algún instinto primario que quedó después de que los Antiguos les otorgaran la claridad de pensamiento y una razón de ser más elevada. Quizás era así como los mántides se comunicaban mucho tiempo atrás.
Pero a fin de cuentas, poco importaba. Cuando Ninil’ko llamaba, corría la sangre. El bancal no tardó en teñirse de rojo.
Y Kil’ruk seguía descendiendo.
VII
Un esclavo pandaren se puso de rodillas, reuniendo piedrecitas con desespero en sus zarpas. Los sonidos de otros esclavos muriendo amenazaban con volverlo loco. Quería huir, pero volverían a azotarlo de nuevo si…
Un chirrido horrible asaltó los oídos del esclavo y sustituyó sus pensamientos por terror en estado puro. Levantó la cabeza justo a tiempo para ver un borrón ámbar y violeta descendiendo sobre él.
El pandaren arrodillado absorbió la mayor parte del impacto. Kil’ruk recuperó enseguida el equilibrio y hundió una espada en el esclavo. Sintió resistencia por un breve instante: su primera víctima del combate.
Habría muchas más.
Dos de los demás voladores seguían con vida y luchaban con furia entre las criaturas inferiores. Estaban ansiosos, excitados por combatir junto al Atracavientos, pero eran inexpertos. No sobrevivirían durante mucho tiempo en una lucha así. Las almenas estaban abarrotadas. Seis panales y casi doscientos defensores llenaban el espacio entre las dos atalayas que dominaban el Bancal Gurthan.
Kil’ruk se lanzó de lleno contra las criaturas inferiores y dejó que sus espadas de ámbar danzaran.
Ninil’ko saltó hacia atrás con un siseo. Ksss-tk-tk-tk-tk-tk. Era la única orden que necesitaba: los demás saltaron hacia atrás con él. Dos de los mogu, cegados por la ira del combate, se abalanzaron hacia ellos.Clic clic. Siete espadas mántides los cortaron en filetes. En menos de un minuto, Ninil’ko había reducido a la mitad el número de defensores mogu, perdiendo a un puñado de los suyos.
No era un mal comienzo. Ahora ya solo los superaban en una proporción de dos a uno, pero los mogu se habían recuperado de la conmoción de la emboscada y habían recuperado la disciplina. Formaron una línea discontinua de tiradores entre los mántides y el edificio de la reliquia. Ninil’ko sabía que esas tácticas serían eficaces en la mayoría de batallas.
Pero hoy no lo serán lo suficiente. Ninil’ko se lanzó hacia delante y señaló a un mogu en el centro de la línea. Parecía el más asustado y de mayor rango. Eso lo convertía en la presa más valiosa en ese momento.
Clic.
El señor de la guerra observaba impasible; solo su mandíbula fuertemente apretada delataba lo que sentía por dentro cuando el último de sus comandantes murió. Finalmente se giró hacia Fulmin.
—Coge la reliquia y vete —dijo en voz baja el señor de la guerra.
—¡¿Qué?! —dijo Fulmin entre dientes—. ¡Los superamos en número!
Los ojos de Gurthan se encendieron. —Coge la reliquia y vete por la puerta. Sin hacer ruido. Sin que te vean. Ten la reliquia activa cueste lo que cueste. Sin interrupciones. Necesitamos que los mántides sigan siendo dóciles.
—Señor de la guerra…
—No consentiré que ganen. No… pienso… consentirlo… ¿Entendido? Nuestro ejército acabará con esto en una hora. Por más milagros que consigan los mántides en el campo de batalla, no tendrán ninguna importancia si su Emperatriz muere.
Fulmin vaciló. —Te matarán, señor de la guerra.
—Sin duda lo intentarán. Vete. Pero vuelve enseguida cuando haya terminado —añadió Gurthan con una sonrisa retorcida—. Tal vez te necesite para que me despiertes. Puedo tener el sueño muy profundo.
Fulmin comprendió. —Sí, señor de la guerra.
Gurthan miró cómo se iba, esperando a que se hubiera marchado para dar su siguiente orden.
—¡Replegaos! ¡Todos al interior del edificio!
Kil’ruk manchó las almenas con la sangre de las criaturas inferiores. Y sin embargo no dejaban de venir.
¿Qué amenazaron con hacer los mogu si los esclavos huían? Kil’ruk se lo preguntaba mientras rajaba a otro pandaren. ¿Cómo podría ser peor que esto? Las cabezas de dos saurok se alejaron rodando de los hombros de las criaturas reptiles. Qué seres tan innecesarios.
Kil’ruk alzó el vuelo y pasó por encima del alcance de los defensores. Se posó junto al panal más cercano a la atalaya del norte y destripó al mogu que tenía más cerca.
Un grupo de saurok furiosos surgió entre la masa de defensores y se lanzó contra él. Kil’ruk clavó sus espadas en dos de ellos, pero un instante después estaba de espaldas contra el suelo sin poder moverse. El peso de docenas de cuerpos lo mantenían inmóvil. La cara sonriente de uno de los saurok del montón se cernía a solo unos centímetros de la suya.
Y entonces un chisporroteo llenó el aire. El saurok levantó la mirada. La sonrisa burlona se convirtió en terror.
Una explosión abrumadora y ensordecedora lo entumeció todo. Gran parte del peso que Kil’ruk tenía encima desapareció. Kil’ruk se negaba a parpadear. Quería morir con los ojos abiertos. Vio al saurok ponerse en pie de un salto para luego morir cuando una segunda explosión sacudió la muralla. Antes de que la criatura pudiera desplomarse, se desvaneció en una tercera explosión.
El ruido quedó flotando en el aire, paralizando todos los demás sentidos. Finalmente, Kil’ruk parpadeó. Aún estaba vivo.
No podía decirse lo mismo de la mayoría de los saurok. Tosiendo, Kil’ruk apartó lo que quedaba de ellos y se irguió. El doloroso zumbido en sus oídos dio paso lentamente a gritos y gemidos.
Kil’ruk quedó aturdido por lo que veía.
Los mogu habían girado sus paneles recargados al norte, disparando directamente a la altura de las almenas. Disparando a las almenas. Tres veces. Habían hecho pedazos a sus propios esclavos en un intento de aniquilar a un solo mántide volador. Solo los cuerpos de los esclavos que se le habían tirado encima lo habían mantenido a salvo.
El respeto de Kil’ruk por los mogu aumentó considerablemente. Una táctica audaz —reflexionó.
El humo que aún flotaba por las explosiones lo ocultaban a los mogu, pero no sería por mucho tiempo. Que crean que he muerto con los esclavos —pensó. Kil’ruk bajó de las almenas y descendió suavemente al suelo.
Los sonidos del combate no decaían en el Bancal Gurthan. Parecían haberse trasladado al edificio donde se encontraba la reliquia. Kil’ruk corrió hacia allí a pie.
Lo confinado del espacio en el edificio había dificultado en gran medida el movimiento de los atacantes. El otro único mántide que aún estaba en condiciones de luchar murió cuando dos lanzas mogu lo rebanaron en tres partes antes de que pudiera responder al siseo con el que Ninil’ko lo avisaba.
El Llamasangre estaba solo en el campo de batalla. Ninil’ko pegó la espalda a una pared y esperó al inevitable ataque final. Solo quedaban tres mogu… no, cuatro, incluido uno extraño que llevaba prendas ornamentadas y regias. Este último mogu se mantenía apartado de la lucha, con los brazos cruzados en el pecho y sus dos quilen restantes agazapados a sus pies.
Ese debe de ser el señor de la guerra Gurthan —supuso Ninil’ko.
—Alto —dijo el cuarto mogu. Los otros dejaron de avanzar—. Mántide, ¿tienes un nombre?
El insecto solitario no parecía oírlo. —Criatura, ¿me entiendes? —preguntó Gurthan.
Un ruido seco y desagradable recorrió la sala. Las mandíbulas del mántide chasqueaban al abrirse y cerrarse en un ritmo extraño y áspero. ¿Se está riendo de mí? —pensó Gurthan—. Soy el señor de la guerra Gurthan, mántide. Soy…
—Me da igual, mogu.
Gurthan apretó la mandíbula. —¿Tienes un nombre, mántide?
—Ninguno que desee compartir contigo —bufó la criatura.
Kil’ruk se acercó sigilosamente a la entrada. Oyó la voz de Ninil’ko, y otra.
—¿Dónde está la reliquia? —preguntó Ninil’ko.
—He dejado a tu especie a un paso de la extinción, mántide —dijo la otra voz—. Si eres capaz de razonar…
—Mucho más capaz que tú, Gurthan. ¿Dónde está la reliquia?
—No encontrarás la reliquia antes de que tu Emperatriz haya muerto —dijo Gurthan—. Pero tal vez no haya necesidad de que todos los mántides mueran con ella. Algunos de vosotros sois luchadores expertos; quizás…
—¿Estás negociando? —castañeteó Ninil’ko divertido—. Pues esta es mi oferta, mogu: arrodíllate ante mí, suplica mi perdón, entrégame la reliquia y te permitiré salir de esta sala con vida. Lo que te ocurra entre aquí y tu muralla, no lo puedo decir.
—¿Arrodillarme? —La voz de Gurthan se tornó serenamente furiosa—. Los esclavos del imperio se arrodillan ante mí. Las bestias se tienden a mis pies, esperando mis órdenes. Y tú en tu arrogancia…
Kil’ruk no tenía interés en seguir escuchando. Cruzó la entrada. —Tus palabras nos hacen perder el tiempo —dijo en voz alta—. Enfréntate a mí.
Los tres guerreros mogu se movieron inquietos ante la visión del segundo mántide.
Gurthan se limitó a fruncir los labios y emitir dos silbidos agudos. Los dos quilen a sus pies se lanzaron hacia la garganta de Kil’ruk.
Kil’ruk blandió en el aire sus dos espadas de ámbar, y ambos quilen cayeron como fardos al suelo. Uno de ellos aún estaba apenas vivo y dejó escapar un gemido lastimero. Débilmente, intentó arrastrarse de vuelta al señor de la guerra Gurthan. Kil’ruk le hincó una de sus patas delanteras en el torso y terminó con su tenue llanto.
—Llamasangre. Estoy listo. ¿Lo estás tú? —preguntó Kil’ruk.
Ninil’ko levantó su lanza. —Sí, Atracavientos.
Los dos avanzaron juntos.
—Matadlos —dijo el señor de la guerra Gurthan.
Los tres guardias restantes se abalanzaron al encuentro de los dos mántides. Las espadas entrechocaron y echaron chispas.
Gurthan no se hacía ilusiones sobre sus posibilidades. Sus ojos se posaron en la urna dorada, la que tenía que ser para la Emperatriz mántide.
No había otra opción.
No consentiré que ganen.
Mientras sus guardias morían, Gurthan se encogió y ahuecó las manos, reuniendo energía arcana. Solo tendría tiempo para un hechizo.
El ultimo guardia luchó valientemente, pero, con sus dos camaradas agonizando en el suelo, era solo cuestión de tiempo que uno de los ataques de los mántides alcanzara la carne. Las dos espadas del Atracavientos le perforaron el torso. Se desplomó, lanzó un gruñido y quedó inerte.
Kil’ruk se dio la vuelta lentamente hacia el último mogu que quedaba en pie. —Gurthan —dijo entre dientes—. Habrías matado a la Emperatriz. A esta Emperatriz y a todas las siguientes. Habrías terminado con el ciclo.
El señor de la guerra mogu movía las manos en pequeños círculos. Invocando un poder. Kil’ruk no sabía por qué motivo.
Ni le importaba.
Ninil’ko dio un paso atrás. —Atracavientos, te cedo el honor —dijo el dechado.
Kil’ruk alzó sus espadas y avanzó lentamente. Si Gurthan planeaba lanzar algún ataque final, alguna acción cobarde, el Atracavientos estaría preparado. —Morirás, señor de la guerra. Y no será rápido.
—¿Piensas disfrutarlo, insecto? —le espetó Gurthan.
Solo cinco zancadas más para la satisfacción. —Más de lo que imaginas.
De pronto las manos de Gurthan se detuvieron. El aire parecía haberse llenado de energía. Los ojos del mogu contactaron con los de Kil’ruk. —Bien. Esto te juro: ni tú ni tu especie tendréis jamás el placer de terminar con mi vida.
El señor de la guerra extendió las manos. Un destello de luz cegadora envolvió la estancia. Kil’ruk se protegió los ojos con sus espadas.
Cuando su visión se aclaró, la luz se había desvanecido.
El señor de la guerra Gurthan ya no estaba. La urna parecía vibrar como imbuida de poder, energía, vida.
—No —dijo Kil’ruk.
Ninil’ko dejó que Kil’ruk diera rienda suelta a su ira durante varios minutos.
—¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Enfréntate a mí!
El Atracavientos golpeó la urna con sus espadas una y otra vez. No podía hacerle ni un arañazo. No podía moverla. Por lo visto, el encantamiento que Gurthan había usado para enviar su espíritu a la urna la protegía de cualquier ataque físico.
El señor de la guerra estaba, en definitiva, lejos del alcance del mántide. Kil’ruk golpeaba una vez y otra, cegado por la rabia.
Finalmente, Ninil’ko tuvo suficiente. —Atracavientos —dijo en voz baja. Kil’ruk no aflojó ni se detuvo—. Atracavientos, la Emperatriz sigue en silencio.
Kil’ruk golpeó la urna una última vez, y su espada impactó contra ella con un sonido extrañamente sordo. Se volvió hacia el dechado, jadeando. —La reliquia no está aquí.
—Se está alejando de nosotros. Tú también puedes sentirlo, ¿verdad? —preguntó Ninil’ko. Era una sensación extraña. Solo podía compararla con el movimiento de las nubes en el cielo: desde el suelo daba la sensación de ocurrir tan despacio que prácticamente parecían inmóviles.
—Sí. —Kil’ruk dio una furiosa patada a la urna, asqueado—. Tú delante, Llamasangre. Acabemos con esto.
Fulmin avanzaba cuidadosamente junto a la base del Espinazo del Dragón, con la reliquia fuertemente sujeta al pecho, concentrándose en mantener el hechizo. Sin un mantenimiento constante, el delicado equilibrio de energía escaparía a todo control. Las consecuencias serían imprevisibles, pero seguramente fatales para quien sostuviera la reliquia.
La Puerta del Sol Poniente estaba justo delante. En cuanto Fulmin la cruzara, podría entregar la reliquia a otro arcanista y reunir una nueva fuerza mogu para recuperar el Bancal.
Aquel horrible sonido y aquel destello significaban que el señor de la guerra Gurthan había puesto su espíritu en suspensión para evitar la muerte a manos de los mántides. Bueno, Fulmin le había enseñado la técnica, y tan solo sería cuestión de revertirla una vez que la amenaza mántide se hubiera esfumado.
Unas hojas crujieron a sus espaldas.
Fulmin se dio la vuelta y casi perdió el equilibrio. Un mántide, ataviado con una extraña armadura y armado con una gran lanza, se encontraba a tal vez quince zancadas de él. No tenía alas; no era el volador.
El mántide levantó la lanza y la apuntó hacia Fulmin. El mogu observó con curiosidad. No sintió ningún poder. Aquello no era un hechizo. Estaba demasiado lejos para un ataque rápido.
El mántide hizo un sonido extraño. Clic.
Una sombra cayó sobre Fulmin. Ni siquiera tuvo tiempo de chillar.
La reliquia cayó al suelo libremente.
—Extraño objeto —dijo Kil’ruk.
La reliquia aún goteaba con la sangre del mogu. Ninil’ko la examinó cuidadosamente, dándole la vuelta en sus manos. —No oigo a la Emperatriz, Atracavientos. ¿Y tú?
—No.
—La energía arcana está más allá de mis habilidades —reflexionó Ninil’ko. La reliquia emitía una luz pálida, y se hacía más brillante a cada momento que pasaba—. Los mogu utilizan la magia de formas muy poco habituales. No sé cómo silenciar esta cosa horrible.
El dechado echó una mirada al masacrado mago mogu. La criatura inferior había mantenido el hechizo hasta el momento de su muerte. ¿Por qué molestarse? La reliquia no parecía necesitar un suministro constante de poder renovado para mantener anulada a la Emperatriz.
Ninil’ko sostuvo la reliquia con el brazo extendido. —Atracavientos, tal vez tú podrías ver si hay…
De repente la luz de la reliquia se hizo más intensa y se desvaneció. Kil’ruk vio un leve destello y oyó un tenue y breve crujido.
Ninil’ko sintió —durante una mera fracción de segundo— casi toda la energía arcana que quedaba en la reliquia penetrándole por el brazo como un rayo. Hubo un instante de pura agonía cuando la energía le pasó por el cerebro, consumiéndole hasta la última parte de su ser.
Lo último que el dechado oyó fue un único y débil clic.
Kil’ruk supo al instante que Ninil’ko estaba muerto. El dechado cayó al suelo junto al mago mogu y quedó inmóvil, con los ojos abiertos y aún mirando.
Esa reliquia, esa maldita y vil reliquia, seguía bloqueando la voz de la Emperatriz. Pero no por completo. Kil’ruk podía oír efímeros chispazos de su dulce canción. Era como si el tejido del hechizo mogu se deshilachara, descomponiéndose hebra a hebra, permitiendo breves atisbos de lo que había más allá.
¿Cuánto tardaría la reliquia en callar al fin? ¿Serían horas? Eso significaría la muerte de la Emperatriz. Kil’ruk se inclinó sobre el cuerpo de Ninil’ko y estudió la reliquia, sin intención de tocarla. La luz había perdido intensidad, pero todavía podía oír crujidos y siseos.
Igual que el panal…
Kil’ruk la cogió. Una energía palpitante le hizo temblar la mano. Era como si la reliquia pudiera liberar en cualquier instante la carga arcana que aún conservaba.
Recordó el primer día en que se lanzó desde el cielo hacia el combate, cuando un panal y un poco de energía arcana sobrante habían reaccionado con resultados destructivos.
Kil’ruk dejó que sus alas lo llevaran por encima de las almenas. Sostenía la reliquia en las manos mientras volaba hacia el sur, buscando algo. Defensores a lo largo de la muralla lo señalaban y gritaban sorprendidos.
Allí.
Los panales restantes se encontraban entre los esclavos muertos, secos, de las almenas que dominaban el Bancal Gurthan. Los pocos esclavos y mogu vivos lo descubrieron casi de inmediato, pero necesitaban tiempo para alinear el disparo. Kil’ruk solo necesitaba tiempo para arrojarles la reliquia. Tenía casi el mismo peso y tamaño que uno de sus cartuchos. No había perdido nada de puntería.
Aquella cosa horrible describió un arco hacia la muralla y rebotó una vez entre dos panales. La reliquia se rompió con una brillante oleada de luz y un chisporroteo in crescendo.
Se produjo un ruido terrible, y la luz envolvió a los panales. Su energía arcana conjunta creció hasta adquirir un brillo tremendo, y las criaturas inferiores fueron consumidas.
Luego llegó un sonido maravilloso que solo los mántides podían oír.
Sigo aquí. Sigo aquí —cantaba la Emperatriz. Kil’ruk sintió euforia con cada una de sus palabras—. Las criaturas inferiores están aquí. Matadlas, matadlas a todas.
Muy lejos de Kil’ruk, hacia el oeste, un gran ruido de júbilo y furia se elevó por los aires. Los enjambrenatos despertaron, y su ira estalló.
Fue cuestión de horas, no minutos, pero hacia el atardecer la canción de la Emperatriz había cambiado.
Muertos, tan muertos, están todos muertos. Bien hecho. Bien hecho. Estoy a salvo. A salvo.
Bien hecho.
VIII
El ejército del clan Gurthan había sido aniquilado. Ambos bandos habían sufrido enormemente, pero los Klaxxi quisieron enviar un sencillo mensaje: invadir nuestras tierras es la muerte. Me lanzaron contra ellos como castigo. Masacré a miles de defensores en la muralla. Miles y miles. Al cabo de tan solo unos meses, huían solo con verme, Heraldo. Guardo muy buenos recuerdos de esa época.
Luego los Klaxxi me permitieron volar más allá del Espinazo del Dragón. Me ordenaron asaltar campamentos y líneas de suministros de los mogu. Nunca se me había ocurrido hacerlo hasta que me dieron la orden. Extraño, ¿verdad? Sería tan sencillo que cada volador rebasara las defensas de las criaturas inferiores y arrasara las desprevenidas aldeas. No tendrían modo de contrarrestar el ataque. Sería tremendamente eficaz.
Si la muerte de las criaturas inferiores fuera el objetivo, claro. Pero en realidad, Heraldo, no lo es. Si los Klaxxi lo hubieran deseado, todo este continente sería nuestro ahora.
Como dechado, me gané el derecho a hacer preguntas y esperar respuestas. Mucho fue lo que los Klaxxi me contaron.
Me hablaron de la preservación. Me explicaron que el herrero de ámbar que yo eligiera esculpiría con kyparita el caparazón de ámbar imbuido de poder que me serviría como morada hasta que se requiriera mi ayuda como dechado. Yo, por supuesto, elegí al herrero de ámbar que forjó mis espadas. Para él fue un honor. Nos fuimos solos él y yo al Bancal Gurthan, y estuvo trabajando en el flujo de ámbar hasta que el sueño me reclamó durante miles y miles de años. A aquel herrero de ámbar lo mataron de inmediato, cómo no. Los Klaxxi creen que es importante que el paradero de un dechado sea un secreto. Hace falta el poder de todo el consejo para localizar nuestros huevos de ámbar; ese secretismo impide que desconocidos o algún único Klaxxi’va nos encuentren y destruyan. Aunque puede ocurrir, tal como has visto.
Me contaron tanto sobre el ciclo… Sospecho que tú aún no lo entiendes, Heraldo. El ciclo ya era viejo cuando yo era joven. Es anterior a ti y a mí. Se preservó durante miles y miles de años, y mucho ha cambiado.
Pero ¿sabes qué no ha cambiado?
La voluntad de los Klaxxi.
La voluntad de los Klaxxi es eterna.
Has librado muchas batallas, derrocado a muchos adversarios, pero ni una sola acción en tu vida tuvo importancia hasta que cruzaste el Espinazo del Dragón y entraste en nuestras tierras. Obedecías a los Klaxxi. Me sacaste de mi largo sueño en el ámbar. Al hacerlo, te volviste útil al fin.
No pretendo insultarte, Heraldo. Alégrate. Te has ganado nuestra confianza. Todas tus insustanciales luchas anteriores te han elevado por encima de las demás criaturas inferiores. Pocas de ellas podrían ser jamás tan útiles como tú lo has sido.
He oído mucho acerca de tu guerra. La Alianza. La Horda. Dos bandos igual de innecesarios luchando por objetivos insignificantes. Sospecho que tú no lo ves así. Tu guerra podría durar mil años y no sería más que un riachuelo que desembocara en el océano de los planes de los Klaxxi. Su voluntad es preservar el ciclo.
El propósito del ciclo no es la muerte. Es de hecho el conocimiento.
Conocimiento de ti. Conocimiento de nosotros. El combate es un mentor eficaz. Todas las criaturas pueden alcanzar su potencial únicamente cuando la alternativa es la muerte. Los Klaxxi se aseguran de que la batalla dure tanto como sea posible. Les interesa prolongar cada ciclo, presionar a las criaturas inferiores tanto como puedan sin destruirlas. Así los defensores lucharán con toda su habilidad, temerosos de que todos aquellos a quienes conocen y aman se encuentren al borde del olvido si fracasan.
Los mántides más fuertes regresan con vida. Los débiles son sacrificados. Nuestra especie se hace más fuerte. Y con cada ciclo aprendemos acerca de las tácticas y las armas de las criaturas inferiores, y aprendemos a contrarrestarlas.
Hay tanto por aprender de criaturas como tú, Heraldo.
¿He mencionado que aprendí a lanzarme en picado desde el cielo observando a un halcón? Me quedé totalmente fascinado con su destreza. Conquisté su habilidad.
Tú también me fascinas, Heraldo.